jueves, 30 de agosto de 2007

Antonio Puerta

miércoles, 29 de agosto de 2007

¡Abuela, esto está de muerte!

Mi abuelo materno nació en un pueblo de Castellón, en el interior, una zona agreste e incomunicada, olvidada de la mano de Dios y del hombre, que hoy es parque natural. De la carretera nacional que lleva a Teruel sale un desvío que lleva al pueblo más importante de la comarca. Desde ese pueblo, una carretera lleva hacia otro que, pese a ser menos importante, todavía tenía mercado. Y desde ese, una pista de tierra salía para morir en el pueblo de mi abuelo. Durante muchos años, la única forma de llegar era andando o en mula; de catorce a dieciséis horas desde Barcelona. De hecho, dicen las malas lenguas que ni los árabes que invadieron la península se molestaron en conquistarlo.

Durante los primeros años de mi vida, mis padres me llevaron al pueblo algunos veranos. Recuerdo el calor que nos encerraba en casa hasta las últimas horas de la tarde. Los corrales donde iba con mis primos a incordiar a los pavos para hacerlos gluglutear y así despertar de la siesta a los vecinos. La “piscina” del pueblo, que no era otra cosa que una balsa de regadío llena de renacuajos y culebras. Las idas y venidas a la fuente, con cubos y cántaros, pues no hubo agua corriente hasta entrados los años ochenta. Y el horno, donde iba todo el pueblo a hacer pan, rosquillas de anís y figues albardaes, que son una especie de buñuelos que envuelven un higo y recubiertos de azúcar.

Era el pueblo perfecto para vivir incomunicado, cotillear y jugar al dominó, por eso mis padres se hartaron pronto y dejamos de ir. Pero durante años, mi abuela, su hermana y su cuñada continuaron yendo cada verano. Y cada verano, mi abuela iba con el encargo de hacer rosquillas para toda la familia; encargo que cumplió durante unos años hasta que se hartó. Recuerdo, como si fuera hoy, el día que regresó del pueblo sin rosquillas y la conversación que tuvo con mi madre.

–¿No has hecho rosquillas este año? ¡Qué disgusto se llevarán tus nietos!
–No. Estoy ya muy vieja y me canso de hacer tantas. Además, en el horno hace mucho calor.
–Pero tienes a toda la familia esperándolas…
–Y las tendrán. Ahora bajo al Rosendo (la panadería de la esquina) que las hacen muy buenas, y compro un par de quilos.

Yo tendría unos diez años y recuerdo que quedé desconcertado. Eso era mentir, era un engaño. Durante toda mi corta vida, mis padres me había repetido una y otra vez que no se debía mentir, que estaba mal, y ahora mi abuela estaba engañando a toda la familia. Pero la vi tan resuelta y decidida que me puse a reír, sobretodo cuando se dirigió a mí para decirme:

–Tú no digas nada ¡eh! Esto es un secreto entre nosotros.

Además, a mí las rosquillas del Rosendo me gustaban horrores.

Días después, mi abuela nos explicaba las exclamaciones de satisfacción de toda la familia por lo buenas que eran las rosquillas del pueblo, que dónde va a parar, ni punto de comparación con las que se hacen aquí. Y se reía con toda su alma mientras nos lo contaba.

martes, 28 de agosto de 2007

Ganarse el cielo

Por una vez, y sin que sirva de precedente, el Vaticano ha resuelto dejar a un lado los asuntos terrenales. No os vayáis a ilusionar, no, que no se trata de que dejen de meterse en política, de repartir carnés de buenas y malas personas o amenazar nuestras pobres almas con los peores suplicios. Nada de eso. La cuestión es que han creado una nueva compañía aérea, no sé si de bajo coste o no. De hecho, la aventura desean que tenga una buena acogida entre los peregrinos, pero no sólo en términos económicos, sino también y sobretodo espirituales. Porque, efectivamente, está concebida como la primera línea aérea para peregrinos, así que se acabó el caminar con la concha colgada al cinto. Desde hoy, todos los peregrinos italianos que lo deseen –de momento los vuelos sólo parten desde Italia- podrán peregrinar cómoda y rápidamente a Santiago de Compostela, Lourdes o Jerusalén entre aire acondicionado y ejercicios espirituales.

Angelitos


Ignoro si los pasajeros tienen garantizado el cielo eterno en caso de accidente. O si alguien se encargará de las extremaunciones masivas si, Dios no lo quiera, se da la imperiosa necesidad. Ni siquiera se sabe si será necesaria la partida de bautismo, o incluso la comunión o la confirmación, para subir a uno de estos divinos vuelos.

Sí, yo también me lo he preguntado. ¿Habrá azafatas? ¿Cómo serán los uniformes?

lunes, 27 de agosto de 2007

Sobre los celos

¿Por qué reaccionas así, Griselda? Te digo que es solamente una miga.

Una escena

Sobre el cuadrilátero dos hombres se observan girando sobre un eje que sólo ellos perciben, un equilibrio de fuerzas. Se tantean sin decidirse a dar el primer golpe. Giran y giran y a cada paso parece que también tanteen el suelo. No saltan como al comienzo del combate. Se percibe el cansancio en sus cuerpos tras nueve asaltos, aunque no quieren mostrar ninguna debilidad al rival. Están tensos. Saben que ahora un descuido, un movimiento equivocado, puede ser fatal. Tanto si fallan el golpe como si lo reciben. El uno es rubio y alto, con calzón oscuro. El otro viste calzón blanco, tiene la piel oscura, más bajo y robusto y el pelo rapado al cero. Ambos están por encima de los cien quilos. Acude a mi memoria la imagen del cartel de un combate que Jack Johnson y Arthur Cravan disputaron en la Monumental de Barcelona, aunque este combate no tiene nada que ver con aquel. Este debe ser de los años cincuenta, quizás cuarenta. La película es en blanco y negro. Sólo se escucha el monótono traqueteo del proyector haciendo girar las bobinas y algunas toses apagadas sobre la palma de la mano. Un chorro de luz traza un camino en el humo de los cigarrillos, espesándolo, que baila y se enreda y diluye antes de convertirse en imágenes proyectadas en la pantalla, apoyada sobre un trípode en una esquina de la sala.

Jack Johnson vs Arthur CravanUn rápido movimiento consigue alcanzar al boxeador rubio, aunque sólo tangencialmente, apenas un golpe en la oreja, que se revuelve y carga su brazo derecho desde abajo, como si armara un raquetazo, proyectando su puño con una brutalidad espeluznante contra el pómulo de su rival, que se tambalea. Se escucha un leve murmullo en la sala y algún grito ahogado cuando de nuevo, aprovechando el desconcierto de su rival, el rubio le golpea con fuerza en los riñones, logrando que se doble hacia delante. Es definitivo. Observándolo desde arriba con arrogancia, pega el brazo a su cuerpo y descarga un fatal gancho de izquierda que golpea en la mandíbula y proyecta hacia atrás la cabeza de este Jack Johnson igual que si fuera un muñeco. Se tambalea y cae a la lona. El juez aparta hacia su esquina al vencedor que levanta los cansados brazos, mientras se arrodilla y empieza a contar uno, dos, tres… hasta que la campana interrumpe la cuenta en el siete. Final del noveno asalto.

Una sucesión de manchas sobre la pantalla y los latigazos de la película en el proyector indican que se ha terminado la bobina. Ruido de sillas y la gente –apenas una docena entre hombres y mujeres- empieza a levantarse. Se dirigen charlando animadamente hacia el otro extremo de la sala, donde una mesa les espera con bebidas. Ante el proyector, una mujer retira la bobina y pone la otra, mientras charla con un hombre. Por la conversación, parece que es el propietario de las cintas. Cuando ya ha pasado la cinta por las guías del proyector y está lista para continuar, avisa a los demás, que siguen alrededor de la mesa sin prestar demasiada atención. Ella sigue charlando con ese hombre, que yo sólo veo de espaldas. Hablan en francés. Gira la cabeza hacia la mesa y vuelve a llamarlos, esta vez dando palmas para hacerse notar sobre las conversaciones. Continua hablando con el hombre y de repente se dirige a mí y me dice podríamos repetir la escena… Gira la cabeza hacia la mesa y vuelve a llamarlos, esta vez dando palmas para hacerse notar sobre las conversaciones. Continua hablando con el hombre y de repente se dirige a mí y me dice podríamos repetir la escena… Gira la cabeza hacia la mesa y vuelve a llamarlos, esta vez dando palmas… Es entonces cuando caigo en la cuenta de que toda esta escena también es en blanco y negro. Que yo estoy fuera de ella, observándola a través de otra pantalla y con el mismo y monótono traqueteo de un proyector. Intento pararlo, pues es evidente que se ha atascado, pero no puedo, no lo consigo detener, y de repente se dirige a mí y me dice podríamos repetir la escena… y de repente se dirige a mí y me dice podríamos repetir la escena… y de repente se dirige a mí y me dice podríamos repetir la escena…

Hasta que despierto bruscamente.

domingo, 26 de agosto de 2007

Aburrimiento

Me he pasado la tarde engurruñando la ropa tumbado en el sofá, a ratos leyendo –haciendo ver que leía-, dormitando o escuchando música mientras observaba atentamente el cielo raso. Aburrido de lo que aburre el aburrimiento. Sin ganas de salir a la calle, pero tampoco de quedarme en casa. Cansado de mi posición horizontal, a veces me he acercado al ordenador para echar un vistazo a los titulares de algún periódico, leer en diagonal algún artículo o algún post de los blogs habituales y rellenar mi copa con vino blanco, bien fresquito, para regresar al sofá a seguir observando detenidamente el techo.

– Estoy cansado de verte ahí tirado, como si te hubieras caído de un cuarto piso.

He dado un respingo. No porque la voz sonara siniestra o amenazadora ni nada parecido. Ha sido porque, en principio, estaba solo en casa. Por un momento he pensado que el hastío, el calor y el vino me estaban jugando una mala pasada y que estaba escuchando a la voz de mi conciencia desde fuera. Porque en realidad estaba cansado de verme ahí tirado. Pero esa sospecha se ha disipado de inmediato.

– Levas toda la tarde ahí tirado, mirándome, como si hubiera algo interesante a parte de las dos manchas de humedad. No es que me hagas sentir incómodo, pero la verdad es que ya cansas.

Es obvio que estaba hablándome el techo, como también es obvio que los techos no hablan. Por eso no he dicho nada. Intentaba disimular, como si no fuera conmigo la cosa. Tengo un sentido del ridículo muy acusado, y la sola idea de verme a mí hablando con el techo me ha sonrojado. Me he sentado en el sofá para encender un cigarrillo y esconderme tras el humo.

– Sí, ahora ahúmame con tu apestoso tabaco –me ha reprochado-. Yo antes era blanco ¿sabes?
– Lo sé, te pinté yo.

Me he sentido ridículo, muy ridículo. He empezado a fumar dando rápidas caladas. Me sentía algo nervioso y sobretodo confuso. ¿Qué coño hago yo aquí dándole conversación a mi techo? He tosido un par de veces, me ha ido todo el humo a la cara y lo he apagado con lágrimas en los ojos.

– Deberías dejar de fumar.

No me gusta que me digan qué debo hacer. En alguna ocasión, si el tono había sido aleccionador como ahora, incluso no había hecho algo que tenía pensado hacer. Soy así, me da rabia. Por eso he encendido un nuevo cigarrillo.

– A mí también me tiene harta con tanto humo –se ha quejado la lámpara-. Tengo la bombilla amarillenta.

Lo que me faltaba: un complot.

– Yo estaba leyendo tranquilamente…
– Engáñate tú si quieres –me ha cortado el techo-, pero no a mí. Te conozco lo suficiente como para saber que estabas leyendo como quien mira la tele, sin prestar atención. Tienes la cabeza en otra parte.
– Pero se puede saber…
– ¿En qué pensabas, en ella?
– ¡Me voy! –he dicho incorporándome de un salto.
– Apaga bien el cigarrillo –se ha quejado la lámpara.

Mientras lo apagaba, mi fiel zippo se ha hinchado ofendido echándoles una bocanada de gasolina.

– Tú no metas cizaña –le he reprendido mientras los otros lo abucheaban.

He cogido la cartera y el tabaco, mi zippo me ha saltado al bolsillo y he cerrado dando un portazo. Mientras bajaba las escaleras hasta la calle iba escuchado los reproches y lamentos de mi puerta.


(sugerencia de consumo)
I'm going slightly mad de los inimitables Queen

viernes, 24 de agosto de 2007

Música en el cine (I): Easy Rider y Steppenwolf

Música y cine. Por separado son dos de mis mayores placeres, en especial la música. No como intérprete –qué más quisiera- sino como oyente. En mi casa siempre está sonando música. Cada escena de mi vida va unida a una banda sonora, algunas veces fruto del azar, otras escogida deliberadamente. He observado que cuando estoy en casa de amigos, familia y demás y no suena música o la que suena me resulta molesta, me puedo llegar a sentir incómodo. Casi nunca escucho música en la radio, supongo que por la misma razón. Con el cine viene a ser algo parecido. Son pocas las veces que voy al cine. Soy más de escoger la película que me apetece ver, de entre las muchas que han pasado por el tamiz de los años, y quedarme viéndola en casa.

Partiendo de estos ingredientes, es obvio que me fije sobretodo en las escenas donde la música juega un papel importante. Y no me refiero al cine musical. De hecho no soy muy aficionado a él, no me resulta verosímil, por decirlo de algún modo. Esas películas a modo de zarzuela en las que los actores cantan los diálogos no son de mi devoción, pese a que reconozco algunas
de este género son buenas. Me refiero más bien a las que la banda sonora, ya sea creada para la película o seleccionada para apostillar las imágenes, casa perfectamente con la escena.

Es por esta razón y porque ando algo falto de ideas, que he decidido inaugurar una nueva sección en este blog, en la que pondré fragmentos de películas en las que la música mejora la escena; esas en las que piensas que no se pueden separar una de la otra.

Y para empezar esta sección, aprovechando que hoy comienzan mis vacaciones y ando pensando en alguna escapada poco planificada, no se me ha ocurrido nada mejor que el comienzo de Easy Rider de Dennis Hopper, con Peter Fonda y el propio Hopper como protagonistas, además de contar con la aparición de un delirante Jack Nicholson. Todo un icono del idealismo –¿ingenuidad?- de finales de los sesenta con su libertad, sus comunas hippies, su amor libre y sus abusos con las drogas. La banda sonora de esta película incluye a clásicos de esos años entre los que encontramos a Jimi Hendrix, The Band, Bob Dylan, The Electric Flag o Steppenwolf, que son quienes tocan su Born to be wild en esta escena. Sinceramente, no se me ocurre mejor arranque para Easy Rider.

¡Empieza la liga!

De fútbol, claro.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Servicio a domicilio

Llueve, con algunas treguas, desde el sábado. Casi sin interrupción desde la tarde de ayer. El mercurio apenas se atreve a acercarse a la muesca del veinte. Camino por la calle bajo una fina llovizna, casi un vapor aunque frío, saltando de un portal a una marquesina y después bajo un balcón. No llevo paraguas. Nunca llevo paraguas porque siempre los pierdo. Paso ante un portal, y protegido bajo la marquesina un hombre de mediana edad, pequeño y repeinado, se adelanta hasta hacerme detener. Me da una tarjeta, me sonríe con una complicidad que no comprendo y me invita a pasar con un leve gesto con el brazo, un discreto pase de pecho. Lo miro algo desconcertado. Calza lustrosos zapatos negros y viste un traje entallado, como los que usan sólo banqueros y mafiosos. Aunque este hombrecillo dista mucho de ser un gordo seboso, y si a esta observación añadimos que en absoluto parezco un rico hombre de negocios, la posibilidad de que sea un banquero pierde fuerza de inmediato. Sigue sonriendo. Miro la tarjeta, que anuncia bellas y complacientes azafatas. Horario ininterrumpido y servicio a domicilio. Mira, como las pizzerías, pienso.
Tráigame una rusa con tres ingredientes; un doble de idiomas: francés y griego / Los ingredientes extras se cobran a parte / Sí, de acuerdo / Le falta un ingrediente / Sí, póngame un vestido de colegiala / ¿De colegio civil o religioso? / Mmmmm… mejor civil, no soy tan morboso / Muy bien señor, en media hora la tiene calentita en su domicilio / Muchas gracias / A usted por solicitar nuestros servicios.

Levanto los ojos por encima de la tarjeta y sonrío. Él todavía no ha mudado su gesto. Voy a devolverle la tarjeta, pero me la rechaza con un ademán inequívoco. Guárdesela, me dice, uno nunca sabe cuando la va a necesitar. Y más con este frío, añade. Sigo mi camino bajo la llovizna. Paso por delante de una papelera y tiro la tarjeta, aunque después me arrepiento cuando pienso que podría haberla guardado como una curiosidad.


(sugerencia de consumo)
animación basada en Gang-bang de Nacho Vegas, cantan Bunbury y Vegas

martes, 21 de agosto de 2007

La buena estrella (y III)

A menudo envidio a Hans Castorp. El joven burgués que fue a un sanatorio en el corazón de los Alpes para visitar a su primo convaleciente, y que las tres semanas de cortesía se convirtieron en siete años de vida contemplativa. Yo no aspiro a tanto, pero sí que de vez en cuando el cuerpo me pide estar rodeado de montañas y bosques y ríos todavía jóvenes, cuando descienden limpios y encabritados. En mi caso he ido para tres días, y no me hubiera importado quedarme siete semanas. Bien es cierto que el lujoso sanatorio de amplias estancias de la novela de Mann en nada se parece a la mísera y concisa pensión que hemos ocupado, y que las cimas nevadas de los Alpes apuntan al cielo más altivas y arrogantes que las de mi modesto Pirineo catalán. Ni siquiera la chaise longue en la que Castorp se tendía enrollado en una manta cabría en mi habitación. De hecho cuando he visto que, además de dos camas de distintas alturas, hay un plegatín en un rincón (el único donde podía estar), me ha parecido no ya exagerado, sino optimista. De todos modos yo parto con una notable ventaja en mi estancia, y es que mi Madame Chauchat particular viene conmigo. Pero en esta ocasión no es rusa, y sus ojos oblicuos los he cambiado por unos redondos, grandes y oscuros.

La primera vez que visité este pueblo, hace casi tres décadas, había un bar tras un enorme portón de madera, que se abría cuando el dueño regresaba del huerto. También estaba la fonda, seguramente centenaria. En un primer vistazo, hoy he contado tres bares y dos restaurantes. En aquellos años, la enjuta anciana sepultada bajo varias capas de tela negra que atendía la tienda de comestibles apenas entendía algo de español y sólo hablaba catalán. Igual que la chica que nos ha dado las llaves de la pensión, que tampoco entiende el español y sólo habla ruso. Las que sí hablan español –pero ni un ápice de catalán- son las tres chicas sudamericanas tras las que se parapeta el dueño de un bar de desubicada decoración parisina bohemia. Sin duda es por eso que la primera noche hemos soportado estoicamente una acaramelada sesión de Maná, hasta que hemos huido cuando ya nos sentíamos sumergidos en un baño de dulce de leche. Pero antes, en aras de la corrección política y la obligada cuota catalana, he improvisado una breve pero intensa traducción simultánea que ha mutado en crema catalana con doble de azúcar quemado, provocando algún ataque de risa histérica.

De los dos restaurantes, uno es correcto y el otro, el de la pensión, excelente. Al primero fuimos por estar el segundo –naturalmente- todo reservado. Los platos que pidió ella –una vichisoise y un carpaccio con virutas de parmesano- no revisten mayor dificultad ni secreto. Son platos comunes y su correcta ejecución es lo mínimo exigible a todo restaurante que los tenga en su carta. Pero a mi sopa de ceps con butifarra negra le faltaba algo; un buen cocinero seguramente. Con semejantes ingredientes resultaba desconcertante llevarse a la boca un caldo algo insípido, como así fue. En cuanto a los carrillos de cerdo a la brasa no puedo opinar, pues me resultó difícil encontrar alguna parte que no estuviera carbonizada. Sin duda el restaurante de la pensión está muy por encima. No entraré en detalles, pues todo, desde los canelones caseros hasta el variado de setas con foie es excelente. Hasta el vino de la casa, servido en botellas si etiquetar, resultó sorprendente. A uno le doy un aprobado justito por el entorno y el servicio, mientras que el otro es notable rozando la excelencia. Y los precios son similares, rondando los 30 euros por persona.

Observando...


Vuelvo a Hans Castorp. Porque pese a las consabidas diferencias, estos tres días han sido lo más parecido a la vida contemplativa que he vivido en todo este año. Nos hemos levantado cada día antes de las diez, para ir a desayunar. Pan tostado, mantequilla, mermelada y jamón. Tras lo cual hemos vuelto también cada día a la habitación a dormir la siesta del desayuno. Después paseo de cuarenta y cinco minutos por la montaña hasta el río, cargando a mis espaldas una mochila con tres libros
–por si acaso- que no han sido abiertos ningún día. Baño y reposo y vuelta a comer. Otra siesta y de nuevo a la calle a tomar una cervecita antes de cenar, o a dar un nuevo paseo hasta el río. Y tras la cena, copa y charla agazapados tras el humo de los cigarrillos, hasta que Maná de nuevo nos mande a la cama. La lluvia de estrellas, ni la vimos ni falta que hizo. Creo que podría acostumbrarme a esto.

El tren de regreso también lo perdimos y también tuvimos que esperar durante tres horas, pero ya nos lo tomamos con más calma.

lunes, 20 de agosto de 2007

Fiebre

Ya ni los veranos son lo que eran. Habrá que apuntarlo en la cuenta del cambio climático ese ¿no? Esta noche he dormido con el pijama y tapado con la sábana, algo impensable otros años, y esta mañana el termómetro marcaba dieciocho grados a eso de las nueve y media. Tendría que haberlo hecho mucho antes. Lo de taparme con la sábana digo. Dormir con el culo al aire con este tiempo no es recomendable, y mucho menos si uno está sudado después de una sesión de… ejercicio aeróbico. ¿Resultado? Llevo todo el fin de semana que parece que esté tragando cristales y clavos oxidados. Ni con orujo se me cura. Anoche me subió la fiebre, pero era una fiebre de esas que no se aplacan con… ejercicio aeróbico, sino con paracetamol. Saber que tienes fiebre produce una extraña satisfacción. Es una justificación empírica al malestar.

Ahora vengo del médico. La doctora me ha puesto el termómetro, me ha hecho sacarle la lengua mientras ella me la presionaba con un palote de madera áspera y observaba con una linterna. Después me ha auscultado con el fonendoscopio, pero no he tenido que decir treinta y tres. Cuando era pequeño y me auscultaban la espalda me hacían decir treinta y tres y toser. Tose, ahora respira. Tose, respira. A mí me ha dicho, para entendernos, que tengo unas anginas de caballo. Aunque después ha apuntado en el informe médico que se observan placas purulentas. Prefiero pensar que tengo anginas, parece más manejable. He salido de la farmacia cargado de cajitas y sensiblemente aligerado del bolsillo. Es caro esto de estar enfermo.


(sugerencia de consumo)
Fever, con Rita Moreno & The Muppets

viernes, 17 de agosto de 2007

La buena estrella (II)

Llegamos a Ripoll tras recorrer cien kilómetros en hora y media. El tren avanza, qué duda cabe, pero a distinta velocidad que el resto del mundo. Hace un siglo este tramo era de vía única, de esas en que los trenes paran en las estaciones a esperar al que viene en sentido contrario. Hoy sigue igual. Lo único que ha cambiado en 25 años –hasta donde llega mi memoria- han sido los trenes, que ahora son mucho más incómodos (te duele la espalda nada más sentarte) y rápidos, aunque esto último no sirva para nada con una infraestructura obsoleta.

En esta ciudad, de visita obligada por su románico aunque hoy nos saltemos la obligación, es donde nos sacan del tren y nos meten con todos los bártulos en un autobús para llevarnos hasta Ribes de Freser. El tramo de vía estará cortado por obras hasta el 2020. No sé si es para arreglar los corrimientos de tierras del último invierno o para instalar, por fin, el doble sentido de circulación. En la estación de Ribes está el enlace con el tren cremallera que lleva hasta el santuario de Núria pasando por Queralbs, nuestro destino, un pueblecito encaramado a la montaña que pese al brutal incremento en la construcción de chalecitos que lo rodean, sigue conservando su encanto.

Al llegar vemos desde el autobús que el tren cremallera espera vacío en la estación. Estamos de suerte, pienso. Pero al acercarnos comprobamos consternados que acaba de irse. Todo tiene una explicación. La renfe y sus impuntualidades son estatales, dependen del gobierno central, ergo son españolas y no catalanas. El tren cremallera es de la Generalitat, el gobierno autonómico, que debe desmarcarse del central aunque sea metiéndose de lleno en el absurdo de cumplir a rajatabla un horario, aun a costa de salir con el tren vacío cuando los viajeros del enlace con renfe acaban de llegar. A alguien de fuera podrían llegar a sorprenderle estas actitudes ridículas, pero los sufridos catalanes ya estamos acostumbrados, así que mientras unos protestan entre sorprendidos e indignados, nosotros aprovechamos para ir a comer un bocadillo, que ya son las dos y media y el estómago ruge.

En el bar que hay enfrente los hacen muy buenos, con pan de pueblo y tan grandes que para morderlos primero debes desencajar la mandíbula, así que vamos hacia allí racatracatranc-tranc-racatranc-tracatracatranc por un suelo a ratos pedregoso, otros asfaltado con socavones en los que desaparecería la maleta caso de caer en uno. Los trinos de los pajaritos cesan de golpe; hasta el cristalino borboteo del río queda ahogado ante semejante traqueteo, mientras que ella fantasea con desvanecerse o, en todo caso, esconderse dentro de la maleta. Sin embargo, en el bar la desilusión será notable. Los beneficios de la modernidad han venido de la mano del turismo masivo, y los enormes bocadillos han mutado en insípidas baguettes de testimoniales lonchas de embutido industrial. Eso sí, a la par que la calidad ha bajado, los precios han subido sensiblemente hasta equipararse a cualquier sitio caro de Barcelona. Una pena.

Regresamos a la estación racatracatranc-tranc-racatranc-tracatracatranc, ella angustiada buscando en balde el suelo más regular, yo algo abatido por no poder recuperar aquello que fue y que –la pela es la pela- se ha desvanecido en el tiempo y sólo conservaré en mis recuerdos. Sin embargo ¡qué coño! todavía queda mucho para compartir con ella.


(sugerencia de consumo)
I put a spell on you, del delirante "Screamin'" Jay Hawkins

jueves, 16 de agosto de 2007

La buena estrella (I)

La única manera de superar la timidez es con terapia de choque, pese a que nada nos garantiza que vaya a peor. Es por eso que a ella le di la maleta con ruedas racatracatracatraca, para que la llevara desde casa a la estación racatracatracatraca, por las calles con el embaldosado más irregular racatracatracatraca y más concurridas a esa hora racatracatracatraca de la mañana.

Caminaba arrastrando la maletita con la cabeza gacha, mirando fijamente las puntas de sus zapatos, con ocasionales alardes de valor que la envalentonaban a mirar de soslayo a los lados. Era entonces cuando yo le comentaba, sin rastro de malicia, que eran las nueve de la mañana y que con ese estruendo iba a despertar a todo el barrio. Entonces volvía a hundir la cabeza entre los hombros con la absoluta certeza de haberse convertido en el centro de atención de toda la vecindad, mientras murmuraba un hace mucho ruido con un hilo de voz. Esa sonrisa torcida que parece asomar en mis labios no es tal, creedme.

Llegamos a la estación con tiempo de sobras. Incluso pensé en tomar un café. Pero eso fue antes de ver la cola ante las taquillas. Unos ocho mil jubilados, el imserso al completo, habían decidido ir de excursión en tren ese mismo día y el empleado –no señora, con el carné del club de encaje de bolillos de la parroquia no le puedo hacer descuento- tras la ventanilla –disculpe caballero, pero son cinco euros, no cincuenta pesetas ¿se puede saber desde cuando no cogía ese monedero?- no daba abasto con la marabunta y comenzaba a mostrar los tics –no señora, el tren de Vic no tiene parada en Logroño- previos a un inexorable ataque de nervios. Fue entonces, agorero cual Casandra, cuando sospeché que perderíamos el tren, sospecha confirmada al llegar al andén con el tiempo justo para ver partir el nuestro. En lugar de avisar de los habituales retrasos, RENFE debería advertir por megafonía de los trenes que salen puntuales, cruel anomalía. Un empleado nos informa que el próximo sale a las doce y veinte, casi tres horas después. Podré tomar un café, pensé en un inútil intento por consolarme. Después me puse a maldecir entre hipos.

Salimos de la estación con el orgullo herido y la moral por los suelos racatracatracatraca para tomar un café que acortara algo la espera, pero con la ingenua esperanza de que ahora todo iría a mejor, pues peor ya no se puede. Embocamos la rambla, arteria principal llena de vida, pero que a esas horas de la mañana racatracatracatraca no puebla ni un alma. Ni siquiera están abiertas las cafeterías, así que compramos un periódico racatracatracatraca y nos sentamos en un banco frente a un café a esperar, gesto que ella aprovecha para hundir la cabeza entre sus piernas. Aquí parece que estemos esperando a que abran el café, me dice en un murmullo. Es que estamos esperando a que abran el café, respondo diligente, y ella termina por encoger sus piernas hasta adoptar una curiosa posición fetal. Acto seguido, despliega el periódico y se esconde debajo. Y ahí me tenéis, sentado en un banco de la rambla ataviado cual experimentado montañero, con una maleta de ruedas a un lado, la mochila al otro, y un periódico sobre el banco abierto por la cartelera de cines.

Al fin, tras alargar hasta el absurdo el café y un montón de colillas, nos subimos al siguiente tren con media hora de adelanto sobre la de salida. Por si las moscas. Y los jubilados.


(sugerencia de consumo)
Take the 'A' Train de Duke Ellington en directo desde Berlín

miércoles, 15 de agosto de 2007

Recetas de verano

Me gusta porque ella también disfruta en la cocina.

Nubarrones

Ni estrellas ni leches. Se pasó la tarde lloviendo y la noche encapotada, para mayor jodienda del mercadillo de productos típicos de la región. Sí, de esos que compran el fuet en el caprabo, le cortan la etiqueta, lo ensucian y te lo venden como embotit casolà. Aunque eso a nadie le importa, y mucho menos a los pijos de todo terreno de lujo y jersei anudado al cuello que invaden la región por estas fechas. Esto de los todo terreno con asientos de cuero y DVD surround merece ya no un post aparte, sino una tesis completa.

Pero para compensar la jornada perdimos dos trenes, el de ida y el de vuelta, junto con el de enlace. Así que nos pasamos seis horas observando el ir y venir pasajeros. Seis horas, sí, seis. Que los trenes estos son de una frecuencia de paso tan solo comparable con su velocidad de crucero. Tarda de Barcelona a Ribes de Freser (apenas ciento cincuenta kilómetros) lo mismo que el AVE Madrid-Sevilla. Autobús incluido, pues, cómo no, el tramo está cortado por obras. Nada, sólo hasta el 2020. Sólo es un incordio para los lugareños, pues los de todo terreno de lujo (que al fin y al cabo son los que importan) ni se enteran.

De la pensión hablaré otro día. Tan solo adelantar que tampoco había visto una estrella en su vida.

Cremallera

viernes, 10 de agosto de 2007

A ver las estrellas

Me tomo una pausa y me voy unos días a la montaña. Sin teléfono, sin internet, ni periódicos ni nada que me recuerde el curso de la civilización.

Y me voy al mismo sitio de (casi) siempre, aquel que descubrí a los nueve años y que desde entonces he frecuentado hasta pisar todos sus caminos, hasta subir todas sus cimas y bañarme en todos sus ríos y lagos. Lo he visitado en todas las estaciones del año. He dormido en refugios guardados y en otros sin guarda que dejaron de existir; en cabañas de pastor, al raso, en varias tiendas de campaña e incluso en un hotel.

Lo he visto cambiar, convertirse de un rincón sólo para montañeros a destino de domingueros. Pero también me ha visto cómo he cambiado yo. Cómo mi adolescencia ha quedado atrás, en esos rincones en los que alguna vez soñé poder llevar a mis hijos. Ahí he borrado el relieve de dos pares de botas, he cargado tres mochilas y tres tiendas.

Lo he disfrutado pero también lo he sufrido. Me ha recibido con sol y con nieve, con niebla que casi me ha confundido y con granizo que me ha calado hasta los huesos. Con un calor que me ha abrasado la piel y con un frío que me ha helado las lágrimas. Y también he visto a gente pagar con su vida las imprudencias, al igual que he visto la mía propia pendiendo de un hilo, de un único resbalón más.

Y es por eso que vuelvo y revuelvo. Porque ahí están las huellas de toda mi vida. Porque me gusta volver a los rincones en los que he sido feliz. No por melancolía, en absoluto. Sólo para retener nuevas imágenes, otras nuevas sensaciones que llevarme de nuevo a casa y poder evocar cuando el gris de la ciudad me parezca demasiado pesado.

La excusa en esta ocasión ha sido poder ver la lluvia de estrellas de este domingo en un cielo limpio, en buena compañía. Pero no es más que eso, una excusa.

jueves, 9 de agosto de 2007

Ceci n’est pas merde d’artiste

Ahora resulta que Manzoni nos ha estafado porque su escatológica serie de 90 latas de Merde d'artiste no contiene lo que anuncia sino yeso. O por lo menos, eso es lo que afirma en un artículo (Solo gesso, nella scatoletta di Manzoni, Corriere della Sera, 11 de junio; El País, 9 de agosto) un colega suyo, el artista Agostino Bonalumi. Sin embargo, ni a los museos que poseen una de esas latas, ni a los coleccionistas que han llegado a pagar casi cien mil euros parece que les importe demasiado. Nadie va a abrir una lata para comprobarlo pues eso –como afirman en la Tate- sería destruir la obra. Si acaso sólo la abriría otro artista –consagrado y con buenos ingresos, eso sí- para añadirle unas moscas y titular la obra Merde d'artiste avec des mouches.

Lo de la estafa lo dicen, obviamente, aquellos que defienden que el arte contemporáneo y el conceptual no son más que eso, un gran engaño. Pero eso, claro está, ya lo sabía Manzoni, por eso vendió mierda enlatada.

Personalmente lo veo más como rizar el rizo, como un doble salto con tirabuzón que como una estafa. Sin ni siquiera proponérselo, Manzoni ha fusionado su irónica visión del arte conceptual con el surrealismo de René Magritte y ha creado Ceci n’est pas merde d’artiste.

Merde d'artiste de Piero Manzoni

miércoles, 8 de agosto de 2007

Tormenta en la playa

Se agradecen los días de lluvia, en especial las tormentas de verano; la tregua en la canícula. Me gusta sentarme en la terraza, al resguardo del tejadillo, y ver cómo las ráfagas van barriendo el aire, las calles, limpiando hasta dejar todo reluciente, como nuevo. En esas tardes sin sombras y noches de múltiples reflejos el aire vuelve a sus orígenes; despojado de contaminación y polvo sólo nos ofrece el agradable olor a tierra mojada y a cetaria. Es habitual que llueva en Barcelona a finales de agosto y en septiembre. Sin embargo no es tan extraño que lo haga por estas fechas, por mucho que les pese a los adictos a torrefactarse en superpobladas playas.

Estas tormentas veraniegas me traen de vuelta escenas de mis veranos pasados junto al mar, entre arenas y pinos y olor a resina. Las noches sentados en la terraza del bar, al pie del paseo marítimo, charlando, fumando y viendo llover sobre la playa. Exclamando nuestra sorpresa y asombro con los truenos que silenciaban el repique de lluvia; cuando los rayos rasgaban las nubes en varios zarpazos que se hundían en un mar opaco y oscuro, violento y en esos días poblado de terribles monstruos y aterradoras criaturas mitológicas que escupen la espuma que se estrella violentamente contra las rocas. Las ráfagas de viento saturado de mar que nos dejaban un poso de sal en los labios.

Todavía antes, en esa época en la que eran los mayores los que fumaban, nos acercábamos hasta la playa, a buscar cobijo bajo alguna de las muchas barcas que descansaban vueltas del revés sobre la arena mojada y extrañamente fría. Nos tumbábamos ahí debajo, en esas pequeñas islas de arena seca y escarbando un hueco nos quedábamos mirando la tormenta. A la mañana siguiente regresábamos con la alegría de una playa entera de arena compacta para jugar al fútbol. Eso si la tormenta no era vespertina, porque entonces íbamos corriendo a jugar bajo la lluvia, junto al embarcadero. Como esa tarde que cayó un rayo terrible como un crujir de huesos sobre el mástil que hacía las veces de poste de la portería, partiéndolo por la mitad en toda su longitud y lanzando al aire una miríada de astillas. Nos quedamos unos segundos –o quizás fuera menos- plantados bajo la tormenta, mirándonos y palpándonos, hasta que un resorte nos hizo correr entre risas al resguardo de la terraza del bar. La pelota quedó olvidada sobre la arena, junto al susto.


(sugerencia de consumo)
Si vens a la platja amb Ja t'ho diré

Qué tiempos aquellos

Leo que unos científicos han extraído, de un pedazo de hielo de la Antártida, una bacteria de ocho millones de años de antigüedad. Parece ser que estaba paseando por ahí, en plena era del Mioceno, cuando se quedó helada la pobrecita. Al sacarla del hielo, estos científicos han conseguido “resucitarla” y está creciendo aislada en un laboratorio. ¿No os suena a inicio de película de terror? Diría que ya la he visto. El próximo día que descongele mi congelador, avisaré a estos señores. No, no entraré a contar detalles de lo que encontré yo allí.

Para que no cunda el pánico, afirman que debido al calentamiento global esto podría convertirse en algo muy común; que el deshielo podría liberar muchos tipos de bacterias y virus congelados hace tiempo. Si la gripe del pollo ya es jodida, imaginad por un momento la del Diplodocus. Aunque en realidad no hay motivo de alarma, pues son unos bichitos tan pequeños, que si se caen de la mesa se matan.

En estos momentos, una delegación de estos científicos se dirigen hacia Galicia con unas muestras de la bacteria –que todavía no ha hecho declaraciones- para someterla a una rueda de reconocimiento por parte de Don Manuel Fraga Iribarne, pues son de la misma quinta y parece ser que hicieron juntos la mili. Sin duda que podría tratarse de un muy emotivo reencuentro.

martes, 7 de agosto de 2007

Prologando a Cortázar

El teatro de Cortázar es más bien escaso en comparación con su producción narrativa. Ya fuera porque lo tomó como divertimento, autoexploración o experimentación, podemos considerar que su dramaturgia como tal consta de sólo tres piezas (Dos juegos de palabras: I. Pieza en tres actos, II. Tiempo de barrilete y Nada a Pehuajó), aunque a estas podemos añadir dos obras más: Los reyes, que el autor consideraba un poema dramático y Adiós, Robinsón, pues se trata de una pieza destinada a la radiodifusión y, por tanto, más que para espectadores está concebida para oyentes. Exceptuando Los reyes, obra germinal en la que Cortázar todavía no ha definido su característico estilo y se nutre del canon clásico, de las normas y corsés literarios, el resto fueron inéditas en vida del autor.

Las tres primeras, junto con Adiós, Robinsón, están incluidas en un librito editado por la zaragozana Crítica 2(mil), cuya edición de 1991 ha caído felizmente en mis manos. Está prologado por el escritor y crítico argentino Saúl Yurkievich, quien conoció personalmente a Cortázar.

Hacia el final de su prólogo El teatro: otra fase de un multiforme mutante afirma (cito textualmente):
“A esta categoría de incursiones inaugurales o de tanteos lúdicos (o mánticos) pertenecen casi todas las piezas de Julio. El teatro de Cortázar hace alianza con tantos otros de sus takes escriturales. Pienso que tuvo el mismo papel (noción que coincide con lo teatral) que su saxo. Amante del jazz al extremo de convertirlo en su propia poética ¿cómo no iba Julio a buscar acercarse a Charlie Parker, su perseguidor predilecto, soplando, aunque sea como cacofónico principiante, ese saxo con que aparece en alguna de sus fotos? De parecido modo, entusiasta y asiduo gustador de espectáculos teatrales ¿cómo no iba a intentar con felicidad diversa, participar como escritor en la gestación de algunos de esos milagros?”

A este fragmento, añado otro del propio Cortázar, extraído textualmente de su La vuelta al día en ochenta mundos, concretamente de su reflexión titulada No hay peor sordo que el que:
“Lo que sigue es la versión de un rato de malhumor y tristeza, entre unos mates y unos cigarrillos; pido excusas por la probable falta de información, puesto que no llevo ficheros y además en esta temporada más bien me dedico a escuchar a Ornette Coleman y a perfeccionarme en la trompeta, instrumento petulante.”

Julio Cortázar tocando su trompeta
Así es, señor Yurkievich, su amigo Cortázar no tocaba el saxo sino la trompeta, como atestiguan las fotografías. ¿Debo creerme el resto del prólogo?

Breve

Tiende
tienta.

Posa
pesa.

Centra
entra.

Trota
brota.

Gime
agita.

Duerme.

viernes, 3 de agosto de 2007

Unos vinos

Hace unos años, en una entrevista que le hicieron a Jancis Robinson, uno de los paladares más prestigiosos en el mundo del vino y miembro del selecto –apenas doscientas cincuenta personas; ningún español- Masters of Wine, comentaba que los grandes vinos estaban repartidos de la siguiente manera: el setenta por ciento eran franceses, el veinte por ciento italianos, el cinco por ciento españoles y el restante cinco por ciento se lo repartían californianos, chilenos, argentinos y australianos. No se olvidó de criticar el conservadurismo de las grandes DO y las bodegas más importantes de este país –existen uvas más allá del tempranillo y el cabernet sauvignon-, pero eso es otra historia.

El año pasado estuve en Italia, y al igual que cuando he estado en Francia me he prendado de los vinos franceses, allí me enamoré de los vinos italianos. Desde el Chianti Classico de la Toscana –o quizás fue el paisaje- hasta los caldos de Sicilia, pasando por los Montalcino, Montepulciano y tantos otros. Tuve la inmensa fortuna de ir a comer tarde en Ferrara y que lo único abierto fuera la Osteria Al Brindisi, de la que se tiene noticia desde el S.XV, ya que eso me permitió descubrir un vino sorprendente, increíble y único de esa zona, amén que por una extraña cualidad de sus cepas, su producción y venta están prohibidas… de forma algo flexible, pues se produce de manera artesanal. Se trata del Fragolino, de un color rojo claro, translúcido, con un potente sabor a fresas y un regusto final algo metálico, como de sangre. El sommelier nos advirtió que el Fragolino que se vendía en los comercios nada tenía que ver con ese, que no era el auténtico ya que se obtenía por procedimientos químicos, así que le compramos una botella de esas sin etiquetar. Otra vez me estoy alejando de la cuestión.

Esta noche quería preparar una cena alla italiana y acompañarla de un buen vino de esa tierra, pero ha sido decepcionante la búsqueda. ¿Por qué no hay variedad de vinos italianos en Barcelona? Me he acercado a una de las bodegas más bien surtidas de la ciudad, y sólo tenían dos: un Sicilia y un Montepulciano. En cambio tenían varios australianos, chilenos y argentinos. Pero del país que produce el veinte por ciento de los mejores vinos del mundo, sólo dos míseras botellas. ¿Qué ocurre, que nos da miedo que nos guste más que el español? Quizás sería la manera de despabilar a nuestros bodegueros.

En fin, esta noche descorcharé el Brunello di Montalcino que guardaba en casa, ese que tengo para alguna ocasión especial. ¡Salud!


(sugerencia de consumo)
la feliniana Orquesta sinfónica de payasos de Nino Rota