martes, 27 de febrero de 2007

Quien tiene un tesoro

Un hombre necio espera sentado tomando un café mientras fuma un cigarrillo tras otro. Ha llegado con demasiada antelación y para colmo su amigo se retrasa, como siempre. Su mirada es un metrónomo que salta desde las agujas del reloj que preside la cafetería hasta la calle, a través de la ventana, para regresar de nuevo al reloj, fruncir el ceño, y de nuevo a la calle para resoplar de forma notoria. Además ha dejado el coche mal aparcado, maldita sea piensa.

Entra un hombre de aspecto lerdo, de maneras toscas; un buen ejemplar de mostrenco. El hombre necio lo ha visto, levanta la mano y la agita para hacerse ver. Con un andar tambaleante, arrastrando los pies y tropezando con las mesas, demasiado juntas para el escaso dominio de su cuerpo, que molestas hacen vibrar los platillos y las tacitas, se acerca a la mesa de su amigo. Se saludan con fría efusividad, con rutinaria cortesía. Cuánto tiempo sin vernos, ya tenía ganas. ¿Cuánto hace, un año quizá? ¿Tanto? Qué bárbaro, cómo pasa el tiempo. Han pasado tantas cosas, etc. Se sienta y pide un café con leche. Otro café para mí.

Sobre la mesa dos tazas vacías, manchas de café y ceniza y un cenicero rebosante. Tomas mucho café, dice el amigo mostrenco. Siete u ocho cada día –que serán diez o doce, pues los excesos siempre se suelen atenuar-, me espabila y agudiza mi inteligencia –añade. Bueno, pues eso… ¿qué te cuentas? Suena un teléfono móvil. Disculpa dice mientras se levanta y se dirige hacia la puerta. Traen los cafés y mientras espera se toma el suyo con leche. Se queda mirando la calle, el trajín de camiones y furgones de transporte, hombres con carretillas cargadas yendo hacia los comercios o vacías volviendo de ellos. Se forman momentáneos atascos de circulación. Tengo el coche mal aparcado, piensa.

Regresa su amigo murmurando algo entre dientes. Se sienta malhumorado y toma un sorbo de café. Está frío exclama indignado, levantándose y gesticulando con profusión hacia el camarero, al que increpa por servirle un café frío. Vuelve a la mesa con paso arrogante. Se oyen frenéticos bocinazos desde la calle. Antes de sentarse, mira a través del cristal de la ventana y ve a un impaciente conductor al que un coche mal aparcado impide la marcha. Es su coche. Es mi coche –informa a su amigo- ¿ves? Ese de ahí, el azul. Es mi coche. Estorba. Lo tengo mal aparcado. Ahora vuelvo. Y sale de la cafetería. Cuando regresa encuentra a su amigo hablando por teléfono. Se sienta sin poder ocultar su impaciencia. Remueve ostensiblemente el azúcar de su café, haciendo ruido innecesario y salpicando la mesa. Se pone a jugar con su teléfono móvil, que comienza a emitir ruiditos impertinentes. Su amigo el mostrenco finalmente cuelga, pero él todavía tarda un rato en darse por enterado. Me tengo que ir –dice. Yo también, ya es tarde –responde.

Se levantan. Ha sido un placer volver a charlar contigo. Ya volveremos a vernos otro día ¿te parece bien? Sí, nos llamamos. Sí, está bien, ya nos llamaremos. Se estrechan la mano efusivamente, agitando de manera notoria, como si quisieran demostrar al mundo, o por lo menos a la gente que les rodea cuan buenos amigos son. Adiós. Adiós, nos vemos. Y con esta aséptica sutura en su conciencia se separan, cada un por su lado, con el orgullo que otorga el esfuerzo por haber dedicado una sensible porción de su valioso tiempo a un desconocido al que, por costumbre e irreflexión, todavía consideran amigo.