miércoles, 29 de abril de 2009

Añorar, soñar, imaginar, pensar

Callejeo, sin necesidad ni intención de otra cosa, por el barrio de Gracia. He pasado por la minúscula –él fue mucho más grande– plaza de Gato Pérez. Escucho música como en sordina, música tamizada entre paredes. Giro hacia montaña y ahí mismo, en una esquina de la plaza, en un bajo con las puertas abiertas de par en par a la calle, tropiezo con una escuela de danza y un montón de mujeres bailando en una clase al ritmo de una rumbita. Qué otra cosa iba a ser sino en la plaza de Gato Pérez, pienso.

Me he quedado un rato mirando. Nada, los segundos justos para que mis ojos se acomodaran a la penumbra interior. Pero ha sido suficiente para alterar la clase. Algunas chicas de atrás, las que estaban junto a la puerta, me han visto y han empezado a reír (que, dicho sea de paso y ahora que no nos ven, no sé qué debo tener de gracioso). Mientras me alejaba iba escuchando cómo las risas se iban contagiando de unas a otras. Quizás regresar hubiera sido divertido, pero yo iba a lo mío, a mi callejear por las calles.

Llego a la plaza del Raspall, allí donde viven la mayoría de los gitanos de Gracia. Me ha recordado –y sé que podrá parecer ofensivo, pero nada más alejado de mi intención– por su disposición jerárquica, una especie de costumbre atávica, a los mandriles que hay en el foso del zoo. Las mujeres y niñas a un lado, los ancianos al otro con algunos jóvenes que los rodeaban y escuchaban... los niños correteando tras una pelota... Parecía responder a un ordenamiento ritual, una de esas leyes que nadie se plantea porque siempre ha sido así.

Al final he terminado en el Canigó, casi sin quererlo, pero que de alguna forma he tenido la sensación de que he ido directo hacia allí. Y ahí, pese a la cerveza y las chicas guapísimas que guarnecían el bar, he caído en un estado de melancolía del que todavía no he logrado zafarme. Cuando callejeo me da por añorar, soñar, imaginar y pensar. A ese bar pertenecen mis recuerdos de los viernes de hace unos años. Ahí están las interminables partidas de billar entre cervezas con mi amigo el holandés errante, que medró aquí y ahora vive en París y que, probablemente, sea el único amigo con quien he tenido la suficiente confianza –
y viceversa, tras muchas carambolas– como para abrirme en canal. Y lo he echado de menos, porque a las interminables (y costosas) conferencias le falta el sonido de las bolas rodando sobre un tapete verde en una noche de un viernes cualquiera.


(sugerencia de consumo)
Los Gitanitos y morenos del gran Gato Pérez

domingo, 26 de abril de 2009

Nuevo realismo ruso

De un primer vistazo me ha parecido una fotografía de un rincón entre sórdido y kitsch, de un mal gusto exquisito. Después, viendo el resto de imágenes he descubierto mi error. Una suerte de pinturas que recordarían las de Antonio López si no fuera por la sordidez extrema y el aire decadente que traspiran, mostrando unos elementos decorativos -por llamarlos de algún modo- y compuestas por una paleta de colores que sólo sería posible en Rusia o, quizás, en algún país del antiguo bloque soviético. Es el nuevo realismo ruso.

Nuevo realismo ruso


Visto, cómo no, en English Russia.

viernes, 24 de abril de 2009

Vicios, lujuria y otras perversiones

vicios, lujuria y otras perversiones


Las últimas adquisiciones -Sant Jordi obliga- han sido "Rodchenko & Popova, Defining Constructivism" de Margarita Tupitsyn; "Pintar sin tener ni idea y otros ensayos sobre arte" de Angel González García, porque ella le tenía ganas desde hace tiempo; un librito monográfico del fotógrafo Agustí Centelles, cuyas instantáneas de la Guerra Civil son verdaderamente angustiosas, muy duras; "Venus rajada" de Georges Didi-Huberman, una mirada a la Venus de Botticeli y al desnudo femenino en el arte; una preciosa edición ilustrada de "La isla del tesoro" de Robert Louis Stevenson, en versión de Gaziel e ilustrada por Junceda, porque sí, porque me gustó; la "Ronda del Guinardó" de Marsé; "El mal de Montano" de Vila-Matas; los dos volúmenes de "Último Round" de mi idolatrado Cortázar, de quien voy coleccionando sus libros poquito a poco para que no se me acaben; un número de la revista "Construcción de la ciudad 2C", del año 72, que incluye un monográfico sobre los proyectos presentados para la amplicación de Barcelona a finales del S.XIX -el ensanche- con un plano desplegable del que firmó Cerdá -y que no ganó aunque finalmente fue el que se aprobó-; y por último una edición de "El retrato de Dorian Gray" del genial Oscar Wilde, encuadernada como si de una moleskine se tratara, que no pude evitar añadir a la lista en cuanto la vi.

Sí, la visa se quedó temblando. Pero, como decía Oscar Wilde, la mejor manera de librarse de una tentación es caer en ella.

P.D: No es que haya sacado los libros a pasear, no. Es que duermen ahí y ahí seguiran durmiendo hasta que me compre otra estantería, que no podrá ser hasta que me compre un piso más grande, que no ocurrirá hasta que me toque la quiniela.

jueves, 23 de abril de 2009

Caprichos de la memoria

Llevo ya un rato leyendo, sentado al fresco de la terraza, pero no me he dado cuenta hasta que he entrado en casa y he vuelto a salir con la copa otra vez llena de vino blanco. Como digo, hasta ese momento, quizás porque estaba parapetado tras el murete, no había percibido el olor, pero al regresar, la ligera brisa saturada de flores ha inundado la terraza. Olor a flor recién abierta, a flores cortadas, al agua del fondo de los cubos que han expuesto las rosas durante todo este caluroso día de Sant Jordi.

La memoria es caprichosa, sobre todo cuando de sabores y olores se trata, y a mí me ha recordado al olor de los cementerios. A las mañanas soleadas del día de Todos los Santos que me pasaba correteando entre tumbas y cipreses mientras mi parte de familia viva se esmeraba en arreglar las estancias de mi parte de familia muerta.

Pues eso, que la memoria es caprichosa. Sigo con mi verdejo.

jueves, 16 de abril de 2009

Si no fuera por

He regresado esta mañana, en el tren nocturno y en un compartimento (o habitación, o camarote, no sé) mejor que el de ida. Es decir, que o nos estafaron a la ida, o nos regalaron a la vuelta. Que esto de viajar en tren tiene su encanto, su saborcillo a novela de intriga y eso, pero a la ida, porque a la vuelta tiene un regusto de largo trayecto hacia el matadero. Como una lenta agonía de regreso a la rutina que uno no sabe si prefiere encontrarse de golpe y porrazo o despacito, aunque le de tiempo más que de sobras para pensar en ello y entristecerse hasta olvidarse de que todo viaje debería ir acompañado de una sonrisa. Aunque sea el de vuelta.

Y todavía no he deshecho la maleta. Es el último recurso que me queda, el último acto del viaje. Como si no hacerlo significara que todavía estoy ahí, en el pueblo a los pies de Sierra Nevada; ahí donde me hubiera quedado si no fuera por tantos si no fuera por. Porque pese a no ser mi pueblo, pese a no ser nada mío, me he sentido arrancado de raíz. Arrancado de su aire frío y seco, arrancado de su sol y de sus cielos que no se acaban nunca. Arrancado de la caña con tapa, la primera, la segunda y la tercera. Arrancado de sus guisos, de sus dulces de semana santa, de los chistes y chismes de sus gentes, de sus cerezos en flor y de sus paseos para buscar espárragos que después haremos en tortilla con huevos todavía calientes. ¡Si por tener tienen hasta una recién estrenada bodega con vinos más que dignos!

Que estoy aquí de nuevo pero sin quererlo. Que me gustaría volver para quedarme, si no fuera por.

La cuesta de los cipreses

lunes, 6 de abril de 2009

Viajes y trayectos

Todos los viajes deberían hacerse en tren. O en una moto de motor reluciente o un viejo coche sin aire acondicionado, con las ventanillas bajadas por carreteras secundarias. No es que tenga nada en contra de los aviones o las autopistas, pero si todos los viajes se pudieran hacer así, significaría que no tenemos prisa, que nada nos obliga a cumplir con unos horarios o un calendario y que disfrutamos tanto del destino como del trayecto. Y si al tren, como al viejo coche, también se le pueden bajar las ventanillas –lujo este en vías de extinción– entonces el placer del viaje se sublima, deja de ser un mero trayecto, una aséptica línea trazada entre dos puntos.

Algo así es lo que haré este miércoles por la noche. Tomaré el tren de las nueve de la noche, vagón restaurante y cabina para dos con vistas al paisaje que se extiende entre Barcelona y Granada. Allí nos estarán esperando para llevarnos hasta Guadix y más allá, a los pies de Sierra Nevada que, haciendo honor a su nombre, se levanta imponente y cubierta de un manto blanco que tengo intención de pisar en alguno de mis paseos para facilitar la digestión de los opíparos guisos que voy a meterme entre pecho y espalda. Para aclimatarme, ayer compré una caja de cerveza Alhambra Reserva, de la que estoy dando buena cuenta.

Quedan sólo tres días, que de buen seguro se harán largos. Así que para empezar este primero, que para más inri es lunes, no se me ocurre nada mejor que un poco de música para levantar el ánimo y dibujar una sonrisa.


(sugerencia de consumo)
Louis Armstrong y Danny Kaye cantando When the Saints go marching in