sábado, 30 de agosto de 2008

el Duero y algo más

Han sido dieciocho días remontando el Duero a contracorriente como los salmones y... Porto, Vinho Verde, Douro, Ribera del Duero, Rueda, Toro, casi Rioja, Navarra y casi Cariñena, pasando a la vuelta por Penedés. Total, que he cruzado una decena de denominaciones de origen, de las cuales he dado buena cuenta de sus caldos sin acabar de arruinar mi hígado y riñones. Y como he estado tan ocupado, me ha sido imposible y poco seductor buscar un sitio donde poder publicar lo que he ido escribiendo en una libreta durante el camino. Lo haré ahora, respetando más o menos las fechas originales.

parras


Es decir, que las sucesivas entradas de mi ruta del salmón irán apareciendo debajo de esta.

martes, 26 de agosto de 2008

Así da gusto

Para ir a Logroño debemos encomendarnos a un incierto cambio de tren en Miranda de Ebro y aún así llegaremos a las diez de la noche sin la certeza de encontrar un hotel. A Burgos es directo y llegamos a las siete y media, en la guía tenemos una lista de hoteles de esta ciudad y además el cansancio comienza a hacer mella, conque el cambio de planes en el último momento nos parece de lo más razonable. Y qué coño, ¡que en Burgos también se tapea de fábula!

Catedral de Burgos


La última vez que estuve en Burgos estaban rehabilitando la catedral. La recordaba magnífica, eso sí, pero de piedra negruzca y llena de andamios. Hoy la fachada luce un sorprendente tono arenisco que a más de uno le dará por pensar que se han pasado con la limpieza de cutis. Está claro que la memoria visual es muy poderosa y que ante un cambio tan notable lo normal es despertar suspicacias, pero como yo soy de los que piensan que cuando a uno le gusta su trabajo, por fuerza que lo hace bien, no seré quien ponga en duda el trabajo de los restauradores. Eso sí, con este cambio en la catedral ha cambiado el centro de Burgos, pues de ser gris y oscuro, muy medieval en el sentido que le da nuestro imaginario, ahora ha pasado a ser claro y luminoso. Afortunadamente lo que no ha cambiado es el buen hacer en los fogones de los bares de tapeo (“La mejillonera” sigue siendo magnífica y sus bravas insuperables) y restaurantes. O si lo ha hecho, ha sido para mejor… excepto en uno, pues qué chasco con “La cabaña”. En mi memoria estaba rebosante de gente intentando encontrar un hueco por el que colarse hasta la barra, sus bravas eran magníficas, la morcilla y los tigres extraordinarios y el servicio atento y eficiente, y me he encontrado con un local desangelado (debí sospechar al verlo tan vacío), con un par de camareros incompetentes, una jefa con malas pulgas y una cocinera moviéndose a cámara lenta; la morcilla estaba buena, eso sí, porque es lo mínimo que se le puede exigir a un bar burgalés, pero el resto que pedimos para olvidar (de hecho ya lo he olvidado) y los tigres ni siquiera los probé, pues ninguno de los dos camareros fue capaz de recordar mi comanda (sólo lo hicieron a la hora de cobrar). Lo dicho, una verdadera lástima. Así que para borrar el mal sabor de boca, la noche siguiente hemos ido a cenar a tiro fijo al Don Nuño (el Asador de Aranda se alejaba del presupuesto), donde casi me saltan las lágrimas ante la hiperbólica pierna de cordero asado que me he metido entre pecho y espalda, precedida por una sopa castellana y regada con un reserva de Arzuaga, con colofón de postre de la abuela, que es como nuestro mel i mató (a saber, queso fresco con miel y nueces) pero con queso de Burgos en lugar de requesón.

pinchos de la casa


El último día, tras pagar la cuenta del hotel y antes de tomar el tren que nos llevará a Tudela dando una vuelta por Vitoria y Pamplona (los trenes estaban sin plazas y hemos tenido que combinar un par de regionales), hemos aprovechado las escasas dos horas que teníamos libres y, armados con una guía de las mejores tapas de Burgos que lamentablemente hemos descubierto demasiado tarde, nos hemos lanzado a la caza de la delicatesen minimalista con excelentes resultados para el paladar. Así da gusto.

domingo, 24 de agosto de 2008

La España profunda

Llegar a Aranda de Duero a través de un paisaje de almacenes y fábricas de polígono industrial a ambos lados no es la idea que tenía de una bonita ruta por el Duero, pero qué le voy a hacer si la realidad hace todo lo posible por desmontarme el romanticismo previo al viaje. La estación de tren, desierta y aislada, en medio de un paraje desolado, cruzada por varias vías oxidadas y en desuso, me da la sensación de haber entrado en el reparto de un western crepuscular de Sam Peckimpah, o en un cuadro de Hopper, dice ella. Es uno de esos lugares donde la dimensión del tiempo parece no existir. La estación está ahí, siempre ha estado ahí, pero nadie en todo el pueblo lo sabe. Es por eso que cuando el jefe de estación irrumpe ante nosotros como una aparición materializada de la nada (para desaparecer justo después igual que ha aparecido) y nos anuncia que el tren viene con media hora de retraso, no me sorprendo ni me siento contrariado con la noticia. Ni siquiera es resignación, porque ya sé que en esta estación, en esta especie de decorado de un capítulo de "The Twilight Zone", no pasa el tiempo. Este es uno de esos extraños lugares en los que el tiempo sólo desgasta y avejenta.

en medio de ninguna parte


De Peñafiel nos queda el sabor amargo de la decepción, pero es que estaba cerrado por vacaciones tras las fiestas patronales. En Portugal apenas hubo un solo día en que me sintiera extranjero, pero aquí me he visto como un extraterrestre. El hostal está en las afueras del pueblo, junto a la carretera, en una zona rodeada de almacenes y desangelados bloques de viviendas nuevas. Al llegar no nos ha recibido nadie más que un cartel avisando de que hay que ir a por la llave a un bar. Es correcto y funcional, pero impersonal y nada acogedor. Cuando entramos para dejar las maletas de inmediato tenemos ganas de abandonar el pueblo.

Un posterior paseo nos revelará una serie de cuestiones: Por las calles no hay nadie salvo algún turista despistado, adolescentes fanáticos del tunning y, en un parquecillo arbolado junto al río, una congregación jubilados en silla de ruedas. E inmigrantes, muchos inmigrantes rumanos dedicados a la dura tarea de vaciar botellines de cerveza en las terrazas, o vaciar tragaperras, de los pocos bares que quedan abiertos. Porque esa es otra, los restaurantes, poco antes de las nueve de la noche, están todos cerrados. El último descubrimiento, pero no el menos sorprendente, es que el centro histórico de Peñafiel está a las afueras de Peñafiel. Justo en el otro extremo de las afueras donde tenemos el hostal.

Encontramos un bar no demasiado sórdido con comedor al fondo, ahora a oscuras. Preguntamos en la barra y nos dicen que la cocinera llegará sobre las nueve y cuarto, así que para matar el hambre pedimos algo de jamón y una copa de vino. A las diez una camarera rumana teñida de rubio oxigenado empieza a poner las mesas del comedor, sin prisas, y a las diez y cuarto por fin nos sentamos. Sólo hay otra mesa ocupada, pero no será hasta las once menos cuarto que nos pongan los platos en la mesa. El vino, ya que estamos en la cuna de Protos, será un crianza de esta bodega, que nos servirán demasiado frío, recién sacado de la nevera. En el televisor ameniza la velada una selección de las mejores cogidas en los encierros del 2007. Estamos en la España profunda y parece que todo a nuestro alrededor esté pensado para que no nos quede ni un ápice de duda.

sábado, 23 de agosto de 2008

De Salamanca a Peñafiel

La había visitado hace un montón de años, en una ruta que hice con mis padres hace casi treinta años, o quizás veinticinco, no lo recuerdo con exactitud. Por lo tanto, a todos los efectos y salvo algunos detalles que todavía conservaba en la memoria, esta era mi primera visita a esta ciudad, algo que se agradece porque Salamanca invita a perderse por sus calles y sus plazas para así descubrirla. Entrar en la primera tasca que nos crucemos a tomar un vino –¿rioja o ribera? te pregunta el camarero- y una tapa para continuar caminando hasta la siguiente, en la que repetiremos el ritual. Costilla, panceta, riñones, chanfaina, jamón… La elección se hace difícil, aunque con la tranquilidad de saber que sea lo que uno pida, no se va a equivocar.

las conchas de la casa


Cuando hice la reserva, por teléfono, del hostal me preguntaron si prefería una habitación interior o exterior. A las cinco de la madrugada, esta pasada noche, tumbado en la cama con los ojos como platos clavados en el techo mientras escuchaba a las hordas de borrachos berreando por la calle Meléndez, me he arrepentido de mi elección. Es por eso que el trayecto desde Salamanca a Valladolid lo he dormido hasta Tordesillas.

terraza en la plaza mayor arcada de la plaza mayor

Desde tres kilómetros antes de cruzar el Pisuerga, el paisaje junto a la carretera se convierte en el paraíso del promotor inmobiliario, una pesadilla de bloques de viviendas clónicas con sus ridículos parterres con escuálidos arbolitos; una maqueta a tamaño natural hecha con prefabricados, un catálogo de pisos muestra a pagar en cuarenta años con muchas facilidades, lejos de todo y cerca de nada. Poco después, tras cruzar el puente, entramos en la ciudad y el autobús aparca en la cochera. La estación de autobuses de Valladolid nos recibe con banda sonora del Dúo Dinámico y dos relojes: un marca las cinco y el otro las cinco y cuarto. La chica que atiende la taquilla, además de ir estreñida y tener la regla, no sabe los horarios de paso de los autobuses, por lo que nos remite al conductor.

Abandonar la ciudad es un alivio. La carretera ahora cruza un pinar en toda su extensión, sin una sola curva, dando la sensación de avanzar por un túnel hasta llegar a una glorieta con sus indicaciones. Es el primer anuncio advirtiendo de que entramos en tierra de vinos: vamos a Peñafiel. Las oxidadas vías del antiguo ferrocarril que unía Valladolid con Aranda de Duero siguen tendidas paralelas a la carretera en algunos tramos. Pienso que es una lástima que quedara en desuso. Con tantas y tan buenas bodegas en esta zona, qué mejor que hacer la visita en tren. Los pinares continúan saliendo a nuestro paso y comienzan a verse los primeros viñedos. Al fondo una alameda que serpentea el paisaje nos recuerda que estamos siguiendo el curso del Duero. Observo que los pinos de esta zona son distintos a los que se suelen ver junto al Mediterráneo. Son pinares menos tupidos, como aligerados de sus copas. Junto al mar forman un tejido compacto, uniforme y homogéneo, donde las ramas de unos se cruzan con las de los pinos vecinos y las copas se funden y confunden las unas con las otras. Aquí, en cambio, son bosques de pinos individuales, con sus copas bien perfiladas, redondeadas y ligeramente achatadas sostenidas por un tronco recto y estrecho que le confiere una aparente desproporción, como de árbol cabezón.

el coso de Peñafiel


Las indicaciones en la carretera siguen recordándome etiquetas de vino: Quintanilla de Onésimo, Valbuena, Aranda de Duero. Hacia allá continuará el autobús cuando nos bajemos en Peñafiel.

miércoles, 20 de agosto de 2008

La meseta

A Miranda do Douro le sucede lo mismo que a todos los pueblecitos que han padecido un crecimiento desmesurado, que el centro histórico es bonito (en este caso son dos calles principales, una plaza y una iglesia, parcialmente amuralladas) y todo el tejido urbano que las rodea es de una vulgaridad que tira de espaldas. Su situación fronteriza la convirtió en su día en un gran mercado sobre todo de ropa barata para los españoles que viven en Zamora, Salamanca y Valladolid. Y de eso vive todavía, de las compras, la hostelería y más recientemente de bucólicos y bobalicones paseos en barco por el Duero con música new age como banda sonora.

sombras en Miranda do Douro


También es un balcón privilegiado sobre el Duero en su curso fronterizo, del profundo tajo que el lento descenso de sus aguas, con sus crecidas y sus heladas, han surcado en la meseta ibérica, que aquí es protagonista de un horizonte sin fin. A mí estos horizontes sin interrupciones, estas miradas infinitas en que se ven las formaciones de nubes alejándose hasta que se funden en la difusa línea del horizonte siempre me han producido cierta congoja, una sensación de desamparo en la que echo en falta puntos de referencia geográficos a partir de los que me pueda ubicar. Y una vez uno se adentra en España y pierde la referencia del río la sensación empeora. Esa monotonía de paisaje de la dehesa, de los pastos moteados de encinas hasta donde alcanza la vista, de una belleza arrebatadora cuando las sombras se alargan, eso sí, pero en la que no me gustaría perderme porque quizás el primero que me encontrara sería un toro de los que pastan por ahí.

Llegamos a Villarino de los Aires, en la provincia de Salamanca, que es el pueblo de un amigo que nos va a hacer de guía y que antaño fue paso obligado de los contrabandistas que cruzaban el río y puesto avanzado de la Guardia Civil que intentaba evitarlo. Nos libramos por un día de las fiestas patronales, algo que nuestro hígado agradece con un suspiro de alivio. Durante dos días nos dedicamos a recorrer buena parte de la zona sur de la provincia pasando por Ciudad Rodrigo, en la que aprovechamos la visita al casco antiguo amurallado para tomar unas tapas y unos vinos, la Sierra de Francia con su privilegiado mirador y el pintoresco (sus casas parecen sacadas de la Bretaña o Normandía) La Alberca. No hubiera estado nada mal pasarse por Guijuelo (por razones obvias), pero todo no se puede.

en ruta por la meseta


Al regreso vamos por una carretera secundaria cruzando lacónicos pueblos perdidos entre encinares y pastos, que por la forma en que observaban los lugareños nuestra marcha (y por el mejorable estado del asfalto) mucho me temo que no les resultaba demasiado habitual ver gente de paso. Poco después, de nuevo en la meseta, seremos testigos de esas puestas de sol que sólo se dan ahí, cuando por el este la oscuridad acecha y algunas estrellas comienzan a dejarse contar, mientras que al oeste todavía se pueden ver todos los colores rojizos, anaranjados y amarillos de un día que languidece.

día y noche en la meseta salmantina


lunes, 18 de agosto de 2008

Trenes, gasolina y Miranda do Douro

Que el progreso no equivale a mayor bienestar es algo que cualquiera habrá podido, como mínimo, sospechar. La primera vez que pensé en ello fue hará unos veinte años, cuando empezaron a cambiar los antiguos los trenes que iban de Barcelona a Puigcerdà (y a la frontera francesa); trenes que pasaron de ser de mullidos sillones y ventanas abatibles a duras banquetas y herméticamente sellados para poder sufrir a gusto el aire acondicionado y el hilo (grueso cable) musical. Un absurdo considerable teniendo en cuenta que la vía sigue siendo la misma que se trazó antes de la guerra y que en algunos tramos la velocidad no supera los treinta kilómetros por hora.

Lo he vuelto a recordar en Portugal, en la línea férrea que sigue el trazado al dictado del Douro. Ahí los trenes todavía son de esos con sillones mullidos y cómodos, con salitas entre los vagones y, sobre todo, con las ventanas abatibles. Poco importa que sean de gasoil y que el humo entre dentro del vagón en los numerosos túneles que se cruzan durante el trayecto. Lo verdaderamente importante es que uno puede asomar la cabeza y respirar y oler en cada tramo eso que debe ir emparejado con cada paisaje. Es un trayecto vivo y expuesto, nada que ver con los paisajes asépticos tras un doble acristalamiento de los trayectos españoles.

estación de Pinhão


Así he ido, feliz y contento asomando la cabeza por la ventana, con el tibio viento en la cara y acompañando mi pelo desde Pinhão (preciosos los mosaicos de azulejos de la estación) hasta Pocinho, que es donde termina la línea férrea rentable y comienza la deficitaria hasta España, ergo es donde termina el trayecto. A partir de ahí, el autobús es el único modo de moverse en transporte público. Y así es como hemos llegado hasta Miranda do Douro. Y ahí, al dejar el muy civilizado tren, es donde la barbarie ibérica se ha mostrado en toda su plenitud.

el tren del Douro


La carretera abandona el valle del Douro y comienza a ascender. No hace, de hecho, más que ascender hacia la meseta. Al fondo, en el horizonte, uno comienza a percibirla con sus nubes bajas dispuestas marcialmente para que las distancias parezcan mayores, pero todavía los valles menores y peñascos dominan el paisaje. La meseta se mantiene ahí, como un final de trayecto prometido, pero todavía incierto. El autobús se detiene en una especie de estación de servicio que es a la vez aparcamiento y cementerio de autobuses; va a repostar. En España nunca he visto repostar un autobús con todo el pasaje dentro, pero en Portugal parece que es algo habitual. Es más, he aprovechado la parada para bajar a estirar las piernas, y lo que he visto todavía ahora me eriza el pelo del cogote.

El conductor baja y se acerca a un chico de unos veinte años. Parece que se conocen, se cruzan unas pocas palabras, unas risas y el chico va hacia el surtidor de gasolina. Saca la manguera, se cuelga un cigarrillo de los labios y le pide fuego al conductor. Este se lo enciende, le da unas rápidas caladas y se dirige al autobús. Con la mano en la que sostiene el cigarrillo encendido desenrosca la tapa del depósito, se la mete en el bolsillo trasero del pantalón y empieza a cargar gasolina. Acto seguido se acerca el conductor también fumando y poco después se les une otro chico de la gasolinera, que se enciende su cigarrillo con el del otro chico. Se quedan ahí fumando y charlando mientras se llena el depósito hasta que el surtidor deja de servir y emite un pitido. Entonces el chico, con el cigarrillo en la mano derecha, saca la manguera del depósito con la misma mano, se la pasa a la izquierda, busca en su bolsillo trasero el tapón y lo enrosca mientras sujeta con dos dedos el cigarrillo todavía encendido. Al cabo de unos pocos minutos se despiden y los tres tiran el cigarrillo al suelo y lo apagan con el pie.

Unos cuarenta minutos más tarde, milagrosamente hemos llegado a Miranda do Douro.

domingo, 17 de agosto de 2008

Una quinta en Pinhão

Antes de regresar a Pinhão, el taxista nos ha señalado un rincón de la cochera por el que descendía una estrecha escalera entre la pared encalada y una barandilla emparrada. A medio descender, cargando con la maleta a pulso (ya llevaba algunas botellas de vino dentro), una voz de mujer nos ha preguntado si ya habíamos cenado. Todavía no eran las ocho de la tarde.

–Pues todavía no. –Ha respondido ella (mi ella), que iba unos pasos por delante.
–Os estábamos esperando para cenar. ¿Queréis uniros a nosotros?

Abajo, cubierta por un entoldado, una larga mesa espléndidamente servida sobre un suelo de baldosas de loza. Más allá un jardín alfombrado de césped, donde un grupo de personas, ocho en total, conversaban animadamente para matar el tiempo antes de la cena. Al fondo un paisaje de ondulantes viñedos y el sol ocultándose tras las colinas, inundando la escena con los últimos tonos cálidos antes del anochecer. He tenido que apoyar la maleta en el suelo.

–Cenamos ¿no? –Ha insistido ella girándose hacia mí. Para a continuación apostillar, por si había dudas–. Me muero de hambre.
–Yo no tengo hambre pero…
–No es obligatorio… –Ha puntualizado la mujer mientras observaba nuestros titubeos.

En una rápida sucesión de diapositivas, ha pasado por mi cabeza que habíamos comprado comida y vino para ahorrar un poco estos días, que lo estaba cargando todo en la maleta, que nos hemos puesto hasta las trancas de presunto, queijo y vinho verde en una taberna de Amarante antes de tomar el tren y que todavía me lo notaba en la boca del estómago. Y pese a todo he pensado qué coño y he respondido:

–De acuerdo, cenemos con ellos, total…

Quinta do Passadouro


Han sido tres días de refinado reposo en una zona que es famosa por producir los mejores vinos de Porto y Douro; en una quinta que embotella algunos de los más reputados caldos. Unos días desayunando pan con mantequilla y confituras caseras, zumo de naranja recién exprimido y café o té. Días de baños en el río y paseos entre viñedos ordenados en terrazas, surcando el suave perfil de las colinas como las curvas de nivel de esos mapas en los que me perdía viajando cuando de pequeño me encerraba en mi cuarto. De agradables conversaciones en las cenas a las ocho de la tarde, bajo el entoldado de la terraza, probando variedad de excelentes vinos de Douro (unos blancos de Niepoort con algo de crianza, de un color dorado brillante, aceitoso y un ligero aroma almizclado y de sabores a fruta madura, y tintos de Quinta do Passadouro, el uno rojo rubí, joven y afrutado, el otro espeso, color cereza oscuro con reflejos tostados, potente en aromas y un final a cacao quizás) y los insuperables Porto también de Niepoort y Quinta do Passadouro: un alegre Ruby, algunos más que notables Tawny y LBV y un elegante, denso y aromático Vintage de 1999 acompañados de chocolates belgas. Un hermoso espejismo al margen del tiempo y en un espacio propio sin interferencias, pues al regresar a las poblaciones (de ambos lados de la frontera) para tomar trenes y autobuses, de nuevo nos hemos visto rodeados por la barbarie ibérica.

viñedos en Vale do Mendiz


Tras estos tres días llego a la conclusión de que la civilización occidental, nuestra civilización tal y como la conocemos (o idealizamos), no es herencia de la Grecia clásica ni de la antigua Roma imperial, sino que tiene su origen en la Inglaterra victoriana. De los ingleses se puede afirmar, sin temor a equivocarse o a caer en el tópico, que tienen la peor gastronomía conocida y que los vinos que puedan llegar a producir en sus islas no sirven ni como colutorio. Sin embargo es innegable que a lo largo de los años han sabido buscar y encontrar a quien les cocinara y dónde localizar las tierras para retirarse a plantar viñedos para producir excelentes vinos de su gusto.

viernes, 15 de agosto de 2008

Amarante

El tren avanza remontando el Douro pegado a su orilla norte, como siguiendo un camino de sirga. Es un tren de vía estrecha, de un solo vagón. Desde su interior, con su doble hilera de asientos emparejados separados por el pasillo central y al fondo a la izquierda el asiento del conductor, el traqueteo sobre los raíles es la única pista que tenemos para no confundirlo con un autobús. Este, como el que hemos abandonado con prisas en Livraçao entre jirones de un sueño roto bruscamente, es también de gasoil.

Dejamos Porto atrás, con sus colores reflejados en el río, sus bodegas de Porto y sus terrazas de verano, pero también dejamos atrás la miseria, el abandono y la tristeza para hacer parada y fonda en Amarante, en una habitación con una terraza luminosa y floreada colgada sobre el río. Pondré vino a enfriar para celebrarlo.

Aquí en el tren-bus los rostros están sonrosados de sol y sonrientes. Las conversaciones de los pasajeros entre ellos o con el revisor son animadas y salpicadas de risas. A mi lado se sienta una mujer de unos sesenta años, pelo ceniza recogido con un sencillo moño en la nuca y aspecto sano y fuerte, de piel curtida y poblado bigote. Viste riguroso luto. Se descalza y cruza su bastón entre dos banquetas para apoyar unos pies compactos, cortos y anchos, de uñas trasquiladas. Después cubre sus piernas desnudas bajo sus rodillas con un chal de lana, también negro. Con su brazo derecho extendido retira la cortinilla y deja que su mirada se pierda entre el paisaje. Allá abajo, encajado por una estrecha alameda, entre pinos que trepan por las colinas moteadas de pequeñas parcelas de viñedos, retrocede solemne el Támega, amplio y tranquilo, sus verdes aguas apenas lamiendo sus orillas. Va a reunirse con su hermano mayor el Douro, pero sin prisa. Sonrío y pienso que ahora, lo que más me apetece en este mundo es descorchar una botella de vino y tomarla contigo con los pies en remojo.

anochece en Amarante



He descorchado una botella de Tellu’s, tinto de la denominación de origen Douro, joven y afrutado, que tengo al fresco en una regadera. Lo tomo sin prisas mientras escribo estas anotaciones. Ante mí Amarante me ofrece una de sus más hermosas postales: La iglesia con su plaza y el puente de piedra, con su arco de medio punto, ahora iluminado con faroles, que el río me devuelve en reflejo simétrico formando una circunferencia completa bajo sus aguas, que se deslizan sin rizos ni ondulaciones, como un espejo. Tenemos la mejor habitación de Amarante. Sólo me faltas tú, pero ahora lees en la cama mientras yo lleno una sola copa.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Porto

Diría que Porto conserva el distinguido encanto de la decadencia si no fuera porque mi percepción ha sido que Porto no conserva, sino que lleva décadas acumulando decadencia hasta llegar a un punto de difícil retorno. Tiene el aire de colonia británica abandonada a su suerte y que la fortuna le ha dado la espalda. Basta pasear por las calles del centro para toparse en cada esquina con la miseria, con sus edificios abandonados y decrépitos por decenas; edificios enteros que son una fantasmal ruina de ventanales con cristales rotos, puertas desencajadas y paredes desconchadas, muchas de ellas exhibiendo un más que incierto cartel de “se vende” –¿a quién? me pregunto–. No me sorprendería saber que, tras la fachada fluvial, no vive nadie en esas calles. Nadie salvo los mendigos que revolotean alrededor de las terrazas y los grupos de borrachos que pasan los días bebiendo en los parques.

Y pese a todo, es una ciudad hermosa.

Hermosa para el viajero que esté de paso, porque vivir en Porto, o por lo menos vivir en el centro de la ciudad, debe ser para deprimirse. Sin contar las risas de los borrachos (risas que se convertían de repente en gritos y broncas), no vi reír a nadie en Porto. No vi felicidad en sus gentes. Uno pudiera pensar que se trata de una melancolía de fado, pero no es ese tipo de tristeza, sino más bien cierta desesperanza, ese tipo de abatimiento del que se siente olvidado por todos.

Y pese a todo ello, Porto es una ciudad bellísima.

Porto


A través de la puerta, abierta de par en par, se puede ver una cama pulcramente acolchada, un armario desvencijado y algo de ropa tendida en unas cuerdas que cruzan la escueta habitación. Sentada tras esa puerta, en el maravilloso balcón al Douro que es el estrecho muelle de Bacalhaeiros, una anciana enlutada escucha fados. El portal anterior está cerrado a cal y canto, deshabitado, como casi todos los portales del centro de Porto. El posterior es un bar con un par de mesas ocupadas en el exterior y vacío en su interior. El río discurre pausado en este atardecer frío; apenas unas pinceladas pintan sobre su superficie los reflejos de un sol que se hunde más allá de la desembocadura rodeado de toda una paleta de amarillos y naranjas. Dejo la puerta atrás y la voz de Amália llega con nitidez hasta mí. Para la anciana, ella es la única persona que le queda de sus años felices.

martes, 12 de agosto de 2008

Habla, memoria

Vladimir Nabokov es un prisma de infinitas facetas, un autor que disfruta tocando muchas teclas y que con ello hace que el lector lo pase en grande; por lo menos el lector exigente. En él encontraremos desde una bellísima evocación de un paisaje, o de un instante –“¡Acariciad los detalles! ¡Los divinos detalles!” les aconsejaba a sus estudiantes de literatura–, hasta la crítica mordaz y ácida de todo aquello que merece ese trato según su criterio.

Una levísima muestra de esto que digo son estos pasajes transcritos de “Habla, memoria”, su personal y atípica autobiografía.

La tormenta pasó rápidamente. La lluvia, que había sido toda una masa de agua que caía con violencia y bajo la que los árboles se retorcían y balanceaban, quedó reducida de golpe a unas líneas oblicuas de oro silencioso que se rompían para formar trazos cortos y largos contra un fondo de menguante agitación vegetal. Golfos de voluptuoso azul iban ensanchándose por entre las grandes nubes: montones y más montones de blanco puro y gris purpúreo, lepota (palabra del ruso antiguo que significaba "belleza señorial") y móviles mitos, guache y guano, por entre cuyas curvas se podía distinguir una alusión mamal o la mascarilla de un poeta.
La pista de tenis quedaba como una región de grandes lagos.
Más allá del parque, por encima de los vaporosos sembrados, se formó un arco iris; los sembrados terminaban en la mellada frontera oscura de un lejano bosque de abetos; parte del arco iris lo cruzaba, y esa parte de la esquina del bosque rielaba mágicamente a través del verde y del rosa pálidos del irisado velo corrido ante él: una suavidad y un esplendor que convertían en parientes pobres a los reflejos coloreados de forma romboide que el regreso del sol hacía brillar en el piso del pabellón.
Un momento después comenzó mi primer poema. ¿Qué fue lo que lo disparó? Creo que lo sé. Sin que soplara la menor brisa, el puro peso de una gota de lluvia, brillando con parasitario lujo sobre una hoja cordiforme, hizo que su punta se inclinara, y lo que parecía un glóbulo de mercurio llevó a cabo un repentino glisado por la vena central, y luego, tras haber descargado su luminosa carga, la aliviada hoja se enderezó. Tip, leaf, dip, relief: el instante que hizo falta para que ocurriera todo eso me pareció no tanto una fracción de tiempo como una fisura abierta en él, un latido omitido, que inmediatamente fue reembolsado por un tamborileo de rimas: digo "tamborileo" de forma intencionada, pues cuando por fin sopló una ráfaga de viento, los árboles comenzaron a gotear rápidamente y todos a la vez, en una imitación del reciente aguacero tan tosca como la que la estrofa que ya empezaba a murmurar hacía de la maravillada conmoción que experimenté cuando durante un momento hoja y corazón fueron una sola cosa.

Recuerdo el ensoñado fluir de bateas y piraguas en el Cam, el gimoteo hawaiano de los fonógrafos que pasaban lentamente bajo el sol y sombra, y una mano de muchacha haciendo girar hacia un lado y luego hacia el otro el mango de su luminosa sombrilla mientras permanecía tendida sobre los almohadones de la batea que yo pilotaba ensoñadamente. Los castaños de rosados conos estaban en todo su esplendor; formaban masas que se trasladaban en los márgenes y se amontonaban sobre el río hasta dejarlo sin cielo, y su especial ritmo de hojas y flores producía un efecto en escalier, una figuración angular de cierto espléndido tapiz verde y rojo claro. El aire estaba tan templado como en Crimea, y tenía el mismo olor dulce y esponjoso de cierto matorral florido cuyo nombre jamás he logrado identificar (posteriormente me llegaron sus aromas en los jardines de los estados del Sur). Salvando la estrecha corriente, los tres arcos de un puente italianizante se combinaban para formar, con ayuda de sus copias acuáticas, casi perfectas y casi libres de ondulaciones, tres encantadores óvalos. El agua proyectaba a su vez fragmentos de luz de blonda contra la piedra del intradós bajo el que se deslizaba la embarcación. De vez en cuando, desde algún árbol en flor, caía, lenta, lentísimamente, un pétalo, y con la extraña sensación de estar contemplando una cosa que no estaba hecha para los ojos del creyente ni tampoco para los del profano, procurabas vislumbrar su reflejo que, velozmente —más veloz que el pétalo en su caída—, subía a reunirse con él; y, durante una fracción de segundo, temías que el número fallase, que las llamas no prendiesen el bendito aceite, que el reflejo no acertase y que el pétalo se alejara flotando, completamente solo, y, no obstante, la delicada unión se producía todas las veces con la mágica precisión con que la palabra de un poeta se encuentra con su propio recuerdo, o con el del lector.

(…) Podría resultar valioso analizar los aspectos filogenéticos de la pasión que los niños varones sienten por las cosas montadas sobre ruedas, sobre todo los ferrocarriles. Naturalmente, ya sabemos lo que pensaba al respecto el Curandero Vienés. Dejaremos que él y los suyos sigan dándose codazos y empujones en su vagón de pensamiento de tercera clase, mientras viajan por el estado-policía del mito sexual (por cierto, qué gran error por parte de los dictadores el haber ignorado el psicoanálisis: ¡toda una generación hubiese podido ser fácilmente corrompida por ese procedimiento!). La rapidez del crecimiento, la velocidad cuántica del pensamiento, la montaña rusa del sistema circulatorio..., todas las formas de vitalidad son formas de velocidad, y no es de extrañar que los niños que están creciendo pretendan aventajar a la Naturaleza con las propias armas de la Naturaleza, llenando una mínima extensión de tiempo con un máximo de disfrute espacial. No hay en el ser humano ninguna cosa tan profunda como el placer espiritual que se puede obtener de la explotación de las posibilidades de superar en fuerza de arrastre y velocidad a la gravedad, de vencer o imitar el tirón de la tierra. La milagrosa paradoja que supone el hecho de que los objetos redondos conquisten el espacio por el simple procedimiento de caer una y otra vez, en lugar de avanzar alzando laboriosamente unos pesados miembros, debió de suponer para la humanidad joven una saludabilísima conmoción. (…)


Hay más, muchísimo más. Pero sería lamentable fragmentar una obra tan hermosa solamente para que yo pueda añadir una entrada más a este blog. Hay que leerla (y releerla si es necesario).


(sugerencia de consumo)
Nabokov entrevistado por Bernard Pivot en Apostrophes (subtitulado en español). Como anécdota, en este programa literario no se servía bebidas alcohólicas a los invitados. Sin embargo Pivot vertió whisky en una tetera, que fue sirviendo al escritor durante la entrevista. Al terminar, éste le preguntó: "¿Un poquito más de té, monsieur Nabokov?"



Segunda, tercera, cuarta, quinta y sexta partes de la entrevista. En total una hora de duración.

lunes, 11 de agosto de 2008

Barcelona en postales (II)

Lo prometido es deuda, así que continúo con la serie de fotografías recreando postales de Barcelona hace más de un siglo.

Construcciones Modernas, Rambla de Cataluña, num. 126

Construcciones Modernas, Rambla de Cataluña, num. 126

Para esta primera postal echo mano de mi cajón (de)sastre para rescatar otra fotografía que hice hace ya algún tiempo. La postal en cuestión es de la serie "Construcciones Modernas", e inmortaliza el edificio situado en la Rambla de Catalunya número 126 (en esa época), obra del arquitecto Puig y Cadafalch. Actualmente es, junto a la ampliación en la parte posterior, la sede de la Diputación de Barcelona. Sé que fue una ampliación polémica, sin embargo, como ya dije en su día, a mí me gusta el contraste que provoca.

Santa Maria del Mar, Puerta del Borne

Santa Maria del Mar, Puerta del Borne

Antiguamente aquí estuvo el Barrio de la Ribera, el que fuera floreciente barrio de mercaderes entre los siglos XIII y XVI, cuyos palacetes todavía se conservan en la calle Montcada. Sin embargo su decadencia culminó con la Guerra de Sucesión, tras la cual se derribó buena parte del barrio para construir una ciudadela militar. A finales del S.XIX se derribó esa ciudadela para construir el Mercado del Borne, que pasó a ser el gran mercado de la ciudad. Durante el S.XX fue un barrio básicamente pobre y miserable, hasta que a finales de siglo y sobretodo ahora se ha convertido en feudo de guiris y de bolsillos abultados con ínfulas de bohemia.

Calle Balmes, casa Lebon

Calle Balmes, casa Lebon

La sede de la que fuera la Compañía Española de Electricidad y Gas Lebon, compañía catalana asociada a la francesa Lebon que debe su nombre al ingeniero Philippe Lebon, que en 1801 demostró que el gas se podía usar tanto para calentar como para alumbrar. Es conocida como Casa Lebon y obra del arquitecto Francesc de Paula; situada en la confluencia de la calle Balmes con la Gran Vía. Hoy en día es la sede en Barcelona de la Mútua Universal.

La galería completa en jordipostales.

domingo, 10 de agosto de 2008

Something

Supongo que a estas alturas ya no debe quedar ninguna duda al respecto. Ya lo comenté en su día, pero por si acaso me reafirmo: George Harrison compuso, si no las mejores, sí las canciones más bonitas de los Beatles. Punto. Y para muestra un botón.

(sugerencia de consumo)
While My Guitar Gently Weeps, de George Harrison (y los Beatles)


Something, de George Harrison (y los Beatles)


En el vídeo promocional de Something, que no son más que unas tomas de paseos románticos por el campo de los cuatro Beatles (por separado, que hasta ese punto ya no se soportaban) con sus respectivas parejas, la preciosidad rubia que aparece justo al inicio, y que más tarde va paseando con Harrison, es Pattie Boyd, quien tiene en su haber el haber sido musa de, al menos, tres de las más hermosas canciones de amor que se hayan compuesto: la propia Something, de George Harrison, y Layla y Wonderful Tonight de Clapton. Son las ventajas de ser una groupie guapa.

A propósito de la primera, Frank Sinatra en su día la calificó como la canción de amor más bonita que había escuchado y la mejor composición del dúo Lennon/McCartney, lo cual debió ser un buen mazazo para sus hipertrofiados egos.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Barcelona en postales

Hará cosa de un mes que me tropecé en Flickr con una estupenda colección de postales antiguas (finales del S.XIX y comienzos del S.XX) de Barcelona. Estas cosas, el cómo era o qué había en tal o cual esquina de mi ciudad, hace más de cien años, siempre me han fascinado, no lo puedo evitar. Así que desde entonces he estado mirando esa galería, observando los detalles, memorizando los encuadres de las casi seiscientas postales del álbum correspondiente a la ciudad condal. Y también desde entonces que estoy fantaseando con la idea de recrear, sino todas, sí unas cuantas de esas postales en la actualidad, para después aparejarlas y contrastar lo que fue con lo que es.

Es probable que en mi selección inicial haya sido demasiado ambicioso. Muchas de esas fotografías fueron tomadas desde azoteas y, ya sea porque no he sabido llamar a los timbres adecuados, ya porque la ciudad está harta de ser fotografiada por millones de turistas cada año, la cuestión es que no he conseguido franquear ninguna puerta que me permitiera repetir esa misma toma. Y de momento he descartado el allanamiento de morada, máxime cuando mi intención es publicar la prueba de mi delito.

Bien, no me extiendo más. Aquí os dejo una primera muestra de lo que irá viniendo en próximas (y no eslabonadas) entregas.

Calle Aragón

Calle Aragón

El tren pasando por la calle Aragón, entre Rambla Catalunya y Paseo de Gracia, frente a la sede de la Editorial Montaner i Simon, obra del arquitecto Domènech i Montaner, y actualmente sede de la Fundació Tàpies. Las vías fueron cubiertas en la segunda mitad de la década de 1950.

Calle Fontanella

Calle Fontanella

La calle Fontanella desde la Plaza Catalunya. Como se puede observar, los señores de El Corte Inglés tienen bula para todo, incluso para este tipo de abominaciones arquitectónicas (el mamotreto de la izquierda) que ahora afean toda la plaza e insultan el buen gusto estético.

Monumento a Colón con embarcadero de Portal de la Pau

Monumento a Colón con embarcadero de Portal de la Pau

Monumento a Colón (ahí donde la negra flor) con el embarcadero del Portal de la Pau en primer término. Actualmente el Edificio Colón, el primer rascacielos que se construyó en Barcelona, se disputa el plano con el monumento.

La galería completa en jordipostales.

lunes, 4 de agosto de 2008

Rarezas a petición

Hará unos veinte años me tropecé con una rareza de Hendrix, que obviamente acabé comprando. Es, sin ningún género de dudas, la peor de todas las grabaciones que existen de Hendrix, y pese a ello no me arrepiento en absoluto de haber comprado ese vinilo.

Cuenta la leyenda que Hendrix frecuentaba el Scene Club cuando andaba por NY. Le gustaba el ambiente del local y además solían improvisarse jam sessions. Ahí conoció a Zappa en 1967, por ejemplo, cuando coincidió que Mothers of Invention tocaban en un local adyacente. En marzo de 1968 se encontraron ahí, además de Hendrix, Buddy Miles (que más tarde fue el batería en la mítica Band of Gypsys) y Jim Morrison. Para agrandar la leyenda, alguien quiso incluir en esa sesión a Johnny Winter, algo que él mismo ha desmentido en numerosas ocasiones, asegurando que jamás conoció en persona al líder de The Doors.

Bien, la cuestión es que todos andaban bastante pasados de vueltas y mientras Hendrix intentaba tocar la guitarra manteniendo la vertical, Morrison se dedicó a cantar… o más bien a gruñir, gritar e insultar al “respetable”. Quiso la providencia que ese día Hendrix llevara una grabadora, así que el esperpéntico resultado quedó inmortalizado para siempre. Después las cintas fueron pasando de mano en mano hasta que alguien decidió editarlas y publicarlas. Veinte años después yo lo compraba en una pequeña tienda de discos junto al Hospital de Sant Pau de Barcelona.


(sugerencia de consumo)
Morrison’s Lament / Tomorrow Never Knows con Hendrix y Jim Morrison en el Scene Club de NY

domingo, 3 de agosto de 2008

Vinilos

Llevo una semana monotemático, como un niño con juguetes nuevos. O mejor como el adulto que se acaba de comprar ese Escalextric que tanto anheló en su infancia. Así estoy desde el jueves, poniendo un vinilo tras otro en el tocadiscos en plena era del mp3.

El otro día me preguntaba cual debía ser el último vinilo que compré. No lo recuerdo, pero seguramente fue algún concierto pirata del sello Swingin’ Pig. De eso hará unos quince años... Hasta ayer que recuperé mi vieja costumbre. Fue una sensación extraña. Entrar de nuevo a una tienda llena de cajones con vinilos, empezar a pasar las portadas con ese gesto de los dedos tan característico y que durante un tiempo me resultó tan familiar. Fui prudente, me contuve y sólo compré cuatro. Uno, el “Icky Thump” de los White Stripes (innecesariamente doble, pues dura menos de cincuenta minutos), publicado el año pasado. El resto (“Andy Warhol” de la Velvet Underground, “Let it Bleed” de los Stones y “Blood On The Tracks” de Dylan) hace casi cuarenta años. Y es que comprar cedés no me pone lo mismo que comprar vinilos, es casi como bajarlos de la red. Será que soy de la vieja escuela.

Todos estos años relegados a un segundo o tercer plano les han sentado muy bien. Recuerdo que, salvo excepciones, la calidad del vinilo fue decayendo en plena efervescencia del cedé. Cada día los hacían de menor grosor, como las compresas. Pero veo que ahora no. Que los vinilos que se venden ahora tienen un grosor considerable y un peso que ronda alrededor de los ciento cincuenta gramos, lo cual es de agradecer. Por si no tenía suficiente con mis vicios habituales, temo que he recuperado uno que provocará notables estremecimientos en mi ya de por sí temblorosa economía.


(sugerencia de consumo)
en el vinilo In Concert de los Derek & The Dominos suena Why Does Love Got To Be Sad