Uno de los paisajes de mi infancia está surcado por un río caudaloso que desciende encajado por la frondosa vegetación de sus orillas. Desmayados sauces bañan sus ramas en la corriente alternándose con alisos, exuberantes fresnos y esbeltos chopos. Grandes rocas pulidas por el agua asoman su brillante lomo sobre la corriente y un viejo puente, derruido hace tantos años que ni los más viejos del lugar recuerdan haber cruzado, enmarca el paisaje con sus arcos a medio cerrar. Más allá del verde bosque de la ribera se alzan las ocres colinas rocosas cubiertas de hierba seca y rala, zarzas, matas de romero y tomillo, alguna encina solitaria, bosquecillos de pinos y unos pocos viejos olivos que nadie batirá en invierno. En algunos tramos, el valle se estrecha y el río se acelera por el fondo de pasos angostos entre altos espolones de roca desnuda, pero más allá vuelve a ensancharse y se forman meandros de playas pedregosas donde la gente acude a bañarse en los calurosos días del verano.
Y así es como lo recuerdo yo, como un paisaje veraniego. ¿Acaso nos queda algo de nuestra infancia más allá de los veranos? En el aire cálido flota el olor dulzón de la orilla y el chirrido de las chicharras ahoga el rumor del agua, que se desliza silenciosa y ondulante entre las rocas y las raíces de los árboles que beben sus aguas limpias. De las ramas de uno de los árboles más grandes, sobre el curso del río, cuelga una cuerda que uso para lanzarme al agua desde la orilla, exactamente de la misma forma –grito incluído- que he visto hacer en esas viejas películas de Tarzán que echan en la sobremesa del sábado. Y en ese momento ya no soy yo sino el Rey de la selva, mi bañador azul se ha convertido en un taparrabos y el río está infestado de voraces cocodrilos.
Fue un solo verano y de eso hace ya más de treinta años; más de treinta veranos que con todos sus otros ríos, sus playas paradisíacas o los lagos al pie de altivas cumbres no han sido capaces de hacerme olvidar ese largo verano accidental a la sombra de los sauces, bañándome en un río a su paso por un viejo puente derruido.
Pienso que la sabiduría no es más que la lenta destilación de las frustraciones, algo que se acumula con el paso de los años y que precisamente por esa razón se acompaña de ese poso de tristeza melancólica. Una de las certezas que se asumen con la edad es que los veranos de la infancia, esos veranos interminables por los que suspirábamos durante todo el año y que eran la única razón de nuestra existencia y el bálsamo que curaba los nueve meses restantes, son irrepetibles. Es inútil regresar a ese lugar pretendiendo revivir las mismas emociones porque todo es distinto. Nosotros hemos aceptado hacernos mayores, esto es asumir cargas y responsabilidades, igual que los amigos de la infancia –si queda alguno- han hecho otro tanto. Y lo peor de todo, pues lo anterior se asume por obvio, es que ni siquiera el paisaje es el mismo. Y eso es lo peor por inesperado y porque de algún modo se rompe el vínculo que todavía manteníamos con esos veranos de la infancia. Porque regresamos a ese paisaje tanto tiempo recordado ya no para recuperar el tiempo perdido, sino con la intención de alargarlo, para marcar el recuerdo con un nuevo hito que nos acompañe durante cierto tiempo; acaso para mostrarlo a alguien querido, que lo vea con ojos nuevos y lo mantenga vivo. Pero allí ya no queda nada que se parezca a lo que hubo tiempo atrás.
Sin embargo, a veces se produce el milagro. Regresamos a ese paisaje y todo permanece igual que en nuestro recuerdo, como si ese último día de agosto de hace más de treinta años el tiempo se hubiera detenido. Como si cada detalle impreso en la memoria se mostrara en realidad ante nuestros ojos: el mismo río orillado por los mismos árboles, el mismo aroma, la misma suavidad al sumergirnos en la fría corriente y el mismo puente derruido intentando cruzar el curso del río sin conseguirlo.
Soy optimista por naturaleza, quizá ingenuo, pese a esa mi habitual pose pesimista que uso para amortiguar la frustración. Aunque no lo reconozca abiertamente, siempre espero lo mejor, el ideal idílico que he imaginado. Por eso fue que en mi ideal el río permanecía como en mis infantiles recuerdos y el día lucía espléndido dibujando bailarinas sombras de celosía entre las hojas de los árboles y destellos en el agua. Y ella y yo pasaríamos el día en el río y comeríamos en la orilla, queso tierno y acaso una tortilla de patatas y un buen vino puesto a enfriar entre las rocas, bien sujeto para que no se lo beba el río corriente abajo. Por eso cargué en la mochila un Marcel Lapierre Morgon, porque la primera vez que lo probé supe que ese era el vino que bebían alegremente en el cuadro del almuerzo de los barqueros; sólo podía ser ese. Un vino fresco y lleno de fruta, de cerezas y regaliz, alegre y luminoso como las pinturas de Renoir, franco y mineral como las redondeadas rocas del río. Un vino para tomar con los pies en remojo durante los días más plácidos del verano. Qué más da si llovió al atardecer y la luz del sol dejó de pintar sombras de celosía. El optimismo fue recompensado con el milagro.