A esta hora hay mucho tráfico en Barcelona. Sin embargo, yendo por el carril bici de esta calle sé que, marcando un ritmo rápido, puedo cruzar media ciudad con la práctica totalidad de los semáforos en verde. Así que pongo el plato grande, piñón pequeño y empiezo a sentir el viento golpeándome la cara a medida que avanzo sensiblemente más rápido que los coches que atestan el asfalto.
Un primer semáforo en rojo tras cruzar tres calles. Freno. Cuando se ponga verde sé que ya no encontraré otro que me haga detener si sigo a buen ritmo. Al arrancar de nuevo me maldigo por no haber cambiado el juego de plato y piñón antes de detenerme y debo incorporarme sobre el pedal para moverlo. Empiezo a coger velocidad. Una calle, otra y otra más van pasando a gran velocidad. Es lo bueno del Eixample barcelonés. Recto y simétrico. Voy a buen ritmo justo antes de cruzar el Paseo San Juan, de seis carriles. Tengo todos los sentidos alerta pues sé de mi fragilidad sobre la bici. Sé que soy un intruso en el asfalto y sé que, para la mayor parte de los conductores, el carril bici no existe. Siempre atento a los movimientos, a las luces intermitentes de los que me preceden y de los que vienen por detrás, prestos a girar en cualquier momento sin ver al ciclista que va a su derecha.
Entro en el ancho paseo y justo enfrente mío, a unos quince metros una furgoneta gira bruscamente a su derecha. Su conductor considera al intermitente un elemento accesorio como podría serlo la tapicería de leopardo que luce, así que no lo usa por costumbre. Voy a toda velocidad hacia ella, cruzada justo en medio de mi camino. En ese momento quizás debería haber pasado toda mi vida ante mis ojos, en rápidos fotogramas. Eso es lo que siempre me habían dicho. Una especie de documental de los momentos vividos con más intensidad. Sin embargo no fue así, y de ahí mi decepción. No existen –afortunadamente- demasiados momentos en la vida para disfrutar de este resumen visual. En lugar de eso pensé que me mataba y en cómo se lo iba a explicar a los míos. Pero fue algo fugaz. Como un punto en la línea de la vida. La rueda de la bicicleta ni siquiera daría una vuelta antes de reaccionar y accionar el freno trasero, a rápidos intervalos, a la vez que inclinaba el peso hacia la derecha para derrapar hacia la izquierda de forma controlada hasta golpear la chapa de la furgoneta con el manillar y, de una fuerte patada, alejarme de esa mole mecánica.
Acto seguido, pasando por delante de la furgoneta detenida, me acordé despectivamente de su madre, sus descendientes, ascendientes y antepasados varios hasta llegar a los reyes godos.