Trenes, gasolina y Miranda do Douro
Que el progreso no equivale a mayor bienestar es algo que cualquiera habrá podido, como mínimo, sospechar. La primera vez que pensé en ello fue hará unos veinte años, cuando empezaron a cambiar los antiguos los trenes que iban de Barcelona a Puigcerdà (y a la frontera francesa); trenes que pasaron de ser de mullidos sillones y ventanas abatibles a duras banquetas y herméticamente sellados para poder sufrir a gusto el aire acondicionado y el hilo (grueso cable) musical. Un absurdo considerable teniendo en cuenta que la vía sigue siendo la misma que se trazó antes de la guerra y que en algunos tramos la velocidad no supera los treinta kilómetros por hora.
Lo he vuelto a recordar en Portugal, en la línea férrea que sigue el trazado al dictado del Douro. Ahí los trenes todavía son de esos con sillones mullidos y cómodos, con salitas entre los vagones y, sobre todo, con las ventanas abatibles. Poco importa que sean de gasoil y que el humo entre dentro del vagón en los numerosos túneles que se cruzan durante el trayecto. Lo verdaderamente importante es que uno puede asomar la cabeza y respirar y oler en cada tramo eso que debe ir emparejado con cada paisaje. Es un trayecto vivo y expuesto, nada que ver con los paisajes asépticos tras un doble acristalamiento de los trayectos españoles.
Así he ido, feliz y contento asomando la cabeza por la ventana, con el tibio viento en la cara y acompañando mi pelo desde Pinhão (preciosos los mosaicos de azulejos de la estación) hasta Pocinho, que es donde termina la línea férrea rentable y comienza la deficitaria hasta España, ergo es donde termina el trayecto. A partir de ahí, el autobús es el único modo de moverse en transporte público. Y así es como hemos llegado hasta Miranda do Douro. Y ahí, al dejar el muy civilizado tren, es donde la barbarie ibérica se ha mostrado en toda su plenitud.
La carretera abandona el valle del Douro y comienza a ascender. No hace, de hecho, más que ascender hacia la meseta. Al fondo, en el horizonte, uno comienza a percibirla con sus nubes bajas dispuestas marcialmente para que las distancias parezcan mayores, pero todavía los valles menores y peñascos dominan el paisaje. La meseta se mantiene ahí, como un final de trayecto prometido, pero todavía incierto. El autobús se detiene en una especie de estación de servicio que es a la vez aparcamiento y cementerio de autobuses; va a repostar. En España nunca he visto repostar un autobús con todo el pasaje dentro, pero en Portugal parece que es algo habitual. Es más, he aprovechado la parada para bajar a estirar las piernas, y lo que he visto todavía ahora me eriza el pelo del cogote.
El conductor baja y se acerca a un chico de unos veinte años. Parece que se conocen, se cruzan unas pocas palabras, unas risas y el chico va hacia el surtidor de gasolina. Saca la manguera, se cuelga un cigarrillo de los labios y le pide fuego al conductor. Este se lo enciende, le da unas rápidas caladas y se dirige al autobús. Con la mano en la que sostiene el cigarrillo encendido desenrosca la tapa del depósito, se la mete en el bolsillo trasero del pantalón y empieza a cargar gasolina. Acto seguido se acerca el conductor también fumando y poco después se les une otro chico de la gasolinera, que se enciende su cigarrillo con el del otro chico. Se quedan ahí fumando y charlando mientras se llena el depósito hasta que el surtidor deja de servir y emite un pitido. Entonces el chico, con el cigarrillo en la mano derecha, saca la manguera del depósito con la misma mano, se la pasa a la izquierda, busca en su bolsillo trasero el tapón y lo enrosca mientras sujeta con dos dedos el cigarrillo todavía encendido. Al cabo de unos pocos minutos se despiden y los tres tiran el cigarrillo al suelo y lo apagan con el pie.
Unos cuarenta minutos más tarde, milagrosamente hemos llegado a Miranda do Douro.
Lo he vuelto a recordar en Portugal, en la línea férrea que sigue el trazado al dictado del Douro. Ahí los trenes todavía son de esos con sillones mullidos y cómodos, con salitas entre los vagones y, sobre todo, con las ventanas abatibles. Poco importa que sean de gasoil y que el humo entre dentro del vagón en los numerosos túneles que se cruzan durante el trayecto. Lo verdaderamente importante es que uno puede asomar la cabeza y respirar y oler en cada tramo eso que debe ir emparejado con cada paisaje. Es un trayecto vivo y expuesto, nada que ver con los paisajes asépticos tras un doble acristalamiento de los trayectos españoles.
Así he ido, feliz y contento asomando la cabeza por la ventana, con el tibio viento en la cara y acompañando mi pelo desde Pinhão (preciosos los mosaicos de azulejos de la estación) hasta Pocinho, que es donde termina la línea férrea rentable y comienza la deficitaria hasta España, ergo es donde termina el trayecto. A partir de ahí, el autobús es el único modo de moverse en transporte público. Y así es como hemos llegado hasta Miranda do Douro. Y ahí, al dejar el muy civilizado tren, es donde la barbarie ibérica se ha mostrado en toda su plenitud.
La carretera abandona el valle del Douro y comienza a ascender. No hace, de hecho, más que ascender hacia la meseta. Al fondo, en el horizonte, uno comienza a percibirla con sus nubes bajas dispuestas marcialmente para que las distancias parezcan mayores, pero todavía los valles menores y peñascos dominan el paisaje. La meseta se mantiene ahí, como un final de trayecto prometido, pero todavía incierto. El autobús se detiene en una especie de estación de servicio que es a la vez aparcamiento y cementerio de autobuses; va a repostar. En España nunca he visto repostar un autobús con todo el pasaje dentro, pero en Portugal parece que es algo habitual. Es más, he aprovechado la parada para bajar a estirar las piernas, y lo que he visto todavía ahora me eriza el pelo del cogote.
El conductor baja y se acerca a un chico de unos veinte años. Parece que se conocen, se cruzan unas pocas palabras, unas risas y el chico va hacia el surtidor de gasolina. Saca la manguera, se cuelga un cigarrillo de los labios y le pide fuego al conductor. Este se lo enciende, le da unas rápidas caladas y se dirige al autobús. Con la mano en la que sostiene el cigarrillo encendido desenrosca la tapa del depósito, se la mete en el bolsillo trasero del pantalón y empieza a cargar gasolina. Acto seguido se acerca el conductor también fumando y poco después se les une otro chico de la gasolinera, que se enciende su cigarrillo con el del otro chico. Se quedan ahí fumando y charlando mientras se llena el depósito hasta que el surtidor deja de servir y emite un pitido. Entonces el chico, con el cigarrillo en la mano derecha, saca la manguera del depósito con la misma mano, se la pasa a la izquierda, busca en su bolsillo trasero el tapón y lo enrosca mientras sujeta con dos dedos el cigarrillo todavía encendido. Al cabo de unos pocos minutos se despiden y los tres tiran el cigarrillo al suelo y lo apagan con el pie.
Unos cuarenta minutos más tarde, milagrosamente hemos llegado a Miranda do Douro.
2 comentarios:
Es cierto, en los trenes hispanos sólo se huele el interior el vagón, lo cual con frecuencia es bastante penoso, mientras que los del paisaje son inaccesibles. Un claro retroceso, sin duda. Tiempo ha estuve acampando en Miranda.
Me sigue gustando viajar en tren, en el sentido que no me lo tomo como un mero desplazamiento, pero ya no es lo mismo. Recuerdo con cierta nostalgia esos trenes en los que uno se podía sentar en el suelo de la plataforma a observar el paisaje a través de las puertas abiertas. Que seguramente era peligroso, pero hacía el viaje muy agradable.
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