martes, 31 de agosto de 2010

Por la calle Tallers

Esta tarde me he acercado al centro a comprar discos. Por cierto, ¿os habéis fijado en la cantidad de mujeres hermosas que habitan por el centro de Barcelona cada tarde? Yo sí, os lo aseguro. Me he cruzado con un par de rusas -que por cierto me han preguntado cómo llegar a la catedral del mar, lamadrequelasparió a ellas y al que escribió tamaño engendro- por las que uno sería capaz de pasar el resto de su vida comiendo patatas con arenques y vodka, siempre y cuando no haya catado las tapas del hogar del pensionista, claro está. A lo que iba, que esta tarde he ido la calle Tallers a comprar vinilos, esa cosa que hasta hace unos años parecía tan desfasada como una americana con hombreras pero que hoy parece que vuelve ser habitual, basta ver lo mucho que hay en las tiendas. He quedado con ella, que venía de depilarse en su pueblo de la periferia -hay que ver ¿eh?, lo mucho que se cuidan y pensar que yo no me afeito desde hace tres semanas- y el tren la dejaba en plaza Catalunya.

Me he gastado una cantidad de pasta indecente, ¡con el hambre que hay en el mundo! Esta vez no ha sido jazz sino básicamente rock, incluyendo alguno que ya tengo en cedé pero que en vinilo son mucho más bonitos y otros que tenía primero grabados en cintas y ahora en emepetrés. Han caído AC/CD, Led Zeppelin, White Stripes, Blind Faith, Pink Floyd y El último de la fila, por aquello de completar con algo de la parcela nacional. Por cierto que el de Blind Faith lleva un cupón con un código de descarga del emepetrés, lo cual se agradece y pienso que debería generalizarse. Ella se ha llevado uno de Arcade Fire que, las cosas como son, no tengo el gusto. De la sección de saldos hemos rescatado un vinilo de Un pingüino en mi ascensor que me sé de uno apreciará como si hubiéramos encontrado la piedra Rosetta bajo toneladas de arena del desierto. De hecho habíamos encontrado dos, pero el vinilo de uno de ellos estaba partido por la mitad. Justicia poética llamo yo a eso.

A la hora de pagar, que es la peor parte del asunto, le he dado el montón a la chica de caja, que ha hecho las correspondientes sumas y me ha dicho la dolorosa. En circunstancias normales me habría limitado a pagar sin decir ni mu -extrovertido que es uno-, pero esta vez, en un arrebato de no sé qué, quizás de alegría porque me llevaba a casa un buen paquete de buena música, como buen catalán que soy le he espetado: “¿Y no hacéis descuentos para insensatos como yo?”. Se ha reído. “Mira -me ha dicho- sólo por eso ya te lo mereces. Me has hecho reír y ver tu sonrisa a estas horas bien merece el descuento”. Y unos eurillos que me he ahorrado gracias a la simpática chica de la tienda. ¡Así da gusto, oiga!

A todo esto hay que sumar lo que me va a costar el nuevo mueble que voy a tener que hacer para meter todo esto. El que tengo ahora empieza a ser insuficiente. Y el piso también, pero eso es otra historia...

Entre las adquisiciones -y que está sonando ahora en el tocadiscos- estaba, en la versión de estudio, esto:


(sugerencia de consumo)
Do, de los geniales White Stripes

sábado, 28 de agosto de 2010

Toro

Fuimos a las dehesas de El Camarate para ver los toros. Ahí aproveché para echar unas fotos con mi trabuco nuevo.


Toro

miércoles, 25 de agosto de 2010

Lo que ven mis ojos

El anciano, seco y encorvado como un sarmiento, se acerca despacio a la barra del bar arrastrando sus pies cansados calzados con unas deportivas del color de mil lavados y mil kilómetros andados por los bancales arcillosos de los olivares. Pide un vino, cosechero, frío, servido de una botella de algún refresco de dos litros que sacan de la nevera. Es un vino de un rojo rubí translúcido, casi rosado pese a mantener la tonalidad del tinto. La camarera, un chica joven de quien los viejos del bar, pese a que está trabajando apenas desde que empezó el verano, ya han memorizado todas sus generosas curvas y redondeces mientras se humedecen los labios ajados con la punta de sus lenguas, le pregunta al anciano si lo quiere con tapa. Le deja elegir entre las varias que tiene –choto al ajillo, pies de cerdo con garbanzos, almejas a la plancha, anchoas marinadas- porque sabe que sólo tomará una con el primer vino. Con el vaso en la mano, después de darle un sorbo para no derramar con sus inevitables temblores, porque ese vasito es algo demasiado pequeño y frágil en sus manos rudas de campesino viejo, arrastra los pies hacia la mesa solitaria junto a la columna y se sienta, solo, no habla con nadie y nadie le habla a él. Tiene mala fama, fama de mala persona y con eso basta en el pueblo. Tanto da si es cierto como si no. Vacía el vaso y de entre los pliegues de sus pantalones, unos pantalones que años atrás fueron de su talla y que ahora se anuda bajo el pecho sin poder evitar las bolsas y ausencias en todas sus articulaciones, saca un pequeño monedero del que extrae un billete de cinco euros doblado sobre si mismo en varios pliegues, hurga en el fondo con sus dedos torpes, cuenta las monedas y se levanta a por otro vino. La gente que se arremolina junto a la barra le hace un hueco y sigue con sus charlas, ajenos a él, dándole la espalda.

Hay mucha gente joven entre los parroquianos pese a ser el hogar del pensionista. Algunos han venido de la capital para pasar unos días de vacaciones en el pueblo con sus familias. Otros, venidos también de alguna capital, están en paro y han regresado al pueblo para poder vivir con su exigua paga y, de paso, sacarse algún dinerillo echando horas limpiando olivos o recogiendo leña para el invierno. Todos, sin excepción, están aquí y no en otro bar porque saben que en este es donde sirven las mejores tapas, al margen de que sea el más barato, que dadas las circunstancias tampoco es baladí. Pero eso no es una cuestión que suela abordarse francamente. Aquí no se habla nunca de dinero, ni del que se tiene, ni del que se gasta, ni del que se debe. En el pueblo existe una especie de acuerdo tácito para evitar ese tema, como si fuera un sucio y vergonzoso tabú. Y quien lo rompe es objeto de críticas, burlas o chanzas, como esa mujer que asegura haber alquilado un terreno para montar la plaza de toros durante las fiestas por tres mil eurazos. “Si no me pagan quemaré la iglesia” asegura, pese a que todos saben que es una beata que moriría de abulia sin sus tardes de cotilleo. Aquí de lo que se habla es de tantos o cuantos olivos, o de tantos o cuantos kilos de aceituna. Si uno recoge quinientos o mil, le dará para pagar el prensado y tener aceite para todo el año, que no es poca cosa. Pero con quince o veinte mil kilos al año, es que puede permitirse vivir bien.

Un grupo de hombres vestidos con ropas de trabajo hablan de sus cosas. El que tiene la voz cantante y al que todos escuchan parece ser uno de esos con muchos kilos de aceituna al año. Los vasos que sostienen parecen minúsculos en sus manos grandes y nudosas. Sus rostros oscuros y curtidos a la intemperie como una bota vieja hablan de ellos más que sus propias palabras. Discuten sobre la necesidad de renovar la maquinaria, hasta que uno de ellos menciona el eterno problema: no encuentran gente que quiera trabajar en el campo. Los hijos emigraron y ya no están por la labor. Si acaso, alguno les ayuda en la aceituna aprovechando los pocos días que regresa al pueblo durante las Navidades, pero poco más. Cuando ellos ya no puedan dedicar sus fuerzas al campo, todo se perderá. Ya hay, de hecho, muchas, demasiadas parcelas abandonadas que son pasto de las malas hierbas. Así las cosas, ¿quién es el loco que renueva la maquinaria? Se produce un silencio incómodo en el que todos piensan lo mismo tantas veces pensado pero no se atreven a expresar; sopesan el éxito o fracaso de su sacrificio que ha permitido a sus hijos labrarse un futuro lejos de aquí, pero que precisamente por eso ha condenado la continuidad del campo en la comarca y del mismo pueblo. Forzando un cambio de conversación, uno de ellos comenta sin entusiasmo que este año arrancará los almendros para plantar olivos, ya que no le son rentables. Los demás asienten en silencio, como si ya hubieran hablado de ello en otras ocasiones.

Regreso a la conversación que se desarrolla junto a mí, alrededor de la mesa donde estoy sentado. No me he movido de mi silla desde hace un buen rato, pero sólo había dejado ahí mi cuerpo; el resto andaba arremolinado entre los parroquianos del bar como el humo de los cigarrillos. He caído de nuevo aquí en medio al notar que se dirigían directamente a mí para preguntarme algo, de igual manera que lo habría hecho si alguien hubiera reventado con un alfiler el globo que me mantenía a flote sobre ellos. Hablaban de juntarse hermanos, primos y tíos en casa del tito Gregorio para comer unos conejos al ajillo y querían saber si contaban conmigo. Discutían a quién comprar los conejos, porque de matarlos, desollarlos, destriparlos y cocinarlos se daba por supuesto que nos encargábamos nosotros. Y como también por supuesto yo no iba a desnucar, despellejar ni destripar a ningún conejo, me he comprometido a encargar buen vino –sin desmerecer el cosechero del tito Gregorio, Dios me libre- para la ocasión.

Para un urbanita hasta las trancas como un servidor, basta con una inmersión de unos días en lo más profundo de la vida rural para resquebrajarme esquemas y prejuicios hasta obligarme a redefinir conceptos que antes tenía perfectamente calibrados, tales como brutalidad, barbarie o primitivo. Todo queda diluido en un confuso pragmatismo tradicional difícil de juzgar con los mismos parámetros que se manejan entre amplias avenidas eslabonadas de semáforos y muslos de pollo plastificado en la sección frigorífica del hipermercado. Aquí nadie se plantea juicios de valores ni morales cuando hay que desnucar un conejo; ni se le ocurre sentir pena o empatía por él. Simplemente lo saca de la jaula, lo agarra por las patas traseras y le asesta un golpe en la nuca con la mano libre. De igual forma que desplumará una gallina y le cortará la cabeza de un hachazo certero sobre el mármol de la cocina, o hundirá un largo cuchillo en la yugular palpitante de un marrano que se desgañita chillando mientras se desangra hasta llenar el cubo que alguien habrá colocado bajo el cálido chorro que mana del profundo tajo. Y todo esto no solo es necesario, sino que es festivo y colectivo. No es de extrañar, pues, que las plazas de toros se llenen durante las fiestas patronales: lo que allí se ofrece, asumido por todos el componente sangriento, es solamente espectáculo. Y pese a todo, todavía existe la percepción de la crueldad, que se halla en ese límite que obliga al matador a no fallar con el estoque, igual que ellos no fallan en el golpe en la nuca. Ante eso, ante el innecesario sufrimiento del astado, la plaza entera responderá con silbidos y pataleos de desaprobación e incluso –no será la primera ni la última vez que ocurra- si la incompetencia con la espada y el descabello es manifiesta, intercederá la benemérita para rematar al toro de un disparo. Y también pese a todo, pese a esta aparente simplicidad de la vida y la muerte, todavía queda espacio para que un urbanita como yo observe las contradicciones rurales cuando alguien me dice que ya no va a los toros porque no le gusta que maten a los animales, justo dos días después de haber celebrado la apertura de la veda de caza poniendo a punto su escopeta.

mansos y bravos

Al final, el guiso de conejo al ajillo con patatas resultó delicioso. El vino, por gracia de Don Fernando, llegó con tiempo más que suficiente y fue generosamente alabado y festejado, tanto o más que el blanco amontillado del tito Gregorio, que observaba la escena desde su rincón de la cocina, atento, pero sin distraerse de su gran sartén de sustentos que comía despacio y sin pausa con una cuchara.

lunes, 23 de agosto de 2010

El peso de las dos mitades

Ando barruntando de qué manera podría yo permitirme el lujo de partir el año en dos mitades, la una para consumirla en Barcelona, la otra para vivirla en el pueblo. Y en estas me pregunto qué tendrá Barcelona para ganarse el mismo peso en esta disyuntiva que el aire seco y puro que corre entre los pinos, el agua que salta por los barrancos de Sierra Nevada hasta llegar al grifo, el gazpacho y la ensalada con tomates y pepinos recién cogidos del huerto, el aceite de los olivos que tapizan el horizonte arcilloso por el camino de las viñas, más allá de la ermita de San Gregorio, con que riego el pan del día anterior, tostado para el desayuno; los conejos que vamos a escoger de la jaula y desnucamos y desollamos media hora antes de encender la lumbre en el suelo, en la que los cocinaremos al ajillo con patatas que hemos cogido del montón que aguarda a la entrada del corral; el vino cosechero, efímero, fresco y afrutado, de un rojo rubí translúcido que acabamos de sacar de las barricas que el tito Gregorio guarda en el sótano de su casa. Me pregunto qué tendrá Barcelona para empatar contra la sombra fresca de las parras en lo peor de la canícula, con la copa de vino blanco en una mano y en la otra un libro; los paseos entre verdes maizales, viñas ancestrales y almendros cargados de dulces antojos en la tregua del atardecer, las noches de grillos frescas y estrelladas hasta el asombro, el perfil altivo de cimas todavía nevadas de la sierra, la sencillez primordial de los días y las gentes. Me lo pregunto y no encuentro la respuesta, salvo que esta sea la obligación y costumbre. Y mientras escribo esto, pienso que ya es la hora de acercarse al Mariano, o mejor al Hogar del Pensionista, y regalarse una cerveza bien fría con una tapita de choto al ajillo o de pies de cerdo, lo que tenga a bien servir la buena señora.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Mi nuevo juguete

Mi nuevo juguete

Hacía tiempo que le tenía ganas a este, sobre todo desde que me dí el capricho de comprarme la Nikon FM2. Pensaba -y sigo pensando- que es el complemento ideal para completar el círculo del snobismo fotográfico: es de la misma época (año 1978 si no me equivoco), totalmente manual, grande, pesado y poco manejable. Pero es bonito. Y además sigue siendo un zoom extraordinario por su versatilidad con un recorrido desde 50 hasta 300mm y su luminosidad (1:4,5 lineal de principio a fin). Poco más puedes necesitar: con este me puedo apostar junto a una playa y fotografiar desde un plano general de esas chicas tomando el sol en la toalla hasta un primer plano de un pezón apuntando al sol del verano.