miércoles, 31 de agosto de 2005

de palabras, palabros y palabrotas

De todo el mundo es conocida la poca habilidad de alemanes –y otros más al norte- para conjugar alimentos y condimentos de forma agradable al paladar. De todos modos, en este caso –el alemán- es ampliamente suplida con otra habilidad: la de unir palabras. Esta lengua nos ofrece algunas maravillas de longitud absurda y pronunciación imposible, incluso para los propios germanos. De hecho, creo que es la única lengua –al menos que yo conozca- que tiene trabalenguas de una sola palabra.
He aquí algunos bellos ejemplos.

Haifischschwanzflossenfleischsuppe
Umsatzsteueridentifikationsnummer
Cezizizaknabbeljababbeljabilleljabinka
Donaudampfschiffahrtsgesellschaftskapitänstellvertretersgattin

La última de ellas es la palabra (o unión de palabras) más larga en alemán. Significa “la mujer del sustituto del capitán de la compañía de barcos de vapor del Danubio”. De todos modos no es la palabra más larga. Sé que hay una, en gaélico creo recordar, que es la más larga de todas las palabras habidas. Es el nombre de una estación de tren de un pueblo, cuyo nombre no es más que la descripción del lugar donde se ubica.
Y me ha dado por pensar –curiosidad- ¿Cuál es la palabra española más larga? Y ya puestos ¿Cuál la más sobresdrújula?


PD (alrededor de las 16:35):
¡La encontré! El pueblo al que me refería se llama -¿cuál será el gentilicio?- Llanfairpwllgwyngyllgogerychwyrndrobwllllantysiliogogogoch. A eso le añadís, en galés, "la estación de tren de". Que conociendo como las gastan, no me extrañaría que viniera a ser algo así como "el punto donde se detiene la máquina de hierro a vapor que se desplaza sobre rieles".

martes, 30 de agosto de 2005

Citas: Oscar Wilde (I)






Lo menos frecuente en este mundo es vivir.
La mayoría de la gente existe, eso es todo.

lunes, 29 de agosto de 2005

Diseño gráfico (o no...)

Me temo que el "creativo" tuvo un mal día...




¿o será que soy un pervertido?

De la pereza y otras virtudes

–Porque la esencia del hombre es la pereza, y, con ella, el horror a la responsabilidad (Don Miguel de Unamuno: La agonía del Cristianismo)
–Cierto...
–Tu y yo somos el máximo exponente... Bueno, yo más.
–Y hemos dejado al cristianismo yaciendo cadáver...

Cosecha 2005

–¿Si es niño?
–Tempranillo.
–¿Y si es niña?
–Garnacha.
–...
–Y si son gemelos Cabernet y Sauvignon.

jueves, 25 de agosto de 2005

Juego de sombras

Unos días atrás, cuatro o cinco quizás, se fundió la bombilla del farol que hay en la terraza. Esa noche y la siguiente cenamos, ella y yo, a la cálida y ondeante luz de las velas y eso me hizo recordar algo…

“…
-Esa luz es tan usted, algo que viene y va, que se mueve todo el tiempo.
-Como la sombra de Horacio - dijo la Maga -. Le crece y le descrece la nariz, es extraordinario.
-Babs es la pastora de las sombras - dijo Gregorovius -. A fuerza de trabajar la arcilla, esas sombras concretas... Aquí todo respira, un contacto perdido se restablece; la música ayuda, el vodka, la amistad... Esas sombras en la cornisa; la habitación tiene pulmones, algo que late. Sí, la electricidad es eleática, nos ha petrificado las sombras. Ahora forman parte de los muebles y las caras. Pero aquí, en cambio... Mire esta moldura, la respiración de su sombra, la voluta que sube y baja. El hombre vivía entonces en una noche blanda, permeable, en un diálogo continuo. Los terrores, qué lujo para la imaginación...”

Rayuela, Capítulo 11 (fragmento)
Julio Cortázar

miércoles, 24 de agosto de 2005

Arrebatos foráneos: Andrés Calamaro (I)

Yo tengo cuatro claveles
uno por cada motivo:
el encuentro, tu mirada,
mis secretos, nuestro olvido.

Estoy jugando con fuego
y en la yema de los dedos
tengo el tacto de los días
tengo el tacto de las noches
tengo el tacto de los dos.

Es inmoral, sentirse mal,
por haber querido tanto.
Debería estar prohibido
haber vivido y no haber amado.
Por eso, tirame un beso
que sigo preso, de nuestro encierro,
jugar con fuego.

Si me quedé sin aliento
y no pude dar contigo.
Va a venir la noche negra
para quedarse conmigo.

Porque jugando con fuego
puede ser que te lastime.
Puede ser que me lastime,
puede ser que sufra un poco
y no quememos los dos.

Es inmoral, sentirme mal
por haber querido tanto.
Debería ser prohibido
haber vivido y no haber amado.
Por eso, tirame un hueso
que sigo preso, de nuestro encierro,
jugar con fuego.


Jugar con fuego
Honestidad Brutal (1999)
Andrés Calamaro

Blues (arrebato IX)

–Te quiero –dice.
–Hoy no me lo habías dicho en todo el día. Eso es que ya no me quieres –responde.
–Tú no lo has hecho nunca –piensa.

(silencio ensordecedor)


(sugerencia de consumo)
el lamento de Invitation to the Blues de Tom Waits

Tiempo

Aprovechando que ésta es temporada de fotos, al igual que septiembre de setas, quiero mostraros la genial idea que, años atrás, tuvo Diego Golberg. Os recomiendo que le echéis un vistazo.

PD: Gracias Auri por el hallazgo.

Nit de foc

Ahir, a Sitges, va ser festa major i com ja és tradició es va cremar un castell de focs. Jo era allà, convidat per uns amics. Situat a un mirador inmillorable, vaig aprofitar per fer aquestes fotos que ara us mostro.

Espero que us agradin.







martes, 23 de agosto de 2005

Sólo un día más

Ayer fue mi primer día de trabajo tras las vacaciones. Fue estupendo.
La noche anterior, que fue de cena con velas, vino y conversación a media voz en la terraza, antes de acostarme puse el despertador a las 7:30. Me desperté a esa hora, apagué el despertador y amanecí a las nueve.

... giro la cabeza sobre la almohada y la miro, que me mira, a los ojos. Un roce de labios, un beso húmedo, las manos se pierden entre sus rizos. Con mis ojos cerrados veo que también los suyos están cerrados. Una caricia, el tacto de la piel, cálida bajo las sábanas…
(…)
… y salgo de la ducha para dirigirme de nuevo al dormitorio. Ella sigue allí, tendida sobre la sábana, desnuda y despeinada, sonriendo en un sueño ligero que se desvanece con un dulce beso en su frente. Voy a ducharme –dice ella. Son las diez y media –digo yo-, pero no hay prisa.

Durante los meses de verano, el ayuntamiento de Barcelona, a fin de no incomodar a los ciudadanos que se quedan en casa, decide llenar la ciudad de obras, socavones e interrupciones. Este año, como lujo extra, han decidido cortar dos líneas de metro, convirtiéndolo en un medio de transporte lento e ineficaz. Por ese motivo he ido directamente a por el autobús, que ya de por sí es un medio de transporte lento e ineficaz –más aún en verano, con frecuencias de paso de diligencia en el lejano oeste- pero que por eso mismo ya no se espera nada bueno de él.

Tras cuarenta minutos de espera y media hora de trayecto –las 12:15- hemos decidido que no valía la pena ir a trabajar…

(llamada, excusa, falacia…)

… y hemos ido a pasear por el centro de la ciudad.

Con gran pena en el corazón, hormigueo en los dedos y un vacío en el pecho, hemos conseguido superar la tentación de salir cargados de libros de una librería de viejo, cerca de las Ramblas. Ese olor a papel gastado y a tinta, las portadas manoseadas de tacto rugoso, los títulos que ya no suelen verse en los estantes de las librerías, donde el best-seller es el rey… Ha sido duro.

Pero saliendo de unos grandes almacenes hemos visto una sección de libros en oferta… y hemos caído de lleno en la trampa. Tras una hora de mirar, remover, buscar, encontrar, manosear, sonreírnos, de basta ya, de espera un poco, de ¡mira éste!, de ¡hala!, de creo que lo tengo… hemos hecho acopio de dieciséis libros. Nos hemos mirado a los ojos, viendo más allá de ellos, justo hasta nuestro pensamiento, coincidiendo en que era excesivo. Tenemos un montón de libros aún por leer –he dicho yo. Más yo, que tengo todos los tuyos aún por leer –ha dicho ella.

Y hemos pasado esa selección de nuevo por el tamiz, quedando reducida la lista a los siguientes títulos:
  • Noches blancas de Dostoievski. Incluye, además del mencionado, los relatos cortos Un pequeño héroe y Un episodio vergonzoso. Todo lo que he leído de este escritor ruso me ha emocionado.
  • Obras Selectas de Kavafis. Lo reconozco, no he leído nada de él. Le tengo ganas.
  • De profundis y El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde. El segundo ya lo cuento entre los leídos, no así el primero. Wilde es uno de mis predilectos.
  • Fausto, de Goethe. ¿Qué voy a decir? Supongo que es un imprescindible.
  • El sabueso de los Baskerville, de A.C. Doyle. Lo compré en un arrebato adolescente. Disfrutaba leyéndolo.
  • Poemas Selectos de Rimbaud. Siento debilidad por los "poetas malditos".
  • Aaaaaaahhh... Dotze contes eròtics, de varios autores. A ver si me alegran el día.
  • Las mejores recetas de sopas, de Xavier Franco. Sí, es cierto, me gusta cocinar. Lástima que mi piso sea pequeño y no pueda invitar a mucha gente...

Y así ha transcurrido mi no primer día de trabajo tras las vacaciones.



(sugerencia de consumo)

yo iba pensando en Es sólo un día más de los Tequila

miércoles, 17 de agosto de 2005

Flores de verano

Cada año, durante los días más calurosos del verano, en la grandes ciudades, crecen asilvestradas sobre el asfalto reblandecido unas extrañas flores. Es una flor efímera, pues con las lluvias de finales de agosto regresa su principal depredador y ya serán raras de ver al aire libre hasta el próximo verano. Hay que andar atento, pues si bien han sido relativamente abundantes durantes estos días, ya empiezan a escasear.

A partir de la semana que viene y durante los próximos meses, sólo las podremos encontrar en los invernaderos subterráneos, en la cálida penumbra de aire viciado de los párquings, creciendo lánguidamente a la espera de los coches que las devoren. Y además, al contrario de lo que sucede durante estos días, tendremos que pagar por ellas.


Así pues, para aquellos que estamos en la ciudad, es el momento de aprovechar este regalo veraniego antes de que las hordas de vehículos de cuatro ruedas, un año más, se apoderen del asfalto y contaminen el aire que respiramos.

(sugerencia de consumo)
Leer desde el asfalto (si eso es posible) tarareando Crosstown Traffic de Hendrix

Paseos y magia (arrebato VIII)

Poco antes estábamos tomando un café, justo al terminar la función un domingo por la tarde. Tú dejándote calar por mis palabras, yo inventando instantes que nos llenaran de magia. Te había hablado de mis paseos por la ciudad y de esos lugares en los que me dejaba caer para llenarme de tranquilidad y de silencio, así que quise compartirme contigo. Deseaba mostrarme a ti como una metáfora de mis rincones de sosiego. No sé hacerlo mejor. No te hablé de quien soy, ni de lo que me gusta. Sencillamente te lo mostré y tú lo entendiste. Sabía que ibas a entenderlo. Lo supe desde que vi en tu mirada esa misma mirada que invariablemente me observa desde el espejo.

Estuvimos callejeando por la parte vieja de la ciudad. Aún no había anochecido y aproveché la ocasión de mostrártelo con la luz oblicua del atardecer, esa luz que tanto aprecian los fotógrafos para subrayar los relieves. Charlando dejamos atrás la catedral, subiendo hacia el ayuntamiento. Nos metimos por ese callejón que sólo ven quienes quieren verlo. Rincón ajeno a las guías turísticas y paseos domingueros en familia. Serpeando por un callejón húmedo y sórdido llegamos al arco que precede a la luz que cae sobre la plazuela. Ese rincón, mi rincón, que emparienta con rincones que quería mostrarte en mí. No sé hacerlo de otro modo. Te plantaste en medio, junto a la fuente, y observaste. Te veía sonreír mientras mirabas la pequeña iglesia, las paredes de piedra desgastadas por el tiempo, la humedad y los sueños. Y sabía que sonreías porque habías descubierto un rincón de mi persona que te agradaba y creías reconocer. Sólo el suave gorgoteo del agua de la fuente interrumpía nuestro silencio. Ese dulce fluir del agua que acompañó las palabras que no te dije, que se quedaron quemando mi lengua, deseosa de darte todos esos besos que aún no te había dado.

Seguimos paseando por calles estrechas y acogedoras hasta una pequeña plazoleta donde, justo en una esquina, existe un pequeño rincón donde el vino es el rey a quien hay que rendir homenaje. Te sugerí, me miraste y tu sí incorporó la magia en la noche que acabábamos de estrenar. Durante la conversación entre copas supe que ya no debía temer que te fueras. Supe que sólo tenía que seguir inventando instantes para tenerte conmigo, pues a ese mi deseo se unía el tuyo de querer saborear esos instantes que iba inventando para ti.

La magia que había improvisado la estabas absorbiendo por todos los poros. Tu sonrisa estaba calando en mí para ingeniar más aún, para no interrumpir el tiempo. Te observaba acercando la copa a tus labios, paladeando el vino, y sentía celos de esa copa. Deseaba saborearlo directamente de tus labios, beber el vino de tus besos. Me embriagaba la felicidad más que el propio vino. Era una falta de costumbre. Mi tolerancia al vino se debe a la habitud, mientras que continuamente he andado escaso de felicidad.

martes, 16 de agosto de 2005

Efímero

Regreso
...me voy de nuevo

y revuelvo...


... un día de estos.

viernes, 5 de agosto de 2005

... del verano y hasta pronto

Hace muchos años... vaya, ya parezco mi abuelo cuando empezaba a contar batallitas.
Mejor empiezo de nuevo...

Tiempo atrás (mucho mejor), cuando se acercaba el solsticio de verano, empezaban a sonar machaconamente por la radio las melodías ñoñas acompañadas de letras sin sustancia típicas de los meses estivales. No pasaban de dos o tres, a lo sumo cuatro, cancioncillas tontas que se olvidaban de un verano a otro. Algunas incluso llegado octubre ya habían desaparecido de la memoria colectiva para bien de la humanidad. De éstas, sólo una se alzaba con el dudoso título de canción del verano, que era popularmente aceptado entrado ya septiembre.

Uno de los mayores contaminadores acústicos de la historia veraniega de este país fue el ya mítico (y profesionalmente desaparecido espero) Georgie Dann. Recuerdo que había un locutor de radio que, cuando se acercaba el verano, hacía un llamamiento a todos los puestos de aduanas para que andaran atentos. Si aparecía un tal Georgie Dann con una maleta cargada de discos, rogaba encarecidamente no le dejaran entrar en el país. Nunca le hicieron caso. O eso o es que entraba ilegalmente, que también puede ser.

De un tiempo a esta parte las cosas han cambiado y las insoportables melodías veraniegas han aumentado en cantidad (a la par que han bajado en calidad) al mismo ritmo que la voracidad de la industria discográfica. Ahora suele ocurrir que la gente no se ponga de acuerdo con cuál de todas ha sido las más ¿pinchada? Los discos ya no se pinchan ¿no? De todos modos, mejores o peores, éstas sólo tienen parangón con los villancicos.

Pero me estoy desviando del tema. Yo, en realidad, quería referirme concretamente a una sola canción del verano. Una melodía absolutamente empalagosa acompañada de una letra ridícula que causó furor a principios de los ochenta. Estoy hablando de muchos años atrás, para algunos debe ser una vida o más... Me refiero a la mítica "Los pajaritos" de la no menos mítica (ahora metida en política) Mª Jesús y su inseparable acompañante Acordeón. No sé si la sufristeis en vuestras carnes durante el verano de autos o la habréis sufrido a posteriori. Porque sí, ésta fue, ha sido y es, de las canciones que van escuchándose año tras año, con mayor o menor intensidad. Y es que cada año, algún descerebrado con licencia para poner música acaba por atravesarnos con ella el cerebro.

¿Y a santo de qué os estoy contando esta milonga? Resulta que he recordado ese verano porque, siendo un crío, me fui con mis padres a la montaña durante dos meses enteros. Anduvimos perdidos, totalmente desconectados del mundo. No teníamos tele, ni radio, ni prensa... apenas si teníamos vecinos. Nada. Ningún lazo que nos uniera con la civilización. ¿Y qué ocurrió? Que cuando regresamos a Barcelona a principios de septiembre vimos que a la gente le pasaba algo raro... Andaban todos moviendo los codos con las manos pegadas al pecho... se agachaban moviendo el culo... daban ridículos saltitos... vamos, que se creían pajaritos y lo iban pregonando al ritmo de una melodía ñoña. Todos por igual, sin excepción, se creían pajaritos por aquí, pajaritos por allí.
Lo primero que pensamos fue que los rusos (entonces eran los malos) habían atacado occidente con un gas idiotizante. Más tarde supimos que no, que en realidad se habían vuelto idiotas por culpa de una canción... ¿compuesta por los rusos? pensé yo.

Bien, pues hoy es mi último día de curro antes de vacaciones. Y me voy a la montaña. A un valle perdido (el de la foto) a la sombra de imponentes picos en el que me perderé (sólo) durante una semana. No hay televisión, ni radio, ni ADSL, ni Wi-Fi, ni cobertura, ni leeré prensa, ni usaré electricidad. Pretendo cansarme de caminar, hartarme de comer buena carne, de beber buen vino y (espero no hartarme nunca) de follar.

Quiero perderme, este año también, la canción del verano.


¡Hasta la vuelta!

jueves, 4 de agosto de 2005

Arrebato VII

Quiero desaprender todo lo aprendido
para ser feliz en este olvido.

Rayuela vivida (arrebato VI)

Aparté un momento la vista del libro que estaba leyendo justo para verte entrar en la cafetería. Afuera, tras los cristales empañados, hacía frío y tú llevabas un gracioso gorro de lana color pistacho calado hasta las orejas. El pelo rubio sobresalía liso desparramándose sobre tus hombros. Al ver que te miraba sonreíste y me sacaste la punta de la lengua haciendo un mohín infantil. Ya no pude volver a la lectura. Te seguí con la mirada hasta la barra, donde pediste algo que resultó ser un té y le indicaste mi mesa al camarero. Sentándote junto a mí volviste a sonreír de esa forma que yo entonces aún no conocía, pero que ya intuía que me desarmaría siempre que lo desearas. Con un acento, tu acento, que sólo podía venir del norte me dijiste hola, me llamo Rachel, cómo estás, estoy muy bien contigo. Todas frases sacadas de un pequeño diccionario de conversación que dejaste sobre la mesa.
Esa tarde estuvimos conversando durante horas en un galimatías de frases en castellano e inglés. No nos dijimos muchas cosas, pero cada una de ellas requería un especial esfuerzo de comprensión. Quizás fuera por ese motivo que pronto aprendimos a entendernos con un simple gesto o una mirada. Sin saberlo ya sabíamos que nuestra comunicación iba a ser más corporal que oral. Sin haber dicho nada al respecto, ya sabíamos que esa noche al menos uno de los dos no iba a dormir en su casa. Tu forma de sugerirlo fue un exigente vamos a tomar vino con esa sonrisa tuya dibujada en la cara.

Salimos a la calle helada, yo con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, tu colgada de mi brazo acoplándote a mí de forma que debíamos sincronizar nuestros pasos, tac, tac, tac, tacatac para no tropezar, pero aún así tropezabas en el relieve de las baldosas de la calle con tus botas de tacón. Yo en silencio jugando, dándole vueltas al mechero y al paquete de tabaco del bolsillo derecho, tu hablando alegremente de tu estancia en la ciudad, parándote a recoger unas flores tiradas frente a la floristería, deteniéndote en los escaparates de las pequeñas tiendas de comestibles con sus miles de pequeños botes, paquetes, botellas, cajitas encajadas entre si como piezas de lego. Sonriéndote secretamente, con gesto goloso, ante las cajas expuestas frente a las fruterías, como si esa exhuberancia de formas y colores brillantes te sugiriera lo más parecido al paraíso. Supongo que eso fue lo que acabó por cautivarme, esa alegría por lo nuevo, esa transparencia en la mirada.

Nos recogimos a la mesa de un pequeño restaurante del barrio de Gracia. Poco importaba que no entendiéramos la mitad de lo que nos decíamos con palabras pues ya estaba todo dicho. Encargué un plato de jamón, entreveteado de grasa, que devoraste con la alegría del niño que prueba por primera vez el chocolate, acompañándolo con una botella de rioja con título nobiliario en Murrieta. Yo, que siempre me he considerado republicano, paradójicamente guardo un gran respeto por cierta nobleza nacida entre Logroño y Vitoria. Cuando del vino sólo quedaba un recuerdo en el fondo de la botella ya nos habíamos tenido que desprender de algunas piezas de ropa gruesa. Hacía calor en el restaurante, pero mayor era el que provenía de nuestro interior. A mitad de la segunda botella, esa sonrisa tuya ya se había instalado definitivamente en medio de tu rostro, y no lo iba a abandonar en lo que quedaba de noche. Tus miradas me decían que ya habías decidido qué querías de postre. Por las mías sabías que estaba en la carta.

Ya en la calle tac, tac, tac, tacatac, tac, tacatac en una descoordinación etílica que hacía que nos detuviéramos constantemente para reírnos. En una de estas paradas te abracé, rodeándote, acurrucándote con mis brazos y el abrigo abierto, tú acoplándote, fundiendo tu cuerpo en el mío mientras me mirabas a los ojos, esperando. Muy lentamente acerqué mi cara a tu cara, dilatando el tiempo y las pupilas, cada vez más cerca y reflejando mis ojos en tus ojos en mis ojos en tus ojos en un infinito juego de espejos. Rozando levemente la punta de mi nariz en la tuya, hundiendo mis dedos en tu pelo para acariciar levemente la nuca, presionarla levemente para acercarte más a mí, para rozar tu sonrisa con mis labios. Sin prisa, el tiempo detenido, acomodando nuestro abrazo, encajando nuestros labios y sincronizando nuestra respiración en una sola, un aliento en común degustando tu sabor a vino en un roce de lenguas. Lenguas que habían abandonado la comunicación hablada para tantearse hasta entender esta nueva cadencia de movimientos.
Separándote levemente me sonreíste mientras con los ojos me indicabas hacía dónde debía mirar, hacia un lado de la calle donde un letrero luminoso anunciaba una pensión. Sin decirnos nada entramos y cogimos una habitación.

Te detenías en cada uno de los descansillos de la escalera para dejarte abrazar y besar, los labios, los párpados cerrados, el cuello. Me separabas bruscamente de un empellón y un gesto fingidamente escandalizado para, acto seguido, correr escaleras arriba, pero sin prisa, dejándote atrapar nuevamente en el siguiente descansillo. Mis manos se perdían por debajo de tu ropa, sobre tu piel, bajo tu sujetador en un roce de la palma de mi mano que provocaba el efecto deseado y tu jadeo y el fluir agolpándose de la sangre en un punto creciente de mi cuerpo. Palabras entrecortadas en un lenguaje incomprensible para nadie ajeno a nosotros acudían a nuestros labios. Llegamos precipitadamente a la habitación, ahora ya con urgencias nacidas del vino y el deseo, del roce de cuerpos durante la atropellada subida.

Mientras yo cerraba la puerta a mi espalda, caminaste con un balanceo de caderas hasta el centro de la habitación y empezaste a desnudarte con gestos exageradamente teatrales, de cabaretera de bar de carretera, mientras lanzabas tu ropa por el suelo, tarareando una melodía que sólo tú conocías pero que sonaba a provocación y a sexo. Siempre mirándome. Siempre sonriéndome. Me quedé apoyado en la puerta después de quitarme el abrigo, fumando un cigarrillo y observándote, al fondo la ventana con la pesada cortina medio corrida dejando entrar la luz roja del letrero que se desparramaba sobre la cama, sobre la pared opuesta y sobre tu cuerpo vestido de aire. Un cuerpo generoso y bien proporcionado, tus pechos firmes luciendo unos pequeños pezones endurecidos de excitación, el vello ausente de tu pubis hacía que parecieras más joven aún de lo que en realidad eras. ¿Veinte años? pensé. Totalmente desnuda, te enfundaste tu gorrito de lana y te acercaste a mí andando con descarada provocación, tomándome de la mano para acercarme a la cama. Sentada sobre la colcha empezaste a desbrocharme el cinturón. Después la cremallera y el botón del vaquero, bajándomelo hasta medio muslo. Un rápido vistazo fue suficiente para comprender que tu número de strip tease había gustado al público. Bajaste el slip y en una rápida cabezada hiciste desaparecer esa parte de mi cuerpo entre tus labios. Jugando con la lengua, recorriéndola en toda su longitud desde la punta hasta la base para, de nuevo, volver a la punta para volver a hacerla desaparecer en tu boca que emitía jadeos guturales, desde el fondo de la garganta, que hacían vibrar tu lengua que hacía vibrar todo mi cuerpo ensamblado al tuyo. Hundía una mano en tu pelo, presionando levemente tu cabeza como si de esta forma tranquilizara mi temor a que eso terminara, sin poder apartar la mirada de tus movimientos, de esa cadencia y ese vaivén que amenazaba con hacerme enloquecer, con vaciarme desde el fondo de mis entrañas.
Con cierta torpeza me despojé del jersey y la camisa. Precipitadamente me ayudaste a quitarme los zapatos y el pantalón y ya desnudo me tumbé en la cama, lanzándote golosamente de nuevo sobre el postre. No paraste de darme lengüetazos, de lamer, sorber sin dejar de contonear las caderas ligeramente levantadas, mostrándome un delicioso perfil de tus nalgas y tu espalda arqueada hasta que, ya con la respiración entrecortada y entre jadeos, vacié muchos días de abstinencia recibiéndolo con una sonrisa sin apartar tu mirada de mi cara, desencajada de placer, que te miraba con infinito agradecimiento por esos minutos de goce, esos instantes de muerte dulce y abandono en los que más allá de esas cuatro paredes, de nuestros cuerpos, nada importa porque nada existe.

Esa noche nos amamos hasta dejarnos los cuerpos temblando y de nuevo a la mañana siguiente. Ya en la calle te cogí la cabeza suavemente entre mis manos y te dibujé un dulce beso en los labios. Después nos separamos y yo no sabía de ti más que tu nombre y tu cuerpo. No me diste tu dirección, ni tu teléfono ni tan siquiera una dirección de correo electrónico donde localizarte. Yo tampoco te di nada más que ese último beso, pero ambos sabíamos cómo encontrarnos, cómo forzar al azar en un juego que tenía algo de riesgo y algo de trampa y algo de dulce espera.

Durante los dos meses siguientes estuvimos jugando al azar. Te buscaba por esos lugares donde imaginaba encontrarte o por otros donde ya te había encontrado alguna vez. Subía por Torrent de l’Olla desde Córcega y un día embocaba Perill, mientras que otro no me desviaba hasta que divisaba la torre del reloj de Rius i Taulet. Otro día te encontraba en el colmado del cruce con Travessera, comprando una botella de vino, o un cuarto de queso. Al siguiente te localizaba paseándote entre las paradas de vendedores ambulantes en la plaza de la Virreina y siempre había algún día que el azar jugaba en contra nuestra y mientras yo subía por Torrijos, tú bajabas por Verdi y esa noche dormía de mal humor acompañado por mi propia soledad, que siempre fue mala compañía, trazando mentalmente un recorrido por el que posiblemente habrías paseado.

Había noches que ya no esperaba encontrarte y daba contigo en un bar de la plaza del Sol, o en el María, jugando al billar y coqueteando con dos tíos que te comían con los ojos. Entonces una punzada de celos me sorprendía, porque ambos sabíamos que no había amor en esa relación, ambos sabíamos y nos habíamos no dicho que sólo nos unía la pasión y el deseo y que no había ninguna intención de buscar el sexo en otro que no fuera en nosotros, no por compromiso, sino por no existir la necesidad de hacerlo. Pero esa punzada desaparecía tan a prisa como había aparecido cuando me veías y venías a mi encuentro, abandonando el taco sobre el tapete del billar sin importarte si movías las bolas dispuestas sobre la mesa. Te pegabas a mí, ofreciéndote en cuerpo y alma, besándome como si hiciera más de una vida que no nos veíamos. Esos días nos tomábamos unas cervezas y salíamos a la calle a buscar una pensión donde encerrarnos durante toda la noche.
El ritual se repetía con variaciones sobre una misma estructura narrativa. Te detenías en cada esquina para dejarte abrazar, ciñéndote contra mi cuerpo para ponderar la dureza que se intuía a través de la tela de mi pantalón. Y me sonreías con esa sonrisa tuya que no podía resistir, que no podía negarte el capricho de comprar una rosa a cualquier vendedor ambulante que te la ofrecía y que tú cogías, como si fueras una niña a la que ofrecen un globo una mañana de domingo en el parque.

La última noche que te vi aún no sabía que iba a serlo. No lo comprendí cuando, la mañana de ese mismo día, después de pasar contigo la noche, me citaste a una hora determinada en un sitio determinado, contrariamente a lo que había sido norma no escrita durante ese tiempo. Si preámbulos, me cogiste de la mano y me llevaste directamente a una pensión. Ya en la habitación, cerraste la puerta y me apoyaste bruscamente contra ella, empezando a desabrocharme los botones de la camisa con una sonrisa viciosa, pasándote la lengua por los labios. Me besabas en el pecho, pellizcándome y mordiéndome mientras empezaste a desabrocharme el cinturón y los pantalones, que pronto estuvieron tirados en el suelo de la habitación. Conmigo de pie junto a la puerta, te arrodillaste acercando tu cabeza, tus labios calientes, tu lengua húmeda, hasta apoyar tu frente en mi vientre, levantando la mirada para clavarla en mi rostro extasiado, atragantándote, apartando la frente para volver a apoyarla en mi estómago y clavándome las uñas como si temieras que me apartara, nada más alejado de mis intenciones. Sentía la suavidad de tus labios y el ronroneo de tu garganta mientras te acariciabas los muslos, el vientre, el sexo. Por el ritmo de mi respiración supiste que estaba rozando el límite de mi resistencia y tú me hiciste alcanzarlo para, con un rápido movimiento, vaciarme sobre tus pechos mientras me mirabas a los ojos con una sonrisa dibujada en los labios.

Te llevé en volandas hasta la cama y te deposité suavemente. También con suavidad y firmeza, te separé las piernas para besar tu sonrisa vertical, besar esos labios que no hablan ni falta que les hace para saber qué desean. Hundí mi lengua entre los pliegues hasta encontrar ese pequeño botón, el resorte que hace que te estremezcas, que tiembles y gimas y patalees y te quejes sin convicción y a él me apliqué hasta que empezaste a gritar y perdiste el control de tu cuerpo, sacudido por descargas eléctricas y espasmos y empezaste a llorar y a reír y a pedir perdón y a reír otra vez y a pronunciar mi nombre una y otra vez mientras me abrazabas con fuerza y pedías que te abrazara.
Separándome un instante, me tumbé de lado a tu espalda, observando el perfil de tu cuerpo. Con las yemas de los dedos acaricié el perfil de tu cuerpo que se recortaba sobre el blanco de las sábanas que se diluían en lo oscuro de la noche. La levedad de esas caricias te producía escalofríos y risas entre gemidos de satisfacción y el vello erizado y la piel de gallina, que borraba frotándote el cuerpo con la mano entre tus risas. Levantándote una pierna con la mano me fui acercando hasta que encajé mis caderas pegadas a tus nalgas, que empezaste a mover con urgencia. Con la mano libre te acariciaba el perfil de tus muslos, de tus caderas, de tu cintura. Te arañaba suavemente la espalda y te besaba la nuca, el pelo. Jugaba a abarcar levemente con un roce tu pecho. Y tú no parabas de golpear tus nalgas contra mis caderas. Poco después te apartaste y, tumbándome sobre la cama, te pusiste a horcajadas encima de mí, mirándome entre sorprendida y satisfecha, empezando un movimiento de contorneo y después de balanceo sin separar tu cuerpo encajado al mío, sin dejar de sonreír. Apoyando los puños sobre mi pecho mientras acelerabas el movimiento, incorporándote ligeramente sobre tus rodillas, veía rebotar tus nalgas sobre mis piernas semi flexionadas.

Pero ese día no tenías suficiente con nada, querías más, lo querías todo. Sacaste del bolso un bote de aceite que compramos para hacernos masajes y te pusiste boca abajo en la cama, pidiéndome que te masajeara como ya había hecho en muchas otras ocasiones. Otras veces me habías pedido que te masajeara los pechos con aceite, o las piernas, pero lo que más te excitaba era que te frotara las nalgas para después hacerte sentir toda mi excitación entre tus nalgas relucientes. Te hice el mejor masaje que supe, con las palmas de las manos, con los dedos, con la lengua mientras tú te ofrecías arqueando ligeramente la espalda. Estuve entrando y saliendo, hurgando con los dedos en anversa y en reversa, frotándote, besándote, lamiéndote hasta que la excitación empezó a enfermarnos y entonces, arqueando la espalda hasta el límite de tus vértebras, me pediste que me acercara para guiarme hacia donde aún no conocía el camino. Con la mano me fuiste acercando a la entrada y muy suavemente, todo lo despacio que nos permitió la premura que nos consumía, fui abriendo el estrecho camino que me acababas de indicar, centímetro a centímetro y entre quejidos y gemidos y sacudir de caderas por tu parte. Muy lentamente empecé a acomodarme en ese nuevo camino de placer, despacio para ir acelerando y sujetándote con firmeza las cadera empecé a golpearte las nalgas con mis caderas, cada vez más fuerte y tú, entre quejidos y jadeos y gritos me pediste que te llenara.

Esa noche apenas dormimos. Estuvimos haciendo el amor, besándonos o simplemente abrazados y en silencio hasta el amanecer. El sol del mediodía se colaba entre las láminas de la persiana medio cerrada cuando despertamos y tú estabas más guapa que nunca. Incorporada sobre la cama, despeinada, el sol te bañaba en franjas de luz y sombra, justo tal como eras tú. Entregada y misteriosa. Amiga y desconocida. Y una duda ensombreció mi placer. ¿Y si empezaba a quererte?


Cuando nos despedimos en la portería de la pensión, por tus ojos humedecidos lo supe, por tus besos titubeantes y más largos que de costumbre lo supe. Te ibas, regresabas, y ya no te volvería a ver.

Después de ese día y aún durante un par de semanas estuve recorriendo esas calles tan conocidas para mí, rehaciendo mentalmente recorridos que me habías explicado en alguna ocasión en un intento de encontrar una lógica al azar. Secretamente esperaba encontrarte, aunque sabía con certeza que no iba a ser así.


(Sugerencia de consumo)
Leer con la suave melodía de Kind of Blue de Miles Davis.

miércoles, 3 de agosto de 2005

Quería escribir unos versos (arrebato V)

Quería escribir unos versos, pero se me ahogó la rima en el vino que empecé a mezclar con la sangre para ahogar un miedo que perdura. Recuerdo cuando, siendo un niño, tenía miedo a los monstruos que habitaban bajo mi cama, en el armario, tras la ventana. Qué fácil era hacerlos desaparecer con sólo encender la luz. Siento añoranza de esos miedos de monstruos tangibles. Pero ahora, cómo hacer desaparecer los miedos adultos. Qué pena perder la inocencia, cambiarla por experiencia. Cómo hacer desaparecer el miedo a lo intangible, el miedo a lo que acontecerá, a la pérdida. Obviamente hay un montón de gente que vive de eso precisamente y no seré yo quien se cargue el negocio. Ahí tenemos a las religiones, las aseguradoras, la industria farmacéutica, los ejércitos, policías, abogados… Pero cómo hacer desaparecer el miedo al dolor. Y no me refiero al dolor físico, que para eso ya están los chutes de nolotil. Me refiero a ese dolor abstracto que por ignorancia y romanticismo ubicamos en el corazón, a ser posible atravesado de heridas que siempre sangran.

Y quería escribir unos versos ya no del miedo al dolor, sino de la causa de ese miedo. Siempre pensamos egoístamente que deseamos lo mejor para los nuestros, para quien más queremos. Solemos desvivirnos por ellos, nos preocupamos, cargamos angustias. Pero no es por ellos sino por nosotros. Nos preocupamos del dolor que causaría en nosotros su pérdida, del vacío que dejarían en nuestra vida.

Imaginemos por un momento que justo en una etapa especialmente baja, cuando la palabra autoestima es contradictoria en si misma, alguien se cruza en nuestro camino. Que ya es casualidad ese cruce, no nos engañemos. Nadie tiene el camino marcado con una línea continua salvo, quizás, por la parte recorrida. Aunque no podamos recorrerlo en modo inverso. Imaginemos que esa persona nos saca para ver la luz fuera del pozo. Vemos la belleza que sólo se ve en estos casos. En estos estados hasta somos capaces de ser felices la mañana de un lunes de febrero nublada y helada, justo cuando vamos al trabajo.

Pero en esos momentos estamos sujetos a la suerte, a la absoluta merced de la rueda de la fortuna. Fortuna Imperatrix Mundi que rescató del olvido Orff. Y en mi caso la suerte, según se mire, no ha sido demasiada hasta ahora. Las que me gustaron especialmente se fueron. Y cuando digo se fueron no estoy usando metáfora alguna. Debo aclarar este punto porque a menudo abuso de ellas. Se fueron literalmente. O regresaron, que viene a ser lo mismo. Y el hecho de saberlo de antemano no quita hierro al asunto. ¿Qué coño tendré dibujado en la cara para que todas las que se van a ir me escojan a mí precisamente? Y en este caso el miedo al dolor toma un cariz extraño. ¿Miedo? En absoluto. Es certeza. Con otras simplemente fue una desviación en un cálculo, aunque siempre bienvenido, o un allegro divertimento. En fin, lo que decía al empezar el párrafo. Según se mire. Según palabras del aragonés errante, salto de cama en cama, de boca en boca, de falda en falda. Y eso sí, no soy nada original, siempre es el mismo dolor.

Y regresemos al principio, al origen del arrebato. La maravilla de escribir es que siempre puedes regresar al principio, enmendar, borrar y rehacer. Yo quería escribir unos versos porque sentía en mis venas la alegría de los latidos, aunque también bombeara miedo. Por un momento, breve en términos absolutos, eterno en número de latidos, pensé que volvía a las andadas. Pensé que se iba de nuevo. Pensé que la rueda de la fortuna me había vuelto a centrifugar lanzándome a tomar por el culo, ese lugar común donde nos encontramos siempre los perdedores. Afortunadamente -gracias bella diosa fortuna- me ha sido concedido un nuevo plazo. Cualquier día de estos estaré de nuevo escribiendo sobre dolores, ya lo veréis. En realidad, aunque me joda, siempre será mejor para el lector. Creo que me pongo más empalagosamente pegajoso que Neruda (sin su talento, obviamente) cuando escribo sobre la belleza y el amor sin dolor. Me manejo mejor en la angustia. Y en esto tampoco soy original, ya veis. Y si no me creéis, haced una estadística sobre los premios cinematográficos que se han llevados los dramas frente a las comedias. Y es que la ligereza, la alegría, la felicidad al ser en si mismas un premio, acaban por quedarse sin premio.

Arrebatos dixit.

Arrebatos Foráneos: Rafael Alberti (II)

8

Se equivocó la paloma.
Se equivocaba.

Por ir al norte, fue al sur.
Creyó que el trigo era agua.
Se equivocaba.

Creyó que el mar era cielo;
que la noche, la mañana.
Se equivocaba.

Que las estrellas, rocío;
que la calor, la nevada.
Se equivocaba.

Que tu falda era tu blusa;
que tu corazón, su casa.
Se equivocaba.

(Ella se durmió en la orilla.
Tú, en la cumbre de una rama.)


9

Al alba, se asombró el gallo.

El eco le devolvía
voz de muchacho.

Se halló signos varoniles,
el gallo.

Se asombró el gallo.

Ojos de amor y pelea,
saltó a un naranjo.

Del naranjo, a un limonar;
de los limones, a un patio;
del patio, saltó a una alcoba,
el gallo.

La mujer que allí dormía
lo abrazó.

Se asombró el gallo.


Metamorfosis del clavel
(a Ricardo E. Molinari)

Rafael Alberti

Arrebatos Foráneos: Rafael Alberti (I)

Todo lo que por ti vi
-la estrella sobre el aprisco,
el carro estival del heno
y el alba del alhelí-,
si me miras, para ti.

Lo que gustaste por mí
-la azúcar del malvavisco,
la menta del mar sereno
y el humo azul del benjuí-,
si me miras, para ti.


Prólogo,
El alba del alhelí.

Rafael Alberti

Lluvia

A las seis de una tarde de agosto el cielo gris ceniza ofrecía el aspecto de un octubre. Ráfagas de viento cargadas de ozono y lejanos truenos. Pronto la ventisca arrastra la tormenta que barre la calle en oleadas de lluvia descargada con furia. El rugido del trueno ha ido paulatinamente acercándose a la descarga eléctrica, al rayo que araña la tarde vaciándola de oscuridad, mostrándose casi simultáneamente. El silencio más estremecedor es justo el posterior al trueno... silencio... que de inmediato se torna en repiquetear del agua sobre el asfalto, sobre los coches aparcados, sobre el pelo mojado.

La lluvia...
... es uno de los pocos bienes que (aún) no se pueden poseer.
... ahoga incendios que andan calcinando pulmones y serena los que quedan por encender.
... afortunadamente no apaga fuegos del corazón. Esos fuegos sólo se enfrían en la escarcha del deseo.
... nos permite respirar hondo el aire limpio.


Como agua caída del cielo. Así ha sido esta tormenta de verano sobre Barcelona. Este año las habituales tormentas de finales de agosto se han adelantado, para disgusto de reptiles y adictos al torrezno epidérmico y algarabía y disfrute mío y de algún otro... ¿excéntrico? Quizás. Uno de mis mayores placeres, amén del vino y las mujeres, es la lluvia sobretodo en verano. Tras tantos y tantos días de padecimiento canicular, cuando veo que el cielo se tiñe de gris y las rachas de viento llegan cargadas de ozono, una indescriptible complacencia se adueña de mí. Cierto que a mucha gente la lluvia y en general los días grises lo arrastran a una melancolía que les desagrada. No es mi caso. Quizás sea una cuestión de contrastes. Me explico. Soy (me considero, ergo soy) una persona gris, con pensamientos grises, trabajo gris, vida gris en general. Cuando el día es soleado y lleno de color (un día kodak) me encuentro especialmente abajo. Si por el contrario el día es gris, me mimetizo con él. Siento que formo parte del día, del tiempo (cronológico, no metereológico, que también), de la vida que me rodea del mismo color gris que yo genero.

No es extraño verme caminar bajo una tormenta de verano con el pelo mojado como única protección. Es cierto que cuando regreso a casa, calado hasta los huesos, es incómodo y hasta desagradable quitarse la ropa empapada. Pero qué placer andar bajo la lluvia, pisar los charcos, levantar el rostro hacia el cielo y dejar que el agua lo limpie de tristezas y preocupaciones. Al contrario que reza la tradición, no llueve cuando canto sino al revés. Suele ocurrir que cuando ando bajo la lluvia me da por cantar. ¿Qué canto? Difícil de definir. Supongo que tarareo algunas letras conocidas. Lo que sé seguro, la canción que siempre acude a mi mente y lanzo hacia mi voz cuando llueve, además de algún que otro fragmento disperso de Calamaro, Waits o Búnbury, es "Time is on my side" de los Stones. ¿Por qué? Quizás porque tengo todo el tiempo del mundo a mi favor.


Hermosa tormenta. En mi barrio -cerca de la montaña- incluso ha granizado. No tengo mucha memoria histórica, y menos en este barrio, pero no deja de ser sorprendente que a día dos de agosto en Barcelona ¡granice!
Cuando ha amainado un poco he subido a casa y he tirado algunas fotos, otra de mis pasiones, en la terraza. La lluvia es hermosa en todo su esplendor pero también en sus detalles. Y los cielos con nubes son los más bellos de fotografiar (y observar).


Hay una palabra en catalán que desconozco su equivalente castellano. Es una hermosa palabra relacionada con la lluvia: Saó. Cuando llueve en el campo de forma continuada. Esa lluvia que, lejos de ser la típica tormenta que lo vomita todo de golpe, va dejando caer lágrimas sobre la tierra reseca durante horas, un día, dos... Esa lluvia que beneficia tanto al campo y de la que últimamente vamos tan escasos. Bien, pues esa lluvia deja -¿genera, produce, crea, da?- "saó". Que no es más que la profundidad a la que ha llegado la humedad del agua. Es cuánto ha calado la lluvia en la tierra. Es una medida del beneficio producido por la lluvia en la tierra de cultivo. La profundidad de "saó" es extrapolable al contento de la gente del campo... Y en ocasiones extrapolable a mí.



Alegría. Esta tarde ha llovido en Barcelona.
Melancolía. Me sigue lloviendo una ausencia.


(sugerencia de consumo)
Leer en la tormenta escuchando Time Is On My Side de los Stones