viernes, 31 de diciembre de 2010

Buenos deseos para el año nuevo


En concreto doce buenos deseos para el año que viene, uno para cada mes. Sí, ya sé que en la foto sólo hay once, pero es que me he adelantado y ya he cogido el de enero.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Cigarra y hormiga

¿Cómo se mide una vida, con qué parámetros? ¿Hay que medirla en longitud o en intensidad, amplitud? ¿Larga o ancha? ¿Hormiga o cigarra? Yo la estoy viviendo como cigarra, pese a todo el cuento que me inculcaron en mi tierna infancia. Supongo que al final me pesará no haberla vivido como hormiga, pero ya será tarde. De igual forma que la hormiga, en su larga y acomodada vejez, lamentará no haber sido más cigarra. Pero ya será tarde.


(sugerencia de consumo)
Calamaro canta "Los ejes de mi carreta"

domingo, 26 de diciembre de 2010

Tradición

Una tradición es un rito costumbrista que no concibe objeción, de ejecución periódica, que se esfuma y desaparece sepultado en el olvido con igual indiferencia que estima despertó en la época de su cumplimiento.


Xavier Miserachs (1962)
Fotografía de Xavier Miserachs (1962)

lunes, 13 de diciembre de 2010

A las cinco de la tarde (llanto por Enrique Morente)

Una repentina ráfaga de viento ha agitado las pocas hojas que todavía engalanan las ramas casi desnudas de los árboles; algunas han caído trazando lentas espirales livianas como volutas de humo; las otras aguardan el último embate del otoño, temblorosas y estremecidas como si fueran conscientes de esta efímera tregua a su sino. La calle está casi vacía, muchos comercios cerrados. Se escucha el llanto de un niño que llora en algún lugar. Bajo a la calle con un manojo de tristezas anudado en el pecho. Morente ha muerto. A las cinco de la tarde. La llama más intensa del cante flamenco se ha apagado para siempre y de nada me sirve el triste consuelo de saber que su música se ha quedado entre nosotros. El aire frío en la cara no consigue reconfortarme. De repente este otoño se me ha vuelto más triste; la melancolía ha sido barrida por la tragedia.

Quizás fuera por su arte, por el lamento de su voz prodigiosa, por su humildad o su pasión por los poetas desde Lorca a Leonard Cohen, no lo sé, pero de alguna forma he llegado a sentir a Enrique Morente como alguien muy cercano, casi de la familia. Recuerdo mi alegría cuando hace un par de semanas leí que preparaba un nuevo disco, un nuevo homenaje a Picasso. He revivido otra vez su concierto en Barcelona con motivo del aniversario de Omega, el cosquilleo en la nuca y la piel de gallina. Pero estos últimos días la alegría se ha ido mudando en inquietud primero, después en angustia, hasta hoy. A las cinco de la tarde, como en el llanto de Lorca por Ignacio Sánchez Mejías, ha muerto Enrique Morente. ¿Quién cantará ahora a los poetas? ¿Con quién conquistaremos Manhattan? Las campanas del Albaicín tañen su último pequeño vals vienés. Su familia no llora sola. Con él se me ha ido un pedazo muy grande.


(sugerencia de consumo)
Tendrá que haber un camino de Los Planetas con Enrique Morente

jueves, 9 de diciembre de 2010

Sobre lo privado

En condiciones normales, si uno se pone a reflexionar sobre el espacio privado, sobre la importancia y el significado de ese perímetro físico y mental que delimita lo que llamamos hogar, esa reflexión le llevará ineluctablemente -incluso sin saberlo- a los textos de Hannah Arendt, de Heidegger y de otros tantos que ignoro -hasta llegar a Grecia- que le hablarán largo y tendido de su lógica y necesaria configuración ante el espacio público, de la particularidad del umbral como un no lugar, por no ser ni público ni privado sino todo lo contrario, de la propia etimología de las palabras que definen esos espacios como origen de su función y necesidad y demás requiebros filosóficos.

Eso en condiciones normales. Pero si uno tiene la casa en obras... ¡Cómo cambia la perspectiva! Porque de repente se toma plena conciencia de que ese espacio es algo más que la mera privacidad: ahí habita lo íntimo, el perímetro no se limita a encerrar y ocultar nuestra mundana trivialidad de miradas extrañas sino que es un espacio acogedor, confortable y apacible. Un espacio donde descansar y estar tranquilo ante cualquier amenaza exterior, aunque sólo sea una artificiosa sensación de seguridad; un pequeño rincón donde todo se rige según un orden deliberado, donde cada cosa tiene su sitio y cada sitio mantiene un equilibrio con el entorno. Todo este espacio privado nos permite una predecible rutina sobre nuestro futuro inmediato, sin contratiempos ni sobresaltos: dónde me siento a leer, qué cenaré, dónde dormiré, dónde y cuando voy a darme una ducha o la libertad de pasearme desnudo desde esa ducha hasta el tendedero a coger una toalla. En resumidas cuentas, ese espacio, más que un lugar, es el individuo y es su propio estado de ánimo. Es el individuo mismo no por lo que delimita sino por cómo se habita.

Pero toda esa cúpula que nos aísla de lo público se resquebraja y desmorona cuando uno tiene la casa en obras. De repente el espacio deja de ser íntimo y privado porque personas extrañas empiezan a recorrerlo y a establecerse durante prolongados periodos de tiempo. De repente deja de ser apacible y acogedor cuando se llena de ruidos, polvo, sacos de mortero, montones de runa y cajas de herramientas. De repente deja de ser confortable cuando esos espacios van siendo destruidos y los objetos cotidianos cambian de sitio o se extravían y se amontonan formando efímeros y grotescos bodegones. De repente ese espacio privado deja de ser habitable, que es su razón última y única y uno debe largarse para convertirse en un pasajero en tránsito, en un viajante de paso alojado en cualquier hotel. Ya no es un individuo celoso de su intimidad: es un habitante del umbral. Y eso, créanme, es agobiante y sobre todo agotador.

jueves, 2 de diciembre de 2010

El maravilloso mundo de las tiendas de materiales de construcción

Si no sabes comer, te vas a un macdónals. Si no tienes ni idea de música o de literatura, vas al corteinglés. Si no te importa qué vino bebes, lo compras en el mercadona. Y si en tu vida has comprado un azulejo, te vas al leroymerlín. Así que eso fue lo que hicimos.

La primera vez que escuché este nombre, leroy merlín, se me apareció el negro de Fama bailando con sus calentadores rosas y un sombrero de cucurucho con estrellitas. A día de hoy todavía tengo esa desagradable visión. Es un sitio que siempre me ha resultado imposible tomarme en serio por culpa de su nombre y de mi infancia ochentera. Pero pese a todo fuimos.

Es un lugar fascinante. Nada más entrar pensé que en más de una ocasión habrán tenido que evacuar de allí con respiración asistida a algún manitas aficionado a las chapuzas con espasmos orgásmicos. Esos pasillos repletos de machihembrados, los expositores de llaves de paso para agua y gas, esas griferías de todo tipo, toda esa variedad de cementos, yesos y colas, perfiles metálicos, de madera o pvc. En fin, algo parecido a lo que me sucedió a mí años atrás cuando puse
mis pies por primera vez en el difunto Virgin Megastore, o lo que me ocurre hoy en día cuando voy a la Vinatería o al Vila Viniteca.

Bien. Tras perdernos varias veces y sufrir algunas colas conseguimos comprar lo que queríamos: unos azulejos, un plato de ducha, una mampara y una grifería para la ducha. Y ahí empezaron los problemas. Por lo visto, en este chapuzas megastore, en cuanto les pides que te lo lleven a casa dividen los materiales entre ligeros y pesados según su criterio. A saber: un plato de ducha de cuarenta kilos que apenas puedo mover es ligero, mientras que una caja de azulejos (una caja que he podido cargar por las escaleras las cuatro plantas hasta mi casa) es pesada. Y eso significa que mi compra debían traérmela en dos transportes distintos, obligándome a pagar dos portes. Como no tenía demasiadas ganas de discutir y muchas de largarme (llevábamos ahí casi tres horas) acepté pulpo como animal de compañía, pagué sin rechistar y le pedí a la cajera que me hiciera la factura a un nombre distinto del que figuraba en el pedido. Y ahí la chica se bloqueó, puso los ojos en blanco, empezó a tener espasmos y a soltar espuma por la boca y no volvió a su condición normal, es decir, a su condición de chica con limitaciones pero mona para poner de cara al público, hasta que vino la responsable y le dio un capón para resetearla. Luego pensé que quizás mi petición había sido una soberana excentricidad, ya que tardaron media hora larga en preparar esas facturas que al final no me entregaron. “Como te lo vamos a llevar a casa -me dijo la chica responsable- te entregaremos la factura con el material”.

Como era de suponer, la primera entrega de material -la del material ligero-, vino con la factura mal. ¿Para qué hacer bien las cosas, si hacerlas mal es más sencillo? Llamar y reclamar fue todavía más incomprensible: “Tendrás que venir con la factura para que te hagamos una nueva”. A ver señorita, yo he pagado unos portes para no tener que volver, y ahora su incompetencia convierte los portes que he pagado por duplicado en algo todavía más absurdo. ¿No puedo mandarlo por correo? Habida cuenta de la excelente organización de la cual gozan, aproveché la llamada para que comprobaran que la siguiente entrega (la de los materiales pesados) viniera acompañada de una factura con los datos correctos. Y como es de suponer también, los datos de esa factura eran incorrectos, así que la chica los corrigió.

El sábado pasado -veintisiete de noviembre- llamé para conocer el estado del pedido. Nos habían asegurado cuando lo encargamos que se nos entregaría esa semana, aunque después vi que en el pedido habían apuntado el día treinta, es decir, el martes de esta semana. Yo, que suelo fiarme de la gente, había citado a los paletas para el lunes veintinueve, así que la cosa empezaba a urgir. “Todavía no ha llegado” me dijeron. "Se espera para el lunes o el martes". Ese mismo sábado por la noche consulté el estado de mi pedido en internet, y según la web estaba ya disponible.

Llamé el lunes a las diez: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. Llamé a las diez y cinco: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. A las diez y diez: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. A las diez y cuarto: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. A las diez y veinte. A las diez y media. A menos cuarto. A las once: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. Finalmente, a las once y diez una máquina descolgó el teléfono y tras comprobar que yo no lo era me pasó con un humano que volvió a repetir que el pedido no había llegado, a lo que yo repliqué que según su web estaba disponible por lo menos desde el sábado. “Un momento que lo compruebo”. Y digo yo, ¿no lo podía haber comprobado antes de decirme que no? Al final resultó que sí había llegado el material, y cuando ya empezaba a relajarme me soltó a bocajarro: “Este mismo viernes se lo entregamos”. Creo que lo dejé unos segundos sordo del grito que pegué. Le conté mis penas y agonías, lo que se nos había dicho en la tienda, que tenía a los paletas en casa y que precisamente debían terminar el viernes. Llegué a sugerir que yo mismo iba a buscarlo –aunque todavía no sé cómo habría cargado con catorce cajas de azulejos en la bici-, hasta que finalmente apareció como por arte de magia –de ahí lo de Merlín- un hueco en un camión para el miércoles por la mañana. Calculé que entre que quitaban las baldosas viejas y cambiaban las tuberías, hasta el miércoles no necesitarían las nuevas. Y así quedamos.

El martes por la noche me llamaron al teléfono desde un número desconocido. “Hola buenas noches –me saludó una chica-, le llamo desde el leroymerlín para confirmarle que su pedido número tal y tal se le entregará el próximo viernes”. Sentí una descarga helada recorriéndome la espalda y me flaquearon las piernas. Me pasó por la cabeza que podía tratarse de alguna broma perpetrada por algún amigo cabrón, pero en seguida descarté tener amigos tan cabrones como para eso. Así y todo pregunté: ¿Es una broma? No, no era una broma. Y me lo creí porque la chica lo dijo con un tono muy serio. Tanto que me hizo estallar volcando sobre ella toda mi frustración y mi cabreo y mi desesperación por la desagradable certeza de llevar días hablando con una pared, o con una panda de ineptos, o con una empresa que parecía obstinada en tomarme el pelo. Pero sobre todo me cabreó que me llamaran en el momento del día –el paseo de media hora larga desde la oficina hasta mi casa- que dedico a relajarme para llegar con la cabeza despejada. Con la poca paciencia que me quedaba volví a explicar toda la historia, pero al concluir ya no me quedaba ni una pizca, lo que me hizo apostillar un “si no lo entregáis mañana, ya puedes ir cancelando el pedido”. La respuesta de la chica fue el habitual “un momento que lo compruebo”, lo cual confirma que en esta empresa hacen y dicen las cosas sin comprobarlas primero. Me tuvieron en espera diez minutos hasta que se cortó. Media hora más tarde me confirmaron que sí, que tenía yo razón y la entrega era al día siguiente, el miércoles.

Llegó el camión el miércoles a primera hora según lo previsto, nos hizo entrega del material y, por supuesto, de la factura mal hecha, lo cual confirma también que el caos de organización en el leroymerlín habita en todos los departamentos.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Derribos a domicilio

Todo empezó con una fuga de agua en el baño. La mancha de humedad empezó a asomar por la pared del recibidor y cuando nos dimos cuenta ya teníamos una hermosa plantación de champiñones sobre el zócalo. El piso de abajo, que se supone fue donde empezó a notarse la humedad, está deshabitado desde hace años, pero el día que alguien se digne a abrir esa puerta es más que probable que se encuentre con los paisajes de la jungla de Avatar, amén de la fauna endémica que habrá evolucionado tras esas paredes clausuradas después de tanto tiempo de olvido.

Llamé al seguro para que vinieran a arreglarlo, pero antes de eso vino un lampista recomendado y nos diagnosticó tuberías de plomo y que no se podría arreglar sin cambiarlo todo. Tras esa sentencia ya decidimos que había que reformar el baño y nos pusimos en marcha: encargamos los materiales, concretamos el día que vendrían a hacer la obra, etc. Eso fue un fin de semana y al lunes siguiente vino el lampista del seguro, cambió un manguito del desagüe de la ducha y dio la avería por resuelta. En ese momento pudimos haber dado marcha atrás: Los materiales todavía nos los tenían que entregar y podíamos cancelar el pedido; la necesidad real de cambiar toda la instalación, teniendo en cuenta que muy probablemente nos mudemos en unos pocos años, no era tal, y además hacía poco que habíamos “adecentado” el baño lo suficiente como para no sentir vergüenza cuando alguna visita se encerraba en él. Pero pese a todo, por aquello de que ya que estamos, decidimos seguir adelante. Estoy empezando a arrepentirme.

He llegado esta tarde a casa y tras pasar revista he vuelto a reservar otra noche de hotel. Por fortuna el váter ya no reposa sobre la almohada de mis vecinos, pero el resto sigue igual o peor: sigo sin calefacción ni agua caliente. La ventana del baño sigue siendo un hueco vacío en la pared -ahora tapado con un cartón- y el tabique que lo separa del dormitorio es como un queso emmental suizo pero sin ese sabor tan característico del queso emmental suizo. Obviamente el resto del piso está lleno de sacos de mortero, cajas de azulejos y herramientas de lo más variopinto, pero no quiero cansaros con detalles superfluos. Aunque en realidad lo que me ha decidido a llamar al hotel ha sido encontrar la cama sepultada bajo centenares de libros que antes reposaban en los estantes de la pared-emmental. Hacer la maleta no ha sido tarea fácil, pero finalmente y entre tiritonas -doce grados en casa- he conseguido localizar mi pantalón del pijama bajo un sesudo ensayo de Adolf Loos y la camiseta sepultada por el montón que encabezaban “La montaña mágica” de Thomas Mann, la “Historia” de Herodoto y “La Ilíada” de Homero. El neceser de emergencia, por fortuna, ya lo tenía a mano.