miércoles, 23 de agosto de 2006

Puntualidad relativa

Paul Auster nos cuenta, con la voz de Auggie y en forma de cuento de Navidad, como éste consiguió, por fruto del azar y de manera un tanto ilícita, una cámara fotográfica –de las buenas, nos aclara él- y el uso que ha hecho de ella desde ese momento: cada día, laborable o festivo, a las ocho en punto de la mañana, ya haga sol, llueva o nieve, Augustus Wren planta la cámara en la esquina frente a su tienda de tabacos y saca una foto. Cada día. A esa hora en punto.

Cada día, invariablemente y con una puntualidad británica, me despierto a una hora distinta y todavía más distinta es la hora a la que me levanto. Cada día, sin excepción, voy a la ducha antes que nada, mientras que ella se queda durmiendo –un ratito más, por favor- en la cama. O desayuno antes y es ella la que se ducha primero. O desayuno y ella se queda en la cama –un ratito más, por favor- durmiendo. O desayuno después de ducharme, mientras es ella la que se ducha. O no desayuno. Incluso en alguna ocasión ha sido ella la primera en levantarse para ir a la ducha, mientras que yo –un ratito más, por favor- me quedaba durmiendo en la cama. Porque cada noche, invariablemente y con la exactitud de un reloj suizo, nos acostamos a una hora distinta. Siempre, eso sí, mañana. Y eso teniendo en cuenta que nuestra hora de la cena no cambia nunca. Es a las nueve y media, o a las doce, o a las once menos cuarto, o a las diez y veinte, o… Eso sí, siempre cenamos a la hora de la cena.

El resultado de esto es mi ancestral puntualidad al trabajo. Siempre, invariablemente, sin distinción de días soleados, nublados o lluviosos, llego tarde. Como está claro que llegar puntual al trabajo no me motiva lo suficiente como para cambiar mis ordenados hábitos de conducta, he pensado que quizás podría hacer como Auggie y empezar a tomar fotografías, una a las ocho, otra a las nueve y media, otra a las siete (antes de acostarme), otra a las once, otra…