miércoles, 30 de abril de 2008

Lucy in the Sky with Diamonds

Hoy ha muerto Albert Hofmann a los 102 años de edad. No será tan malo el LSD ¿no?


(sugerencia de consumo)
Lucy in the Sky with Diamonds de The Beatles

Me condenaron a veinte años de hastío

A principios de los setenta, Paco de Lucía fue duramente criticado (por decirlo de una forma suave) por sus cortejos a otros estilos que –según ellos, los críticos– contaminaban la esencia y la pureza del flamenco. Desoyendo a las voces más respetadas, él siguió haciendo versiones flamencas de melodías pop (como el “Entre dos aguas” que nace del “Te estoy amando locamente” de Las Grecas), incorporó bajo eléctrico y percusión a sus grabaciones y se dejó descubrir por McLaughlin y Di Meola para ir a San Francisco a grabar un directo memorable.

Poco después fue Camarón quien tuvo que soportar de nuevo a esos autodenominados puristas del flamenco por su desparpajo y su ruptura con el cante formal. Ahora, si acaso, las quejas son porque las nuevas promesas del cante sólo lo tienen a él como referente. Obviamente, pasados los años, todos esos críticos acabaron por limpiar el cerumen que tapiaba sus orejas y hacían cola –con perdón– para chuparles la polla con devoción.

Algo parecido le pasó a Enrique Morente a finales de los noventa. En ausencia de Camarón y con Paco de Lucía siguiendo su propio camino, el flamenco estaba necesitado de un nuevo genio que tuviera el talento y los cojones para romperlo desde dentro. En 1994, Morente, gran admirador de Leonard Cohen, aprovechó un concierto de este último en Madrid para, echando mano de sus contactos, reunirse con él en una cena para hablar de su gran pasión común: Federico García Lorca. En esa cena, Morente le prometió a Cohen que grabaría un disco con versiones propias de temas suyos y que reinterpretaría sus versiones de Lorca. El canadiense se mostró entusiasmado con la idea y le dio su “bendición” al proyecto.

“¿Qué si soy innovador? El arte va por su sitio”, decía en la presentación de Omega en Logroño. Eso era en el 97. Justo el año anterior había parido su promesa a Leonard Cohen y a Lorca; la había parido a su manera, rompiendo con todo. En un concierto en Madrid, un concierto purista, de palos flamencos sin alardes extraños, había osado concluir con un tema de su nuevo disco. “Cuando oyeron la batería y las guitarras eléctricas, hubo gente que empezó a abandonar el teatro”. Muchos se quedaron y hubo aplausos y abucheos por igual. Reconoció su error. Era necesaria una presentación formal, pero así y todo no fue fácil la cosa. “¡Morente, vuelve a tus orígenes!”, le gritaron en algún teatro. Y a mí me recordaba a ese grito ciego, ese “Judas” que le soltaron a Dylan en el 65 cuando enchufó su guitarra para tocar “Like a Rolling Stone”. Pero el tiempo los ha colocado a todos en el sitio que les corresponde. A unos en los altares de la música, a otros en el fango del fanatismo. ¿Qué escoges, folk o rock? ¿Flamenco u Omega? ¿Cuento o relato? ¿A tu padre o a tu madre? Mira, yo amo la música, amo escribir y amo a mis padres. Si me obligas a escoger, te odiaré a ti.

Sólo unos datos más. Omega, el disco que Morente grabó con Lagartija Nick, con Vicente Amigo, Montoyita, Tomatito, su hija Estrella Morente y otros, versionando versos de Lorca y Leonard Cohen, fue seleccionado como el sexto mejor disco español del siglo XX. Ajustando un poco más, fue el cuarto mejor de los noventa y el mejor que se publicó en 1996. ¿Y a qué viene todo esto? Pues a que Enrique Morente ha reeditado el disco con algún extra; ha montado una web exclusivamente para él y, sobretodo, ha decidido juntar de nuevo al grupo para interpretar Omega en directo. Será este próximo 31 de mayo, dentro de la programación del Primavera Sound. Si no lo había escrito por aquí antes ha sido porque quería asegurarme primero de tener mi entrada. Sólo de pensarlo, ya se me pone la piel de gallina.

Me condenaron a veinte años de hastío
por intentar cambiar el sistema desde dentro.
Ahora vengo a desquitarme.
Primero conquistaremos Manhattan,
después conquistaremos Berlín.

lunes, 28 de abril de 2008

y amarillo a la genista

En la ladera de un monte
más alto que el horizonte
quiero tener buena vista.
Mi cuerpo será camino
le daré verde a los pinos
y amarillo a la genista.
Cerca del mar porque yo...
Nací en el Mediterráneo.
Nací en el Mediterráneo.

y amarillo a la genista

Tarde de lluvia

tarde de lluvia

miércoles, 23 de abril de 2008

Narrativas (IV): Un final de jazz

Pequeño homenaje al gran cronopio

.
–Prepara un café bien cargado, que ahí viene Julio –anunció David, el portero del local, asomando la cabeza por la puerta entreabierta de la calle–. Mucho me temo que hoy tampoco podrá tocar –murmuró y se quedó con la espalda apoyada en el quicio, apurando en rápidas caladas el cigarrillo mientras lo veía acercarse. Caminaba con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, tambaleando su cuerpo de gigante, el cuello levantado y la mirada perdida, de ojos enrojecidos y acuosos bajo un gorro de lana enfundado hasta las orejas. A su espalda, colgado en bandolera, la funda con su inseparable saxo alto. Una miríada de finísimas gotas le salpicó el rostro, humedeciéndolo apenas, sin llegar a mojar su ropa. El cielo, pesado, cargado de humedad, se licuaba en gris cobalto hasta la calle, acolchando esquinas y diluyendo en una amalgama difusa las siluetas de los transeúntes que, al fondo o bajo los arcos de la plaza, se apresuraban por ese anochecer brumoso perdiéndose en un fundido pardo. Las farolas perforaban conos de luz amarillenta y desparramaban sobre la acera una pátina aceitosa, grasienta, de un brillo deslucido y sucio.
En cuanto llegó hasta la puerta, David lo agarró del brazo, temiendo que se le desplomara en cualquier momento, y entraron tambaleándose hasta llegar junto a la barra, donde lo dejó frente a una gran taza de café hasta los bordes. ¡El jefe no debía verlo en ese lamentable estado! Como si el camarero hubiera leído sus pensamientos, dijo: “Lo va a echar, David. Ya ha tenido demasiada paciencia con él”. Ante su enorme presencia, David pensaba cómo alguien tan grande podía ser, a la vez, tan frágil y quebradizo. De haber sido el mejor, a caer en el olvido. “Tú no lo has visto. Tú no lo viste hace diez, quince años, aquí mismo”, le murmuró entre dientes al camarero. Podía haberlo tenido todo; lo tuvo al alcance de la mano. Sacudió la cabeza y entró tras la barra, se sirvió un whisky y se lo bebió de un trago pensando en la noche, “una noche de mierda”, que le esperaba.

Miró el fondo el vaso vacío, lo dejó de un golpe sobre la barra y volvió a llenarlo. Se tomó tres coñacs de un trago, uno detrás de otro, con las pausas justas para rellenar el vaso. “Hoy es mi primera noche, debo ponerme a tono”, dijo soltando una carcajada. Palpó el saxo a su espalda, como para comprobar que todavía estuviera ahí, y dijo: “Vamos”. Tras acompañarlo hasta su camerino, casi corriendo tras sus largas zancadas y darle un par o tres de indicaciones –dónde estaba el interruptor de la luz, dónde las toallas limpias–, regresé a la sala, que ya empezaba a llenarse de gente. Me crucé con el jefe. “David, baja al almacén a por una caja de ginebra“. Aquella sería una buena noche, sin duda. Era viernes y debutaba en la ciudad el gran Julio Fountaine.
Regresé con la ginebra poco después, cuando todas las mesas dispuestas frente al escenario estaban ya ocupadas por dos o tres parejas en cada una. Junto a las dos barras se agolpaba un enjambre de hombres y alguna mujer, camareros con sus bandejas cargadas esquivando con maestría a quien se cruzara en su camino, y un par de fotógrafos que habían ido a dar cuenta del acontecimiento. Para verlo tocar, alargué todo lo que pude el encargo de rellenar una botella con restos de otras, colocar las nuevas y meter las vacías en la caja. A la hora en punto, resuelto y elegante, salió Julio al escenario y tras su grandiosa humanidad, tres de los mejores músicos que había en ese momento en el circuito europeo de jazz le acompañarían al piano, bajo y percusión. Arrancó con Amorous, homenaje a su admirado Johnny Carter que fue recibido con entusiasmo y aplaudido con satisfacción incluso antes de que terminase la pieza. Estaba siendo una magnífica velada, de esas que se guardan como un tesoro durante años. La música caracoleaba entre las mesas, subía y bajaba, se deslizaba sobre la espesa nube de humo que flotaba a media altura dando solidez a la luz de los focos, sin interrumpir el tintineo de los vasos y algunas conversaciones a media voz. Hasta que se elevó por encima de nosotros en su Soul for Rent. Comenzó a alejarse de la melodía principal en medio de soliloquios que subían y bajaban, trenzándose entre sus dedos; notas como una cinta de seda que se enlazaban con las volutas, y que justo antes de desvanecerse él las recuperaba, extasiado, solo en el escenario rodeado de una multitud que había dejado de hablar, de jugar con los hielos en el fondo de su vaso, de moverse, para entregar su atención a ese fraseo salvaje que nos envolvía y nos agitaba y sacudía como se sacudía su cuerpo sobre el escenario, soplando su saxo alto en un trance epiléptico, volando alto, muy alto, tanto que ninguno de los músicos que lo acompañaban podían ya seguirlo. “Se han perdido”, pensé. Eso no había estado ensayado, ni siquiera comentado entre ellos antes de salir. Se limitaban a mirarse unos a otros, desconcertados y admirados a la vez por eso que estaba sonando ante sus narices, esa borrachera musical sólo al alcance de los locos y de los genios, que seguía tejiéndose de forma tan hermosa que daban ganas de llorar, de gritar o reír. Cuando ya pensaba que se había perdido irremediablemente en su propio mundo, sonaron, apenas esbozados, unos compases del tema principal, a modo de boya a la que pudieran amarrarse sus acompañantes en medio de esa tormenta. Siguió su monólogo, al que empezó a dotar del ritmo que debían seguir, hasta que enlazó de nuevo la melodía y pudieron unirse a él para finalizar el tema conjuntamente, igual que lo habían comenzado. Tras la última nota, todavía vibrando en la sala, desvaneciéndose sobre nosotros como una cinta de humo, siguieron unos segundos de silencio, eternos; un tiempo que se podía cortar como un cuchillo entrando en un pan, quebrado por unos primeros tímidos aplausos a los que se fueron uniendo otros y otros más a medida que íbamos saliendo del trance al que nos había llevado su música, hasta formar un rugido poblado de gritos y silbidos y bravos y repique de pies que se prolongó por varios minutos. Julio observaba desde el escenario, buscando en los ojos de sus compañeros una explicación, incrédulo, sin comprender el fervor desmedido del público. De entre todos los ahí reunidos, él era el único que no se había dado cuenta, que no tenía conciencia de lo que acababa de crear ahí mismo, hacía apenas un instante. Todos fuimos testigos de una forma de tocar nunca vista y él jamás lo supo.

“Toma Julio, guárdate esto”. David le metió una botella en el bolsillo y añadió: “Vete a casa. Y cuídate. Si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme”. Le dio las gracias y salió a la calle. Hacía frío y una lluvia fina lo envolvió mientras cruzaba la plaza. En cuanto giró la esquina se detuvo, y apoyando la espalda en la pared bebió tres o cuatro tragos de la botella. Dio unos pasos titubeantes, se tambaleó y cayó al suelo para quedarse. Pasó una eternidad tendido en medio de la calle. Cansado, derrotado, borracho, mojado, sin trabajo… La lista era suficiente como para abandonarse ahí. Hasta que sintió que alguien lo zarandeaba –señor, señor, se encuentra bien–. Giró la cabeza y se encontró con esa mirada infantil, alerta. Se incorporó como pudo, permitiendo que el chico tratara de ayudarle, y fue a sentarse en un escalón.
– ¿Cómo te llamas, chico?
–Nadir, señor –respondió éste, encogido en un rincón del portal, asustado y atento para salir corriendo si fuera necesario.
– ¿Cuantos años tienes, diez, doce? –intentó adivinar.
A modo de respuesta, el chico le mostró las manos abiertas ocultando el pulgar de la derecha. Nueve, pensó. Como él cuando conoció a Johnny Carter; qué lejano le parecía ese día en el metro de París. Le preguntó si le gustaba la música. “¡Claro, señor!”, exclamó. Su padre cantaba en una banda y él sabía tocar los timbales. Despeinándolo con un gesto cariñoso le dijo que le parecía muy bien, y mientras se descolgaba del hombro el saxo le explicó que él también era músico.

–Bueno –dijo el chico con un mohín de timidez–. En realidad sólo me sé tres canciones, señor. Espero a que llegue el metro y así, cuando la gente cruza el pasillo, yo estoy tocando. Cuando se vuelve a vaciar, paro y dejo ahí la trompeta.
– ¿Cómo te llamas? –quiso saber el hombre parado frente a él. El único que se había detenido a escuchar mientras tocaba.
–Julio, señor. Julio Fountaine. Pero no he hecho nada malo. Mi madre me mandó aquí a que ganara algo de dinero. A mi papá se lo llevaron los gendarmes porque… -calló, temiendo haber hablado más de la cuenta.
–Tocas muy bien. ¿Cuántos años tienes?
El hombre le contó que él tocaba el saxo alto y que estaba en París para unas actuaciones que se iban a grabar. Era un músico importante, Johnny Carter se llamaba. Un músico americano de New York. No podía ser de otro modo, porque un negro no vestía con esas ropas tan bonitas si no era famoso. Él nunca había tenido ropa nueva y su padre siempre llevaba un mono con cremallera con el escudo del ferrocarril bordado en el pecho. Antes de despedirse, el hombre se descolgó el saxo del hombro y le dijo toma, quédatelo. Les diré a mi mujer y a la gente del estudio que me lo dejé olvidado en el metro. Y que ya le encontrarían otro, que no se preocupara. “Soy famoso”, concluyó. Estrechó la mano que le ofrecía y se quedó mirando cómo desaparecía su cuerpo, primero la cabeza, después el tronco, las piernas y finalmente los zapatos por la escalera que ascendía hasta la calle.

Julio apoyó ambas manos sobre el escalón y se levantó trabajosamente. Miró al chico y señalando el saxo, le dijo que se lo había regalado un gran músico cuando él tenía nueve años. Y que ahora se lo regalaba a él. ¡Es tuyo! Empezó a caminar calle abajo, se detuvo y se giró de nuevo para decirle que buscara en internet algo de Johnny Carter. Porque tenía la mula, ¿no? Pues debía buscar algo y escucharlo, porque el saxo había sido de él, el mejor saxofonista de todos los tiempos. Siguió caminando y al asomarse a la primera bocacalle, un viento saturado de salitre le vino a helar el rostro para recordarle la cercanía del puerto.

– ¿Quién está al mando? –preguntó, identificándose.
–El teniente Heredia, inspector –dijo el policía uniformado señalando hacia un hombre alto y flaco, con impermeable azul, que de pie al borde del muelle observaba los trabajos de la grúa de un remolcador.
–Si va a por café, tráigame uno.
Encendió un cigarrillo y se acercó sin prisas hacia el teniente Heredia, observando, procurando que no le pasara inadvertido ningún detalle. Era una mañana fría y pesada, de cielo bajo y plomizo. Imposible saber la posición del sol. Había recibido el aviso a primera hora, estando todavía en casa. Había venido directamente, sin pasar por la oficina ni tomar un café. Los dos cigarrillos que se había desayunado le habían dejado la boca seca y pastosa.
–Hola, buenos días. Inspector Ramos –se presentó tendiéndole la mano–. ¿Qué tenemos, teniente?
–Unos zapatos del 49, buenos, de confección italiana. Una botella de Torres vacía –informó señalando hacia el furgón donde habían sido depositados– y a Moby Dick en el fondo del puerto.
–Si se ha bebido la botella él solo, lo podremos cocinar flambeado.
Pero el teniente no supo o no quiso captar la ironía y siguió informando con eficiente monotonía. Esta mañana alguien se había acercado al muelle, atraído por la curiosidad de ver unos zapatos en el borde, y en el fondo, a no demasiada profundidad, había visto lo que le pareció un hombre. Los buzos de la policía portuaria lo confirmaron, pero no pudieron sacarlo debido a su enorme volumen. Por eso estaban sacándolo con la grúa.
– ¿Sabemos algo más? –cortó el inspector, desinteresado por los detalles técnicos.
–Tengo a gente haciendo preguntas por el barrio. De momento nada.
–Pobre desgraciado –murmuró agachando la cabeza mientras apagaba con la punta del zapato su tercer cigarrillo del día.
–Señor inspector, su café –anunció el policía uniformado tendiéndole un vasito de plástico.
–Muchas gracias agente, muchas gracias. Apúnteselo al Cuerpo.


(sugerencia de consumo)
Celebrity por el gran Charlie "Bird" Parker

Narrativas (IV). Tiempo narrativo

En literatura se trabaja con dos tipos de tiempo. Por una parte el tiempo cronológico, es decir, el de los calendarios y relojes, y por otra el tiempo psicológico, que es la percepción individual del paso del tiempo. En un relato cabe distinguir dos aspectos: el orden de los hechos y el ritmo del relato.

En el orden de los hechos tenemos el tiempo de la historia, que tiene un carácter cronológico, y el tiempo del relato. Un relato puede comenzar de tres maneras distintas: por el principio, por el final o en un punto intermedio (in media res), que es el más común en literatura en nuestro tiempo. A partir de ahí, el narrador puede hacer uso de flashbacks (retrospección) o forwards (anticipación).
  • Los flashbacks se usan para contar los antecedentes de un personaje, para darlo a conocer y justificar sus acciones. Porque no debe olvidarse que en narrativa todo debe tener una justificación. Las acciones de un personaje deben seguir un patrón lógico para que este sea creíble. El uso de estas técnicas deben tener una función narrativa. No vale usar un flashback porque sí.
  • Los forwards, en cambio, se usan para despertar el interés del lector. Son muy frecuentes en el inicio de una novela. Un clásico (y magistral) ejemplo de forward es el usado por Gabriel García Márquez en el inicio de “Cien años de soledad”.
"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo."

El ritmo del relato, o la relación entre la duración del tiempo de la historia y la del relato. Estas técnicas se usan para reducir o alargar el tiempo del relato respecto del tiempo cronológico.
  • En un extremo está la elipsis, que es la ausencia de relato de un tiempo cronológico, se omite, permitiendo al lector rellenar ese espacio no narrado a partir de lo narrado antes y después.
  • A continuación está el resumen, que el propio nombre ya lo describe.
  • Justo en medio tenemos la escena, en la que el tiempo cronológico es el mismo que el tiempo del relato, ya que se muestra lo que está sucediendo en ese momento.
  • Y finalmente está la pausa, que puede ser descriptiva o reflexiva. En ella el tiempo del relato es mayor que el tiempo cronológico.

sábado, 19 de abril de 2008

Ese mayo

Ya falta poco para que se cumplan cuarenta años del mes más sobrevalorado del S.XX. A ver cómo nos lo venden esta vez.


(sugerencia de consumo)
Street Fighting Man de los Rolling Stones

viernes, 18 de abril de 2008

En procesión

Cualquiera que hubiera visto la vehemencia con que se santiguó el guardia jurado, bien podría pensar que estaba siendo testigo de una aparición fantasmagórica. Lo cierto es que no fue para menos. Cuando los vio bajar por las escaleras hasta el vestíbulo de la estación de Guinardó, en solemne procesión, el pobre hombre pensó que sus ojos se la estaban jugando. “No te creas todo lo que ves”, le decía a menudo su madre. ¡Y vaya si no lo quiso creer! Pero a medida que iban pasando ante él, todos rigurosamente enlutados, a la cabeza los hombres, con el rostro adusto, el gesto circunspecto; detrás las mujeres, el dolor impreso en los rasgos del rostro, algunas con los ojos enrojecidos, las más con la cabeza gacha y las manos cogidas a la altura del pecho en gesto implorante y desvalido, arrastrando los pies como si arrastraran el peso de siglos de desgracias, no tuvo más remedio que creer. Cerraba la comitiva un anciano encorvado sobre su bastón y un grupo de plañideras que, pañuelo en mano, gesticulaban con grandes aspavientos su dolor. Y en medio de todos ellos, llevado a hombros entre seis jóvenes de ojos tristes y porte orgulloso, sensiblemente inclinado hacia un lado y por delante debido a sus diferentes alturas, la caja: un ataúd de madera de un color que le recordó a las puertas –“de embero, que da categoría”, le dijo el carpintero– que acababa de colocar en casa. Fue entonces, justo cuando pasó esa caja frente a él, que tuvo, pese a no ser hombre de misa, la imperiosa necesidad de santiguarse.

Formaron un grupo heterogéneo ante las canceladoras. El ataúd, arreglado con varias coronas de flores, descansaba apoyado en el suelo en posición vertical, como si fuera uno más del grupo, que iba pasando al otro lado a medida que cada uno de ellos validaba su T10. Les tocaba el turno a los jóvenes que sostenían en pie el féretro cuando el guardia jurado, convencido de que su posición le obligaba observar alguna norma, se acercó a ellos. “Buenos días –se sonrojó, consciente de que no había sido un saludo adecuado–. Perdón. Acepten mi más sentido pésame”. “No somos nadie”, respondió el que parecía ser el mayor. “Verá –continuó el guardia–, es que me temo que no están permitidos los bultos, con perdón, tan grandes en el metro”. Se miraron entre ellos y comenzaron a debatir el contratiempo. “A fin de cuentas –sugirió uno–, no deja de ser una persona que entra en el metro. Pagamos su billete y asunto resuelto. ¿Le parece?”. “Y eso teniendo en cuenta que era jubilado y no haría falta”, apuntó otro. El guardia dudó. Iba a replicar pero sólo salió de él un balbuceo que terminó en suspiro prolongado. “¡Es que es todo tan extraño! –se exclamó–. Es la primera vez que me encuentro con esto”. “También es la primera vez que se muere mi padre”, observó el mayor, cargado de razón, mientras los demás asentían en silencio. “El entierro es a las once. No llegaremos”, se apresuró a recordar una de las mujeres. “No se imagina usted –le explicó uno de los hombres desde el otro lado– lo que piden hoy en día por un coche fúnebre”. “En fin –concluyó el guardia, carente de más argumentos–, supongo que no estará prohibido explícitamente”.

Aclarados los entresijos legales, siguieron pasando en silencio. Pasar el ataúd no fue fácil, pues la cruz con el cristo tallada en la tapa se atascaba en las puertas, así que tuvieron que levantarlo a pulso por encima, entre órdenes a menudo contradictorias de los hombres y gritos y suspiros angustiados de las mujeres. En el proceso se desprendieron no pocas flores de las coronas. Una de las mujeres, en cuclillas, se apresuraba a recogerlas mientras justo detrás, el anciano y el guardia jurado observaban con avidez buena parte de las dos blancas medias lunas que se descubrían a ambos lados del tanga negro con puntillas que sobresalía por encima de la cintura del pantalón. “Eros y Tanatos”, murmuró el anciano. “No somos nadie”, replicó el guardia, por decir algo, pues no había entendido al viejo. Éste se lo quedó mirando, sonrió y dijo: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Le guiñó el ojo y fue a marcar su T10 para reunirse con el resto del grupo.

martes, 15 de abril de 2008

En los túneles

Cualquier persona que coja el metro con cierta frecuencia lo habrá visto. Está claro que si uno anda despistado, o atento al plano de la línea para no saltarse la parada, leyendo un libro que le pide toda su atención o distraído sopesando mentalmente las firmes nalgas de una ocasional compañera de trayecto va a perderse el prodigio. Pero eso no quita que ocurra casi a diario. Basta colocarse cerca de la ventana y observar con atención cuando el tren entra en el túnel. Puede que ese día no tengamos suerte y pasemos todo el túnel si verlo, pero eso no es motivo suficiente para el desánimo ni para poner en duda algo de lo que muchos han sido testigos. Es más, puede que al entrar en el siguiente, al tenue reflejo de la luz del interior del vagón, ágil y flexible, corriendo a toda velocidad parejo al tren, veamos aparecer al cable que, pegado a la pared, acompaña serpeando a los trenes en un juego que sólo él comprende, pero que probablemente tenga mucho que ver con los delfines que nadan a toda velocidad a la cabeza de un barco, saltando entre las olas que se forman en la proa, o a las gaviotas que siguen a los pesqueros hasta el puerto. Y tal como ha aparecido, poco antes de llegar a la siguiente estación, desaparecerá de nuestra vista para regresar de nuevo a su hábitat, en lo oscuro del túnel. Pues es bien sabido que estos cables que siguen a los trenes en los túneles del metro detestan la luz y las multitudes.

viernes, 11 de abril de 2008

De concursos (II)

Ya quedan pocos días para que finalice el plazo de admisión para el concurso de relatos cortos de TMB. Yo ya he mandado el mío. ¿Y vosotros? Me sé de algunos que deberían hacerlo. Y todavía hay tiempo hasta el próximo miércoles dieciséis.

miércoles, 9 de abril de 2008

Tiempo muerto

Estoy en un compás de espera entre un antes y un después. Una especie de zona de nada, de tiempo añadido para cerrar una etapa y que quería aprovechar para hacer algunas cosas que seguramente no haré; me conozco demasiado bien. Que una cosa son los buenos propósitos y otra muy distinta… en fin. La semana pasada dejé mi trabajo y hasta la próxima no empezaré el nuevo. He aprovechado para ir a empadronarme, que ya tocaba tras casi cuatro años viviendo aquí. En la oficina del ayuntamiento me preguntaron si ellas dos (mi ex mujer y su hija, que no mía) se quedaban en la otra dirección o también venían conmigo. “Se quedaron –le dije a la funcionaria–. De hecho una se quedó hace cuatro años, cuando yo me fui. La otra vino después”. La funcionaria me miró, después miró la pantalla y me dijo: “Pues según nosotros no; todavía sigues ahí con ellas”. “Como para fiarse de los datos oficiales ¿no?”, le respondí con sorna. En la mesa contigua una chica llevaba un contrato privado de compraventa de un vehículo, con fecha de febrero, y una multa del nuevo propietario que le había llegado a ella con fecha de marzo. Señalé distraídamente con el pulgar el caso a la funcionaria, como para afianzar mi respuesta.

El resto es un deambular confuso. No hago esto porque antes querría hacer lo otro, que requiere un antes para lo de más allá. Y así estamos. Me levanto temprano, pues ella sí que trabaja, le preparo su colacao o su café (descafeinado) y cuando se va me siento a hojear (y ojear) los periódicos. Después leo, o salgo a dar un paseo, con mi libreta, eso sí, no vaya a ser que me llegue la inspiración y no tenga donde dejar constancia. En fin, creo que podría acostumbrarme a esto.

Sorpresas

Entre cumbres nevadas y lagos helados el perfume de los pinos es tenue y delicado, muy asustadizo. Vas caminando y al girar un recodo del sendero una ligera brisa te lo acerca por sorpresa, o una calma precaria te lo guarda, y te llena los pulmones con ese olor fresco y dulce, y tal como apareció se desvanece, fugaz y etéreo. No es como los pinos de la costa, con su perfume almibarado y penetrante, de una densidad que impregna todo el aire, sobretodo en verano, cuando el calor ablanda la resina y esta empieza a formar regueros de una consistencia de miel que descienden por el tronco o a caer en goterones.

Esto lo pensé en el camino de regreso de la excursión del sábado, caminando con raquetas de nieve entre cumbres nevadas y lagos helados, justo después de girar un recodo del sendero donde una ligera brisa me lo acercó por sorpresa. Con los pulmones abiertos por el ejercicio al aire libre, la delicadeza del momento fue especialmente agradable. En la montaña todo sabe mejor, incluso el cigarrillo fumado en la calma del descanso, en ese espacio de contemplación del paisaje sin prisas que enlaza la ida con el regreso.

Els Encantats


estany de Ratera


Esta excursión tuvo, sin embargo, un componente atípico. Cuando uno va a la montaña espera encontrar bosques, picos nevados y lagos; quizás algún animal escurridizo como la ardilla o el rebeco. Si me apuras, hasta un oso. Pero lo que nunca, bajo ninguna circunstancia esperaba encontrar era un equipo de televisión que me hiciera una entrevista, como así sucedió. La prueba aquí (en catalán), a partir del minuto 21:10 (se puede avanzar hasta ese punto sin necesidad de esperar).

Soy mediático. En el jardín botánico.

martes, 8 de abril de 2008

En vías de extinción

Esta tarde he salido a pasear un rato por el barrio. Llevaba todo el día en casa y empezaba a tener la sensación de estar contando pasos como un preso en su celda. Como no tenía adonde ir ni qué hacer, me he limitado a callejear y observar los comercios por los que iba pasando. He vuelto con un buen botín de negocios en vías de extinción, a saber: Un par de zapateros, a escasos cincuenta metros el uno del otro, con su delantal de cuero negro, tan negro como sus manos; una mercería, de esas con cajitas tapizando las paredes, puntillas y botones en el escaparate y una viejecita tras un mostrador de madera con un cristal a modo de tablero, bajo el cual exhibe su género variopinto; dos carpinterías, una de las cuales tenía la puerta abierta y he podido ver un suelo lleno de serrín, virutas y retales de madera y grandes tablones de distintos tipos y medidas apoyados contra una pared; una bodega de las de antes, con la procedencia del vino (Gandesa, Jumilla, Cariñena, etc.) y el precio escrito con tiza en enormes toneles de madera, montados sobre una estructura también de madera; y por último una cordelería, que es la que más me ha llamado la atención, ya no por el aspecto, muy modesto, sino por el hecho en sí. ¿Se puede vivir de vender cordeles? Pues parece ser que sí.

Aparte de estos, dentro de la categoría de locales curiosos, incluyo dos iglesias evangelistas y otra de los testigos de Jehová, muy concurrida esta última; un club para jugar al scalextric, brillante idea si se tiene en cuenta el tamaño de los pisos de hoy en día, y una librería en la que sólo venden libros sobre hadas, duendes y princesas, de autoayuda o de Coelho (valga la redundancia) y algún que otro best seller, que el negocio es el negocio.

A modo de anécdota, apuntar que justo debajo de mi casa han abierto un estanco. Es curioso, o por lo menos a mí me lo ha parecido. Siempre he pensado que los estancos habían estado ahí toda la vida. Que, como la energía, no se crean ni se destruyen. Para mí es una buena noticia, pues ya no tendré que sufrir la desgana con la que atienden su estanco (el otro estanco, el de toda la vida) la dependienta y su señora madre, ambas sin sangre en las venas.


(sugerencia de consumo)
J'attendrai, de Django Reinhardt y Stéphane Grappelli

miércoles, 2 de abril de 2008

De concursos

El año pasado se convocó el "Concurso de relatos cortos de TMB" y me enteré de casualidad, pues en mi modesta opinión no se hizo mucha promoción. Y conste que soy usuario del metro a diario. Es más, teniendo en cuenta la cantidad de gente que usa a diario los trasportes públicos en Barcelona, que se presentaran menos de mil relatos creo que me da la razón. Aunque tampoco me voy a quejar, para qué engañarnos, pues eso jugó a mi favor y pude ganarlo.

Este año creo que la publicidad está yendo por los mismos derroteros, pues todavía no he escuchado ninguna promoción en el metro ni tampoco lo he visto anunciado (que no significa que no lo esté, pero yo sólo me fijo en los anuncios en los que aparecen chicas ligeras de ropa). Pero sí, vuelve a convocarse el concurso. Así que ya sabéis: afilad el ingenio y buena suerte.

Efemérides

Quería conceder un premio al visitante número cien mil del blog, por aquello de las efemérides y el orgullo de padre. La idea era que el afortunado incauto que cayera por aquí coincidiendo con esa cifra de visitas, debía hacer una impresión de pantalla en la que se viera la cifra que le haría acreedor del premio. Pero no sólo me olvidé de avisar –soy un saco de olvidos– sino que, además, para sabotear todavía más la iniciativa, resulta que el visitante número cien mil he sido yo mismo. Ajo y agua.

Pues nada, queda dicho. Habrá que esperar a otra cifra redonda, por ejemplo al primer millón de visitas, que a este ritmo será aproximadamente dentro de veinticinco años. Estad atentos. Gracias.

martes, 1 de abril de 2008

Horarios

Lo he escuchado por la radio, pero todavía tenía las legañas pegadas y no daba crédito a mis oídos, así que he ido a consultarlo en su web porque, sinceramente, me ha parecido el colmo de la desfachatez. Y efectivamente, mis oídos no me habían engañado; se anuncian tal que así:

"Clickair, la primera aerolínea con puntualidad británica".

¡Y tan británica! –añado yo– ¡Como que funcionan con el horario del Big Ben!

Prejuicios

Sí, ya sé que estamos cargados de prejuicios y nos construimos nuestras realidades –si es que existen– amuebladas con tópicos. Los de aquí hacia los de allí y viceversa, que en todas partes cuecen habas. Supongo que es por eso que cuando esta realidad, la del día a día, te desmonta un tópico, por lo menos a mí me resulta, cuanto menos, chocante.

Precisamente eso es lo que me ha pasado esta noche, cuando al entrar para comprar tabaco en el Döner Kebab que hay justo al lado de mi casa, me he encontrado a los dos chicos que lo llevan sacudiendo sus cabezas, como si quisieran separarlas del tronco, al ritmo de Iron Maiden a todo volumen.


(sugerencia de consumo)
sonaba Run to the Hills de Iron Maiden