sábado, 18 de agosto de 2012

Pueblo blanco

En esta tierra seca y polvorienta, árida como las mejillas de un labrador, donde el verde se queda en ocre y el viento seca las lágrimas y abrasa la viña y los olivos; en esta tierra donde los sueños no alcanzan a mejorar sino a que me quede como estoy y los días transcurren encerrados tras persianas bajadas; en esta tierra que hiela en invierno y arde en la canícula, que solo en primavera da un respiro de almendros en flor y espárragos en los ramblones; en esta tierra de pueblos blancos de Serrat que viven los días en la taberna, de rencillas enquistadas que sobreviven al olvido como piedras en un camino barrido por el viento; en esta tierra, digo, en esta tierra me gustaría tener una bonita casita encalada rematada por un tejado de tejas árabes. Una casita con un pequeño huerto delimitado por almendros, junto al ramblón, con tomates y pepinos en verano y patatas y coles en invierno. Una casita con un patio que me librara del viento, perfumado con macetas de romero, tomillo y un gran laurel y un emparrado que refrescara los atardeceres y enmarcara las noches junto a una botella de vino blanco sobre una mesa de encina, a resguardo del camino para que la gente que viniera a saludar y compartir el vino no me preguntara de quien soy.



(sugerencia de consumo)
Serrat canta Pueblo blanco
 

martes, 29 de noviembre de 2011

Diez años sin George Harrison

¡Cómo pasa el tiempo! En noviembre del año que empecé este blog escribía un sentido recuerdo para uno de los músicos que han escrito algunas las canciones más bonitas, siempre según mi modesta opinión; el genio a la sombra de otro par de genios irrepetibles como fueron Lennon y McCartney. Entonces hacía cuatro años que nos había dejado, y pese a que cuatro años son muchos días, todavía lo sentía como algo muy reciente.

Hoy hace diez que nos dejó, y si bien ya no me parece reciente, lo sigo recordando como si fuera ayer, o la semana pasada. Recuerdo el bajón al leer la nota en prensa, la pena, las ganas de volver a escuchar sus canciones.

No diré que fue el mejor de los Beatles, porque no sería cierto, pero nadie me podrá reprochar si digo que siempre me pareció el más entrañable y que la canción más bonita del grupo es suya, pese a que en la grabación original la guitarra no la tocara él sino Eric Clapton. Eso sí, lo que es inapelable e indiscutible es que el mejor disco que parieron los ya ex componentes de los Beatles en solitario fue suyo. “All things must past” es una maravilla de principio a fin y probablemente sea el disco que suena más “beatle" de los que publicaron los ex componentes del grupo, hasta el punto que muchos irónicamente lo consideramos uno de los mejores discos de los Beatles.

Las ganas de volver a escuchar sus canciones nunca se desvanecen, permanecen latentes hasta que llega un día que necesito poner un disco, sentarme en el sofá y dejarme llevar. Justo ahora, cuando escribo estas últimas letras, suena “Beware of darkness”.


(sugerencia de consumo)
Beware of Darkness en el concierto para Bangladesh


miércoles, 26 de octubre de 2011

Repintando paisajes

Uno de los paisajes de mi infancia está surcado por un río caudaloso que desciende encajado por la frondosa vegetación de sus orillas. Desmayados sauces bañan sus ramas en la corriente alternándose con alisos, exuberantes fresnos y esbeltos chopos. Grandes rocas pulidas por el agua asoman su brillante lomo sobre la corriente y un viejo puente, derruido hace tantos años que ni los más viejos del lugar recuerdan haber cruzado, enmarca el paisaje con sus arcos a medio cerrar. Más allá del verde bosque de la ribera se alzan las ocres colinas rocosas cubiertas de hierba seca y rala, zarzas, matas de romero y tomillo, alguna encina solitaria, bosquecillos de pinos y unos pocos viejos olivos que nadie batirá en invierno. En algunos tramos, el valle se estrecha y el río se acelera por el fondo de pasos angostos entre altos espolones de roca desnuda, pero más allá vuelve a ensancharse y se forman meandros de playas pedregosas donde la gente acude a bañarse en los calurosos días del verano.

Y así es como lo recuerdo yo, como un paisaje veraniego. ¿Acaso nos queda algo de nuestra infancia más allá de los veranos? En el aire cálido flota el olor dulzón de la orilla y el chirrido de las chicharras ahoga el rumor del agua, que se desliza silenciosa y ondulante entre las rocas y las raíces de los árboles que beben sus aguas limpias. De las ramas de uno de los árboles más grandes, sobre el curso del río, cuelga una cuerda que uso para lanzarme al agua desde la orilla, exactamente de la misma forma –grito incluído- que he visto hacer en esas viejas películas de Tarzán que echan en la sobremesa del sábado. Y en ese momento ya no soy yo sino el Rey de la selva, mi bañador azul se ha convertido en un taparrabos y el río está infestado de voraces cocodrilos.

Fue un solo verano y de eso hace ya más de treinta años; más de treinta veranos que con todos sus otros ríos, sus playas paradisíacas o los lagos al pie de altivas cumbres no han sido capaces de hacerme olvidar ese largo verano accidental a la sombra de los sauces, bañándome en un río a su paso por un viejo puente derruido.

Pienso que la sabiduría no es más que la lenta destilación de las frustraciones, algo que se acumula con el paso de los años y que precisamente por esa razón se acompaña de ese poso de tristeza melancólica. Una de las certezas que se asumen con la edad es que los veranos de la infancia, esos veranos interminables por los que suspirábamos durante todo el año y que eran la única razón de nuestra existencia y el bálsamo que curaba los nueve meses restantes, son irrepetibles. Es inútil regresar a ese lugar pretendiendo revivir las mismas emociones porque todo es distinto. Nosotros hemos aceptado hacernos mayores, esto es asumir cargas y responsabilidades, igual que los amigos de la infancia –si queda alguno- han hecho otro tanto. Y lo peor de todo, pues lo anterior se asume por obvio, es que ni siquiera el paisaje es el mismo. Y eso es lo peor por inesperado y porque de algún modo se rompe el vínculo que todavía manteníamos con esos veranos de la infancia. Porque regresamos a ese paisaje tanto tiempo recordado ya no para recuperar el tiempo perdido, sino con la intención de alargarlo, para marcar el recuerdo con un nuevo hito que nos acompañe durante cierto tiempo; acaso para mostrarlo a alguien querido, que lo vea con ojos nuevos y lo mantenga vivo. Pero allí ya no queda nada que se parezca a lo que hubo tiempo atrás.

Sin embargo, a veces se produce el milagro. Regresamos a ese paisaje y todo permanece igual que en nuestro recuerdo, como si ese último día de agosto de hace más de treinta años el tiempo se hubiera detenido. Como si cada detalle impreso en la memoria se mostrara en realidad ante nuestros ojos: el mismo río orillado por los mismos árboles, el mismo aroma, la misma suavidad al sumergirnos en la fría corriente y el mismo puente derruido intentando cruzar el curso del río sin conseguirlo.

Soy optimista por naturaleza, quizá ingenuo, pese a esa mi habitual pose pesimista que uso para amortiguar la frustración. Aunque no lo reconozca abiertamente, siempre espero lo mejor, el ideal idílico que he imaginado. Por eso fue que en mi ideal el río permanecía como en mis infantiles recuerdos y el día lucía espléndido dibujando bailarinas sombras de celosía entre las hojas de los árboles y destellos en el agua. Y ella y yo pasaríamos el día en el río y comeríamos en la orilla, queso tierno y acaso una tortilla de patatas y un buen vino puesto a enfriar entre las rocas, bien sujeto para que no se lo beba el río corriente abajo. Por eso cargué en la mochila un Marcel Lapierre Morgon, porque la primera vez que lo probé supe que ese era el vino que bebían alegremente en el cuadro del almuerzo de los barqueros; sólo podía ser ese. Un vino fresco y lleno de fruta, de cerezas y regaliz, alegre y luminoso como las pinturas de Renoir, franco y mineral como las redondeadas rocas del río. Un vino para tomar con los pies en remojo durante los días más plácidos del verano. Qué más da si llovió al atardecer y la luz del sol dejó de pintar sombras de celosía. El optimismo fue recompensado con el milagro.


miércoles, 3 de agosto de 2011

Tierra de vino

El taxista que nos condujo desde Gratallops de vuelta a Falset asegura que está siendo un año muy seco, que no ha llovido en la zona desde el otoño pasado. Para compensar -apunta- las temperaturas no han sido tan altas como en años anteriores: “El año pasado, a estas horas, el termómetro marcaba treintaicinco grados. Pero mira -explica mientras señala el termómetro del salpicadero sin dejar de trazar las cerradas curvas de la carretera-, ahora estamos a veintisiete”.

Hemos salido de Falset antes de las diez de la mañana, a pie, por el camino hacia el cementerio, para tomar luego el viejo sendero que conduce hasta Gratallops. La ruta asciende entre encinas y desciende rodeada de pinos hasta el lecho seco del Siurana, para volver a ascender hasta los viñedos dispuestos en terrazas. Se me ocurre pensar que, si en lugar de haber recorrido el camino cerca de los veintisiete grados lo hubiéramos hecho a treintaicinco, a estas horas seríamos un par de cadáveres pasificados.

Ignoro si con este tiempo suave y seco será un año bueno o malo para el vino. Todo parece indicar que 2010 fue un año excelente en el Priorat. El tiempo colocará a este donde le corresponda. Lo único seguro es que los racimos de las colinas que rodean Gratallops lucían el sábado de esta guisa.


racimo

jueves, 21 de julio de 2011

Lucian Freud

Reflection (Self Portrait). Lucian Freud, 1985


Lucian Freud (Berlín, 8 de diciembre de 1922. Londres, 20 de julio de 2011)

lunes, 18 de julio de 2011

Libros en el mercado

A menudo me encuentro con que a la hora de comer, ya sea porque mis compañeros se traen el tuper o porque regresan a comer a casa, me encuentro con que tengo que salir a comer solo. No es algo que me disguste en absoluto, al contrario. De acuerdo que apetece comer en compañía, pero también agradezco de vez en cuando acompañar el menú con la lectura de un libro, o pasear por el barrio hasta descubrir algún bar que después agradezca haber descubierto. O coger la bici y acercarme hasta el Mercat de l'Abaceria, en corazón del barrio de Gracia. No seré yo ahora quien descubra al mundo que la materia prima de estos bares es fresca y de buena calidad.

Esta semana pasada, como tantas otras, fui a comer al mercado. Y como tantas otras veces, al terminar de comer pasé por delante de una parada llena de libros. No es algo raro ver puestos de libros de viejo en los mercados de Barcelona. Que yo sepa, en el Mercat del Ninot hay una y en el de Sant Andreu otra. Pero tanto la de Sant Andreu como la de l'Abaceria tienen en común que están desatendidas. De hecho, en la del Mercat del Ninot he comprado libros en más de una ocasión -La Central del Ninot la llamamos algunos-, pero en las otras nunca me había detenido a curiosear. Quizás el hecho de no ver a nadie a quien preguntar me alejó del lugar. Pero esta semana pasada tenía tiempo para perder, así que estuve ojeando los libros un buen rato mientras me preguntaba qué hacían ahí y a quién tendría que pagarlos en caso de encontrar alguno que me interesara.

Debo reconocer que me sentí muy estúpido cuando descubrí el sistema de pago, yo que tantas vueltas he dado por Barcelona y tantos mercados he recorrido. Yo, que me las doy de curioso y atento observador, he descubierto a los cuarenta que hay una hucha donde debo dejar un euro por cada libro que me lleve. Por fortuna todavía tenemos a gente como Josep Mª Espinàs, porque habida cuenta de mi fina capacidad de observación, está claro que no seré yo quien escriba la gran crónica sobre Barcelona.

Dejé dos euros y me llevé dos libros: “La inocencia del padre Brown” de Chesterton para mí y "The Europeans" de Henry James en inglés para ella. De hecho había un montón de libros en versión original, tanto en inglés como francés, alemán o italiano. Pero sobre todo, en lo que más me recreé fue en mirar los libros que más se repetían, en los que bauticé como worst sellers o, si no los menos vendidos -por lo menos ahí lo eran-, sí los más vendidos en su día pero que a la vez eran los que la gente quería sacarse de encima con mayor vehemencia. El premio se lo llevaron dos, a saber: “Generaciones” de Cristóbal Zaragoza y “Poldark”, el libro sobre la serie de televisión de los años setenta. Que cada uno saque sus propias conclusiones, que yo me siento incapaz.


Libros en el mercado

jueves, 7 de julio de 2011

Lo indigno

Estoy indignado. Un día tras otro veo aparecer en la distinta prensa de todo el espectro de colores múltiples casos de corrupción y, sobre todo, de impunidad y abuso de poder. Por lo general, aunque más despacio de lo deseable, los casos de corrupción en su mayoría se van resolviendo más mal que bien. Pero los otros... La justicia puede resolver fácilmente un desvío de subvenciones, eso es fácil. Pero ¿cómo se penaliza a esos ministros que terminan en consejos de administración a varios millones al año por sus servicios prestados? ¿O qué hacer con esos alcaldes de villorrios de doscientos habitantes con sueldos estratosféricos? ¿O con los gurús de las agencias de calificación? ¿O con los bancos que piden dinero y después nos exprimen?

Y ahí es donde me indigno. Estoy indignado -irritado, enfadado vehementemente- por lo indigno -que es inferior al mérito y no corresponde a las circunstancias-. No por sus acciones en realidad, sino por mis pensamientos. Me jode que por su culpa vea la violencia como un mal necesario; como -usando su misma jerga- una intervención higiénica. Porque yo siempre me he tenido por una persona cabal y sensata. Porque de alguna forma, a mí me educaron en la convicción de que mi libertad y prosperidad -y la manera de mantenerla- terminaba donde empezaba la de mi vecino. Pero ante estos abusos, lo único que me alegraría el día sería ver en portada de un periódico nacional la cabeza empalada de ese alcalde en la plaza del villorrio o el cuerpo del ministro o del Botín de turno destripado en una cuneta mientras su familia corre a refugiarse en las Islas Caimán. Sólo entonces empezaría a creer que de verdad en este país -en este mundo- existe la justicia. El mal está tan enquistado que sólo la labor de un cirujano podría eliminarlo. Y me jode, porque ni me considero agresivo, ni comunista en su definición, ni mucho menos anarquista. Pero, vete tú a saber por qué extraña educación recibida, todavía creo en la justicia. En una justicia real del que la hace la paga, no en la que se puede comprar al mejor postor.