lunes, 26 de mayo de 2008

Mi nueva posición

He cambiado paredes paralelas por perpendiculares girando noventa grados la mesa. En mi nueva posición, a través de los cristales, puedo ver la terraza mientras escribo y más allá, hacia poniente, el perfil de las montañas que encierran Barcelona. El estreno no ha podido ser más agradecido, con esa manada de nubes acosando al sol por todos sus flancos, que peleaba violento y orgulloso por ese espacio que le estaban cubriendo con sus barrigas oscuras y pesadas, estallando en agresivos rayos de luz que se colaban por sus pliegues deshilachados, dándoles formas siniestras y hermosas. Si la lucha hubiera durado más, habría sido un atardecer de esos en que uno se reconcilia con todo. Pero las nubes rápidamente lo han engullido, antes de que pudiera cerrar el día con un incendio.

explosión


En esta nueva posición hasta el vino me sabe mejor.


Edito a las intempestivas y tempestuosas 2:09 de la madrugada para sugerir una sugerencia de consumo sugerida
(gracias) por emejota.


Nuages (Nubes) de Claude Debussy

miércoles, 21 de mayo de 2008

Que viene el coco

En el último post, Berto comentaba "tengo el Orphans y no lo pongo porque me cago de miedo cuando lo oigo. Es como si el coco no fuera de mentira". Y yo ahora le digo Berto, escóndete que viene el coco. Porque sí, resulta que Tom Waits actuará los días 14 y 15 de julio en Barcelona. Que no es baladí, porque este señor no es que se prodigue por estas tierras precisamente. Habrá que ir ahorrando, que barato no será.


(sugerencia de consumo)
Lie to Me del coco Tom Waits

domingo, 18 de mayo de 2008

Cuerpo a cuerpo

(sugerencia de consumo)

Lowdown de Tom Waits (del triple "Orphans")


Y entonces Claudia tiró de él, escaleras arriba, apenas iluminadas. Se detuvo en el descansillo y se pegó a su cuerpo, ofreciéndole los pechos a su mirada. Luís la rodeó con sus brazos, con fuerza. “Tócame el culo” le pidió ella, guiándole una mano bajo su falda, mientras susurraba con voz ronca un te tengo ganas. Él le tiró del pelo, acercando su boca a la suya, comiéndola ansioso, buscándose las lenguas en una danza frenética y salvaje. Claudia se apartó de golpe, empujando con violencia, y subió un par de escalones. Frente a él, con las piernas separadas, se rió. “Me deseas ¿verdad?”. Se metió las manos bajo la falda, pasó sus pulgares por la goma de sus braguitas y las bajó de un tirón hasta los tobillos. Liberó el pie derecho y con la punta del izquierdo se las lanzó. “Cógeme”, le retó, y corrió escaleras arriba, riendo, mostrándole las nalgas desnudas a Luís, que la seguía a escasa distancia.

Se precipitó en casa como descorchada; él se coló detrás. La cogió por la cintura y la cargó sobre su hombro. Claudia no paraba de reír, de gritar a cada palmada recibida en sus nalgas. La lanzó sobre la cama y se montó encima de ella, con las rodillas sobre el colchón. Desde su posición dominante le abrió de un tirón la camisa y se precipitó sobre sus pechos, demorado en círculos concéntricos, mordiéndolos y amasándolos como si quisiera moldearlos. Claudia le tiró del pelo hasta que se encontraron los labios, besándose y mordiéndose. Una lucha cuerpo a cuerpo, un forcejeo de brazos y piernas rodeándose, atrayéndose, desnudándose y Luís quedó sobre ella, inmovilizándola con su peso. Le separó con brusquedad las piernas ante la inútil y fingida resistencia de ella y la penetró en un solo empujón, quedándose dentro, gozándola. Claudia lo rodeó con las piernas, embistiendo con sus riñones, deshaciéndose en placer y dolor, entre gemidos y gritos. Luís se enredaba los dedos en sus rizos, le mordía el cuello, las orejas, los labios. Ella se ataba a su cuerpo, colgada de su cuello, encajada bajo su peso y sus embestidas cada vez más frenéticas. Recibió todo su deseo desbocado como espuma de champán, para tumbarlo de espaldas y cabalgarlo a horcajadas, tomando posesión de su cuerpo, su pelo sobre la cara de Luís, hasta sentir el origen de una descarga que arrancó de lo más hondo, que se extendió por todo su cuerpo, para temblar y gemir y gritar entre espasmos; una agonía que no terminaba nunca para al fin desplomarse sobre él y dejarse caer resbalando hacia un lado.

Tras la batalla los cuerpos derrotados yacían desnudos sobre la cama, en la calma de la noche de verano, todavía con la respiración agitada. El balcón entreabierto derramaba la pálida luz de una luna llena en la habitación, que olía a jazmín y a sexo. Luís arropó el cuerpo de Claudia y se entretuvo en contemplar la curva de la cadera que se formaba bajo las sábanas, memorizando sus formas ondulantes y el perfil que se dibujaba en la tela y se diluía hacia los pies, perdiéndose en la penumbra. Cerró los ojos y se abandonó satisfecho a su cansancio, al delicioso hormigueo en sus miembros exhaustos; a la palpitación de la sangre en sus sienes. Apoyando la cabeza en la almohada buscó el pelo de Claudia para enredar su mano en él, descendiendo en un trazo hacia su espalda con las yemas de los dedos hasta el borde de la sábana, donde se detenía para regresar de nuevo hacia la nuca, rozando apenas su piel, que reaccionaba erizándose; viendo a través del tacto el cuerpo que yacía junto al suyo, dejándose inundar ambos por esa tranquila felicidad que iba ocupando los rincones abandonados tras la lucha. Una tranquilidad que, gota a gota, inoculaba un ronroneo de modorra, una renuncia a la conciencia que los dejó sumidos en un profundo sueño.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Historias que me cuento

Me cuento historias cuando duermo solo, cuando la cama parece más grande de lo que es y más fría, pero también me las cuento cuando Niágara está ahí y se duerme entre murmullos complacientes, casi como si también ella se estuviera contando una historia. Más de una vez quisiera despertarla para saber cómo es su historia (solamente murmura ya dormida y eso no es de ninguna manera una historia), pero Niágara vuelve siempre tan cansada del trabajo que no sería justo ni hermoso despertarla cuando acaba de dormirse y parece colmada, perdida en su caracolito perfumado y murmurante, de modo que la dejo dormir y me cuento historias, lo mismo que en los días en que ella tiene horario nocturno y yo duermo solo en esa bruscamente enorme cama.


Historias que me cuento
Queremos tanto a Glenda (1980)
Julio Cortázar

martes, 13 de mayo de 2008

Al otro lado de la laguna

Ahí, al otro lado de esa laguna, fue donde lo vi por primera vez. Lo vi, pero no lo conocí. Ni siquiera lo reconocí cuando, años después, muchos años de hecho, vi su fotografía en las revistas o en la contracubierta de sus libros. Pero está claro que esa tarde de verano, cuando lo vi por vez primera, todavía no lo conocía. De hecho no lo conocía nadie salvo, claro está, sus conocidos.

entrada a la laguna


Como digo, fue una tarde de verano. Esa mañana habíamos cogido la barca de Marco, aprovechando que su padre no estaba. Tenía un buen motor para navegar con la proa levantada, cortando las olas a toda velocidad. Nos gustaba esa libertad de viento en el pelo y espuma de mar en la cara. Después echamos el ancla para bañarnos ahí, fondeados en lo hondo, como parte del rito que era dejar de ser niños, lejos de las advertencias de los adultos. Jugábamos a bucear siguiendo la cuerda que se iba diluyendo entre ondulaciones en el azul, hasta perderse de vista. El ancla ni siquiera se intuía. El juego consistía en bajar siguiendo la cuerda hasta llegar al ancla, para subirla a pulso hasta la superficie. Cuando comenzabas a divisarla los ojos ya te escocían y sentías una presión en los oídos que parecía que los fuera a reventar. Al llegar a cogerla, la falta de oxígeno empezaba a ser inquietante y un leve mareo hormigueaba por los brazos. Pero lo peor no era eso. Lo más angustioso era verse rodeado de tan grande inmensidad de agua por todos lados, sin ninguna referencia salvo el cabo que se perdía hacia la luz, ahí en lo alto, tan lejos. La agobiante sensación de absoluta soledad en un medio tan hostil que ni siquiera te permite respirar. Después, empezando a boquear e intentando no pensar en lo que nos quedaba por recorrer, ahí arriba, apoyábamos los pies en el suelo arenoso del fondo y nos dábamos un fuerte impulso para acortar el esfuerzo de emerger con el ancla en la mano; hasta la bocanada desesperada que volvía a llenar los pulmones; el trofeo que demostraba tu hombría a los amigos.

Descansando del esfuerzo en los bancales, mecidos por el lento oleaje y fumando esos primeros cigarrillos que nos acercaban a la edad adulta, alguien propuso ir esa tarde a navegar a la laguna. Esa mañana todavía no sabíamos que iba a ser la última que pasaríamos los tres en esa barca, ahí en lo hondo. Era verano, hacía un sol espléndido y estábamos de vacaciones. ¿Qué podía salir mal? Como es de suponer, a los tres nos pareció una idea estupenda.

La laguna desemboca desmayada en el mar, sin fuerza, como derramando el agua. Ese tramo tuvimos que hacerlo cargando la barca con el agua por las pantorrillas y los pies descalzos hundidos hasta los tobillos en la arena del fondo, pues no había suficiente calado para navegarlo. Si embargo, lejos de amilanarnos, este pequeño obstáculo dotó a la excursión de un componente de aventura todavía más atractivo. Ya en la parte más profunda nos embarcamos de nuevo y comenzamos a remar hacia el centro de la laguna, pasando junto a los pilares del viejo puente derruido. Los remos desaparecían bajo el agua parda y oscura, enturbiándola todavía más, y salían con pedazos de algas adheridos. Sólo se escuchaba ese chapoteo del remo en el agua, el croar de algunas ranas y, cada tres minutos, con escrupulosa puntualidad, el rugido de un avión aterrizando en el cercano aeropuerto. Después de eso, el silencio nos parecía todavía más denso, el calor más espeso. Aquí y allá asomaban cañizos solitarios sobre la superficie oleosa y estática del agua. Alrededor, en las orillas, el cañizo era el dueño. Imposible distinguir dónde comenzaba la tierra firme y dónde terminaba la laguna. Poco después, pero ya tarde, descubrimos que no existía tal distinción, que todo era un barrizal entre cañas de varios metros de altura.

Siempre que iba a la montaña, mi padre me repetía la misma cantinela: “cuando pases por un cruce de caminos, mira hacia atrás”. Esa, me decía, era la única forma de recordar el camino de vuelta. Pero eso no era la montaña; era la laguna. Fuimos pasando canales de agua cenagosa entre cañas y limo, abriéndonos paso hincando los remos en el fondo, como los gondoleros venecianos, hasta que fuimos incapaces de encontrar un camino de vuelta. Era ya tarde cuando la barca quedó varada sobre un fondo de barro y nosotros no tuvimos más remedio que avanzar a pie, con el agua hasta las rodillas y los pies hundidos en el barro, en un denso bosque de cañas que se nos cruzaban formando un tejido que nos impedía ver más allá. Un calor pegajoso y el fuerte olor a moho y descomposición lo invadían todo. Por si fuera poco, en esa hora los mosquitos empezaron su frenética actividad y su molesto zumbido y continuas picaduras nos acompañaron en nuestro penoso camino. Teníamos los pies pálidos e hinchados de deambular por ese barrizal. En una mala caída, Marco se clavó una caña rota en la pierna. Era una herida muy fea, muy aparatosa, con astillas que no pudimos quitar. El agua estancada seguramente no le estaba haciendo ningún bien. Iba cojeando y quejándose de dolor.

Paradójicamente, nos salvó el anochecer cuando, por las luces del aeropuerto, pudimos orientarnos. Marco hacía rato que ya no podía apoyar el pie. Íbamos los dos cargando con él, pasando sus brazos por nuestros hombros, cuando escuchamos un relincho. ¡El club de hípica! Avanzamos deprisa en esa dirección y las cañas dejaron paso a campo abierto. Una cerca hecha de troncos, al modo de las películas del oeste, rodeaba un enorme terreno llano de tierra pisada y hierba rala y reseca, donde unos caballos correteaban. Dispuestos en hilera junto a la cerca, unas farolas iluminaban turbiamente la zona. Un hombre joven, de unos treinta años, bajito y enjuto, con gafas, mal afeitado y despeinado se nos acercó y nos preguntó sorprendido: “¿Qué hacen ustedes aquí?”. Ahí estaba él. Sin duda que lo era, ahora lo sé, pero claro, cómo iba a conocerlo yo por aquél entonces. Por la forma de hablar nos pareció argentino, pues canturreaba las palabras como Maradona. Después supe que no lo era, pero eso fue mucho tiempo después. Se fijó en la pierna de Marco y chasqueó la lengua. Dijo que la herida se veía fea, que había que llevarlo al médico de urgencia. Lo seguimos hasta la recepción y allí, con más luz, lo examinó detenidamente. Después nos mandó a nosotros a avisar a nuestros padres y a él se lo llevó en su coche hasta el hospital. Antes de despedirnos, Marco nos recordó que su padre regresaba al día siguiente, y que como no encontrara la barca, nos iba a moler a palos. Me invadió una inmensa sensación de desaliento sólo de pensar en que debía regresar a la laguna.

lunes, 12 de mayo de 2008

Empieza así

Todo estaba dispuesto para la cena cuando te llamé. La terraza engalanada con guirnaldas y bombillas de colores cruzando sobre vuestras cabezas. Todos charlando alegremente con esa noche de fondo, de petardos y cohetes que dibujaban parábolas ascendentes desde las terrazas vecinas. Las mesas de jardín con manteles de papel y sus servilletas a juego, los platos y cubiertos de plástico, me lo puedo imaginar. Las copas no, las copas eran de cristal. Ya sabes, uno no puede saber cuando va a morir, pero sí puede hacer que sea con elegancia. Entonces sonó el teléfono y sabías que era yo. Estabas pensando en las copas de cristal cuando sonó, por eso lo supiste. Lo que no podías imaginar era que mi llamada no fuera una cortesía de empezad sin nosotros, un perdona nos hemos retrasado. No, no podías imaginar y de ahí que no comprendieras al principio qué estaba ocurriendo, qué decían esas palabras precipitadas y rotas de hipos.
Pero el desconcierto inicial se desvaneció y empezaste a comprender. Y entonces el miedo se abrió paso a empujones y lo único que me ataba al mundo era esa línea que me unía a ti, y a tu alrededor todo carecía de sentido. Los vestidos de fiesta, las caras sonrientes, las guirnaldas de colores colgando sobre vuestras cabezas. Todo eso te parecía absurdo y grotesco y fuera de lugar porque sólo existía tu hermano llorando al otro lado del hilo, conduciendo un coche lanzado a toda velocidad por una autopista. Tu hermano olvidando que sobretodo había que saber morir con elegancia.

sábado, 10 de mayo de 2008

Paraguas

No lo comprendo. De acuerdo que en Barcelona no llueve cada día, ni siquiera con mucha frecuencia. Pero unos cuantos días de lluvia al año sí que los tenemos. Y pese a ello, la gente sigue sin saber circular por la calle con un paraguas. Y no me refiero a los que pese a llevarlo, andan bajo los balcones obligando a apartarse a todo aquél que no lleva. No, esos simplemente son incívicos. Yo me refiero a los que, además, procuran repartir paraguazos o meterle la varilla en el ojo a todo incauto que se cruce con ellos. Por no mencionar a los que lo llevan cerrado balanceando el brazo con el pico hacia atrás. Ahí ya no es que te vacíen las cuencas, es que directamente te lo hincan en los higadillos. Con suerte, si se dan cuenta, se girarán para disculparse con el consabido “ay perdona ¿te he hecho daño?” mientras tú estás desangrándote en el suelo. Afortunadamente, este caso es poco corriente ya que las mujeres no suelen llevar este tipo de paraguas. Pero no me negaréis que en manos de algunos ciudadanos, este aparato de apariencia inofensiva se puede llegar a convertir en un arma de destrucción masiva.

Esta mañana, mientras esquivaba setas negras por la calle, he pensado que el ayuntamiento debería impartir cursos de circulación peatonal con paraguas; y que deberían ser cursos obligatorios, terminados los cuales te acreditaran o no a circular con uno. Sería una licencia quinquenal, renovable tras un examen de aptitud, por ejemplo. Y quien no aprobara, pues a vestir chubasquero o a mojarse, qué coño.

viernes, 9 de mayo de 2008

Narrativas (V). Relato

Primero fue un perceptible descenso en la intensidad de la luz, seguido de un parpadeo en el panel que informa del número de planta. Después, la música ambiental dejó de sonar; se escucharon algunos chispazos, como si estuvieran saltando palomitas en alguna parte, y acabó con una fuerte explosión. En ese momento se apagaron todas las luces y el ascensor se detuvo con una brusca sacudida que le hizo tambalearse. ¿Qué había pasado? Intentó recordar el último número que había mostrado el panel y una sensación de vértigo le subió por la espalda hasta la nuca, extendiendo un hormigueo por todo el cuerpo. ¿Era el diecinueve? Estaba completamente a oscuras. La luz de emergencia no se había encendido. Con la espalda apoyada en una de las cuatro esquinas empezó a respirar profundamente, hinchando el pecho y expulsando el aire hasta vaciar los pulmones antes de volver a aspirar. Se aflojó el nudo de la corbata. Debía concentrarse en la respiración y sólo en eso para calmarse. Era lo que le habían enseñado en el curso de relajación. Sentía, prácticamente escuchaba, el bombeo de la sangre en sus sienes. A parte de eso nada más. Ningún ruido. Ninguna voz. El silencio era tan absoluto que incluso resultaba molesto en los oídos. Empezó a silbar una melodía y después a tararear. Se sonrió al darse cuenta de que había escogido “Always look on the bright side of life”. Respiró profundamente una vez más; con los hombros hacia atrás tensó y giró a lado y lado el cuello hasta que crujieron las cervicales y, ya más sereno, buscó el móvil en el bolsillo interior de la americana para tener algo de luz. “Las nueve y cuarto: llegaré tarde a cenar”, pensó. En dos pasos cruzó el ascensor en diagonal hasta el panel y pulsó el botón de alarma. A continuación llamó al 080 para avisar de su situación y después a su mujer. Le explicó que se quedaría en la oficina un rato más, que no lo esperara. No quería alarmarla sin necesidad. Ahora sólo quedaba esperar. Se quitó la americana y la dobló cuidadosamente para dejarla en un rincón, junto con su cartera de mano. Empezaba a hacer calor ahí dentro. Después, con la luz del móvil, empezó a inspeccionar el ascensor, para distraer su nerviosismo. Era todo de paneles de metal pulido excepto el espejo del fondo y el suelo, que parecía de mármol al igual que el suelo de las plantas. Las puertas eran de doble hoja y cerraban herméticamente, dejando apenas una estrecha franja entre las planchas metálicas por donde se intuía un perfil de goma. ¿Cuánto aire consume un hombre en una hora? Sacó un cortaúñas de la cartera para hurgar en esa junta. Parecía difícil que se pudiera abrir haciendo palanca con eso. Y tras esa había otra puerta en cada una de las plantas. Dirigió la luz hacia el techo. Tres filas de tres focos, ahora ciegos, y en un rincón lo que parecía ser una tapa. Se puso debajo y extendió el brazo, intentando llegar sin éxito. Echó un vistazo, pero no había nada que pudiera servir de apoyo para poder llegar hasta arriba. Pensó en dar un salto, pero la sensación de vértigo en las piernas le hizo desistir. Seguro que el ascensor aguantaría, pero le pareció innecesario. No podían tardar demasiado, pensó. Volvió a mirar el reloj: las nueve y veinticinco. ¡Qué lento estaba pasando el tiempo! Iba a llamar otra vez a los bomberos cuando se escuchó una terrible explosión y todo el ascensor se tambaleó. Se encogió en un rincón, con las manos sobre la cabeza. “¡Joder!”, exclamó. Poco después algo, quizás una plancha, se precipitó sobre el techo con un ruido metálico. Su situación se estaba poniendo fea. Ahora, a través de sus oídos, sólo escuchaba un desagradable pitido que en nada le ayudaba a calmarse. Todavía en cuclillas en su rincón, empezó a oler a plástico quemado, como cuando se quema un cable. A tientas buscó el móvil por el suelo, avanzando de rodillas. Se incorporó y notó que tenía la camisa pegada a la espalda. El calor empezaba a resultar sofocante. Dirigió la luz hacia el techo y observó que entre las juntas de la trampilla empezaba a colarse un espeso humo que se iba acumulando en la parte alta de la cabina. Se oyó un chasquido y el ascensor empezó a caer, deteniéndose de nuevo con una tremenda sacudida que le transmitió una punzada de dolor en cada una de las vértebras de su espalda, como un latigazo, y lo lanzó desmadejado contra el suelo. Asustado, aturdido y con un intenso dolor en el brazo izquierdo, sin poder levantarse, atendió la llamada de teléfono. “Por favor, sáquenme de aquí”, balbuceó al que se había identificado como jefe de bomberos. “¿En qué planta? –titubeó–. Estaba en la diecinueve… Pero he caído unos metros… No lo sé, pero sáquenme de aquí, por favor…”. Notó algo caliente y viscoso en su mano derecha, la que sostenía el teléfono pegado a la oreja. Estaba manchada de sangre que le corría por la muñeca tiñendo de rojo el puño de la camisa. “Dios mío…”, murmuró. El olor de su propia transpiración se mezclaba con el irritante hedor a plástico quemado. La garganta le quemaba al respirar. Un nuevo chasquido le heló la sangre y de repente tuvo la sensación de que el estómago, los pulmones, todos sus órganos, le subían por el esófago.

jueves, 8 de mayo de 2008

Formatos

Fui uno de esos que compraba de forma compulsiva discos de vinilo, los LP de toda la vida, y lo primero que hacía al llegar a casa era grabarlos en una cinta de cromo, para poder escucharlos en el walkman. Allá por el año 97 descubrí el mp3, y con ello constaté que no era tanto una cuestión de formato como una manera de ser. Es decir, que comencé a pasar todos mis discos de vinilo a ese nuevo formato.

Desde hacía años, en un cajón junto al equipo de música tenía un cable para conectar una salida jack al amplificador. Confieso que no sé de dónde había salido ese cable, pero sí sé que había estado ahí “desde siempre” y que esa fue la primera vez que lo usé. Instalé un programa de edición de música, conecté el equipo de alta fidelidad –¿Se sigue usando esa expresión?– al ordenador y posé cuidadosamente la aguja al inicio de la joya de la corona: el “In Concert” de los Derek & the Dominos. Pasaron por ese mismo proceso el primero de Johnny Winter, el “Ssssh” de los Ten Years Alter, el “Surrealistic Pillow” de Jefferson Airplane, el “Blood on the Tracks” de Dylan y alguno más que ya no recuerdo.

De acuerdo que me lo pasé en grande. Editando y cortando las pistas (pues generaba dos archivos por disco, uno por cara), guardándolas en formato mp3 y etiquetándolas, pero ahora pienso lo útil que me hubiera sido en ese momento tener esta pequeña maravilla. Sí, un tocadiscos con conexión usb y entrada para iPod. El regreso del vinilo en plena revolución digital; parece una fusión de esas que se inventa Ferràn Adrià. Vaya, que yo quiero uno.

tocadiscos usb

Tocadiscos usb con conexión iPod, de Numark

miércoles, 7 de mayo de 2008

Ineficacia

"Nunca hubiéramos imaginado la magnitud del desastre por mucho que se supiera, y supiéramos, que la justicia era la asignatura pendiente de nuestra democracia. Doscientas setenta mil sentencias penales pendientes de ejecutar. ¡Penales!. De las civiles, no hablamos. Deben ser centenares de miles. Eso quiere decir, sencillamente, que estamos en el reino de la arbitrariedad, o de la impunidad. En cualquier caso, no en un Estado de Derecho. Un país sometido, solo nominalmente, al imperio de la ley. Pero, ¡qué escándalo es éste! !Qué vergüenza es ésta! ¿En qué higuera esta Zapatero? ¿En qué Babia ha vivido Aznar? ¿En qué luna de Valencia estaba Felipe González? ¿Cómo hemos pagado el sueldo a los ministros de Justicia, y a sus subsecretarios y secretarios de Estado? ¿Cómo han permanecido en sus puestos sin dimitir? ¿Cómo se han atrevido los miembros del Consejo del Poder Judicial a ocuparse de la política de este país, que ya tiene un Congreso y un Senado, y dejar que rodara una bola de esta magnitud sin inmutarse? Deberían irse a su casa esta misma tarde y pedir perdón a los ciudadanos. Pero ¿qué farsa es ésta? Doscientas setenta mil sentencias penales pendientes de ejecutar es un dato devastador, que ridiculiza a nuestro país y disuelve nuestras convicciones. Esto sí que es un fracaso, y no un fracaso sectorial. Afecta a la línea de flotación de nuestro sistema. Los malos datos del paro son un arañazo apenas. Cualesquiera otros problemas, por serios que sean, una fiebre pasajera. Pero esta cifra, doscientas setenta mil sentencias penales sin ejecutar, se clava como una cuchillada en el corazón mismo de nuestra democracia. El caso Mari Luz no fue un accidente. Fue la purulencia de un órgano putrefacto sobre el que hay que actuar de inmediato. Si nuestro país no ha perdido la cabeza, ha de parar motores porque hay fuego a bordo. Con este dato, la gestión de cuantos nos mandan y nos mandaron debe ser revisada. Se merecen un cero inapelable. Sólo Zapatero tiene la oportunidad de aprobar en segunda convocatoria. Y tiene la obligación moral y democrática de hacerlo."

Iñaki Gabilondo
Periodista


Y lo peor del caso es que no va a cambiar nada, porque no es que la administración de justicia esté colapsada, no. Es que todas las administraciones públicas son una sangría y un lastre para este país. Mientras que en una empresa privada se premia el ahorro y la productividad, en la pública sólo se valora el gasto. ¡Y pobre del que recorte presupuesto a una administración! Si después con ese dinero no se hace nada salvo malgastarlo, no pasa nada, no interesa a nadie. Sólo interesa cuando el titular es impactante. ¿Que el dato es escandaloso? Sin duda, pero de aquí a un año, cuando las sentencias pendientes de ejecución sumen trescientas cincuenta mil, ya no nos lo parecerá tanto.

lunes, 5 de mayo de 2008

Buen comienzo

Esta mañana ha venido un técnico para presupuestar las obras que tenemos que hacer en la finca. Como no me había avisado nadie, pues resulta que no lo esperaba, así que me he quedado sin desayunar. Son obras de esas que una vez terminadas ni siquiera se notan, pues las hacemos más que para arreglarla, para que no se caiga. En la última reunión de vecinos (toda una penitencia), se calculó una derrama de unos doscientos cincuenta euros al mes durante seis meses. Más que derrama, yo la llamaría desangra. Después he ido a sacar dinero al cajero automático. Negativo. No tengo saldo y no me da a crédito. En el bolsillo no tenía ni para un café y estaba sin tabaco. He ido a otro cajero, con igual resultado, y después a que me atendieran por ventanilla. Tras esperar una cola de tres jubilados con todo el tiempo del mundo y más, ha llegado mi turno. El señor de caja (muy amable, eso sí) me ha informado de dos hechos, a saber: Que todavía no ha llegado la transferencia que hice el viernes desde otro banco y que como tenía un impago de la visa, pues no me daban crédito. ¡Magnifico! he exclamado, sin caber en mí de gozo. Y eso, unido a que la trasferencia de la nómina todavía no ha llegado al antes mencionado banco (llamémosle bankinter), transferencia que se hizo el miércoles, me da por pensar que, una de dos, o ahí han estado toda la semana de vacaciones o practican la usura cada día con mayor descaro. O ambas cosas. Vaya, que por menos de eso se expulsó a los judíos de la península. Por fortuna, en esa oficina me conocen y me han adelantado "a confianza" algo de efectivo.

Parafraseando a Groucho Marx, he tenido una buena mañana, pero no ha sido esta.

jueves, 1 de mayo de 2008

Primero de mayo

Masiva participación de los trabajadores en las manifestaciones reivindicativas del primero de mayo, también conocido como el puente de mayo.

Visto en El País.