lunes, 31 de marzo de 2008

Prestando atención

Leo en la prensa lo siguiente: "Los niños prestan más atención a los objetos y las niñas a las personas". Se refiere a bebés y niños en sus primeros años de vida, por supuesto. Es sorprendente que con el tiempo, esta tendencia llegue a invertirse por completo. Basta fijarse un poco mientras uno pasea por la calle para ver que está llena de chicas y mujeres observando con deseo y codicia los escaparates de las zapaterías, joyerías, tiendas de bolsos, de lencería y de trapitos varios, mientras que son secretamente observadas con igual deseo y codicia por los chicos y hombres que pasan a su lado. Yo mismo, este mediodía sin ir más lejos, andaba con la mirada incrustada en las interminables piernas de una chica, subiendo hasta ahí donde dejan de ser dos para convertirse en uno, rotundo en este caso concreto, cuando he pasado junto a la librería La Central. En ese momento salía por la puerta don Eduardo Mendoza, caminando a largas zancadas y con un paquete de libros bajo el brazo. Esos instantes de duda –corro a saludarlo y felicitarle su reciente novela o me quedo con la mirada soldada a esas piernas– han sido suficientes para perderlo de vista tras la esquina. Lo peor de todo es que también he perdido esas piernas, que han aprovechado mi vacilación para cruzar la calle cuando el semáforo ya estaba anunciando el rojo y detenerse, eso sí, frente al escaparate de una tienda de vajillas y mantelerías caras.


(sugerencia de consumo)
el setentero Hot Legs de Rod Stewart

sábado, 29 de marzo de 2008

El mercado

“Si por ti fuera, nos comería la mierda”. Eso era lo que me decía ella. Obviamente, ante tamaña ofensa yo me defendía: “No es que no quiera limpiar, es que mi umbral de tolerancia es más alto que el tuyo”. “Anda, anda, vete a comprar” me respondía en tono de resignación. Y yo cogía el carrito y me iba feliz y contento a hacer la compra. A la vuelta recibía más reproches: “¡No entiendo cómo tardas tanto!”. Y yo me justificaba diciendo que prefería el mercado en lugar de los supermercados. “No te entiendo, si lo que aquí sobran son supermercados”, respondía ella. Y así cada sábado.

Un día me acompañó a hacer la compra. Entramos en el mercado y, como siempre, me dirigí a la parada de legumbres, regentada por una señora de Murcia y su hija. “Hola guapo, ¿lo de siempre?” me pregunto la hija, mientras abría una bolsa junto a los garbanzos. Le dije que sí, y mientras me llenaba la bolsa me dijo que la Julia había preguntado por mí. “La de la marisquería” apuntó mirando a mi mujer, que asentía forzando una sonrisa. Cogí la bolsa y me fui comiendo garbanzos hasta la parada de la Julia. “Hola guapo” me saludó, “Veo que hoy vienes bien acompañado. ¿Te has echado novia?”. Mi mujer me miró con una mezcla de incredulidad y odio. Era una invitación silenciosa a corregir el error. “No, es mi mujer”. “Ahhh, ¡qué callado te lo tenías pillín!”. Eso fue todavía peor, lo sé. Me habría bastado con su mirada, pero lo confirmó el codazo en los riñones que me dio después de haber comprado las navajas que la Julia había guardado especialmente para mí.

Al pasar por el pasillo de las pescaderías, todas me saludaron. La una me decía lo frescas que tenía las sardinas, mientras que la otra me ofrecía unas lubinas que daban sus últimas bocanadas al vacío, y más allá me enseñaban una pieza de salmón salvaje. Ese día no compramos pescado. Mi mujer me cogió del brazo y tiró firmemente de mí hasta llegar a las fruterías, donde me ofrecieron unos magníficos tomates de Montserrat. Mi mujer los compró de rama, pagó ella y me sacó del mercado sin pasar por la carnicería, donde tenía encargada carne de jabalí para hacer un civet.

La semana siguiente, al llegar a casa el viernes por la noche, mi mujer me dijo que ya había hecho la compra, que así me ahorraba tener que ir al mercado.

Eso fue hace unos cuantos años, cuando todavía era raro que un hombre fuera solo al mercado. Ahora es distinto, ya empieza a ser habitual. Y pese a que se pierde mucho tiempo haciendo cola en todas y cada una de las compras y pese a que tengo que compartir los piropos con otros hombres, me sigue gustando más ir a comprar al mercado. Además que ya no tengo mujer que me sabotee comprando los viernes.

Me vuelvo loco


Sí, son ellos. Y han vuelto.

viernes, 28 de marzo de 2008

Narrativas (III). Relato: Narrador protagonista

Supongo que es aquí, pero quedar en una cafetería de esta calle no ha sido una feliz idea me temo. Sólo se me ocurre citarnos junto a un olivo en Jaén como peor ocurrencia, pero ya no hay solución. Entro y el local me envuelve con su confortante y cálido aroma a café recién hecho, tintineo de tazas y cucharillas y el suave ronroneo de las conversaciones a media voz. La disposición ordenada de las mesas, en dos hileras a la derecha del local en perfecta simetría con el suelo en damero, con un pasillo de separación frente a una larga barra de mármol blanco; los altos ventanales derramando una sólida luz que dibuja caracoleos elevándose perezosos de los cigarrillos, y las dos chicas guapas que atienden las comandas, me sugieren que será una espera por lo menos amena.

Un reloj preside la sala, en la pared al fondo. Son las siete menos diez: he llegado temprano. Me siento entre dos ventanales, de forma que permanezco al abrigo de cierta penumbra mientras que el sol alumbra la mesa e imprime destellos en el cristal tallado del cenicero; es un buen lugar para leer. Mientras busco mi libro en la bolsa una camarera, morena de ojos como tizones y formas generosas, se acerca a mi mesa para atenderme. Me pilla de sorpresa tanta rapidez. Cojo la carta de tés y cafés, pero su amplio surtido me abruma, y temiendo impacientar a la estampa de Romero de Torres que me espera, concluyo pedir un simple café con leche. Al rato me lo deja sobre la mesa y murmuro un gracias de forma distraída, para levantar la mirada cuando se aleja y comprobar así que el reverso es tan jugoso como el anverso. Un par de pensamientos lúbricos cruzan mi mente, pero los neutralizo al instante reanudando mi lectura. El final del capítulo me recuerda que mi café con leche debe estar enfriándose, así que coloco el punto de libro en la página donde me he quedado. En el cenicero, una lombriz de ceniza cuelga del filtro chamuscado formando un arco. Me acerco la taza y observo un corazón de crema en la espuma. Pienso si será fruto del azar o hecho a propósito. Aunque, sea cual sea su origen, está claro que la chica que me lo ha servido ha tenido que darse cuenta por fuerza. Miro hacia la barra y ella me devuelve la mirada, sonríe y algo ruborizada empieza a recoger tazas y platillos atropelladamente. Pienso si decirle algo, pero al momento recuerdo que estoy esperando a alguien y que no es cuestión de que me encuentre coqueteando con la camarera. Que, por cierto, ¿qué hora será? Miro hacia el espejo, pues tengo el reloj a mi espalda. El dibujo invertido que me devuelve el reflejo me lleva más tiempo de lo habitual para descifrarlo, y aún después fuerzo la cabeza para mirar por el rabillo del ojo hacia atrás y asegurarme. Hace más de diez minutos que debería haber llegado. Aunque, en realidad, no me molesta esperar siempre que esté en un lugar acogedor y con un buen libro, como es el caso. Lo abro por la página marcada, pero no logro centrarme en la lectura y lo dejo de nuevo sobre la mesa. Empiezo a estar intranquilo. ¿Será esta la cafetería donde me citó? Ya pasan quince minutos de las siete. Vuelvo a mirar hacia la pared de enfrente para observar el bar a través del espejo. ¿A través? El efecto visual nos condiciona el lenguaje. Parece que las cosas ocurran al otro lado del espejo, y pese a saber que no es así, decimos ver a través como si en realidad fuera un cristal que separa dos mundos paralelos. Observo delante de mí al señor que lee el periódico tras de mí. Intento descifrar los titulares escritos en caracteres que recuerdan vagamente la escritura rusa. Cuando se dirige a su compañero de mesa, me sorprende escuchar la voz detrás y del derecho. En la mesa que tengo al lado, una chica mira atentamente los zapatos de otra chica que está dos mesas más allá, que a su vez habla con su compañero que mira disimuladamente el escote de la camarera, que echada hacia delante, pasa una bayeta a las mesas. Me imagino pasando mis manos por el hueco del sugerente escote para sopesar esos hermosos pechos que se mueven al ritmo que imprime su mano trazando círculos sobre el mármol. Desvío la mirada y la mente de esa imagen para contener una incipiente erección. Vuelvo a mirar el reloj –joler– cuando ya son las siete y veinte. No puede ser que tarde tanto, sin duda me habré confundido de cafetería. Observo en el fondo de la taza la espuma tostada que se ha secado adquiriendo una textura gomosa. Levanto la cabeza y percibo un fugaz movimiento de la chica que me ha atendido que, observándome parapetada tras la barra, ahora simula estar ocupadísima sacando brillo a una limpísima cafetera. Recojo el libro, el tabaco y el mechero y lo guardo todo en la bolsa. Me levanto, hurgo en el bolsillo y dejo unas monedas sobre la mesa, propina incluida. No quiero perder el tiempo esperando la vuelta. No cabe duda de que me he equivocado. Echaré un vistazo por las otras cafeterías, a ver si tengo suerte y ella todavía me espera.


Descripción de los tipos de narrador aquí y también aquí.

Narrativas (III). Tipos de narrador

En el último post sobre narrativas, apuntaba los tipos de narrador y esbozaba uno de ellos, el narrador omniscente. Repito el esquema:
Omnisciente: conoce los pensamientos de los personajes, pero no es uno de ellos.
Protagonista: es un personaje y conoce sus propios pensamientos.
Testigo: es personaje pero no conoce los pensamientos del personaje sobre el que narra.
Cámara: no conoce los pensamientos de los personajes ni es uno de ellos.

El protagonista es el narrador en primera persona. Vendría a ser el clásico y más habitual en los blogs, tan ególatras ellos. Tiene como ventaja que el narrador (y por lo tanto el lector) conoce los pensamientos del protagonista y es por tanto más fácil identificarse con él. Conviene aquí aclarar que, aun tratándose de un narrador protagonista, hay de diferenciar claramente la figura del narrador de la del protagonista. Especialmente si lo que queremos es ser narradores.
Las desventajas más obvias son que no se conocen los pensamientos del resto de los protagonistas, algo que si tenemos con el narrador omniscente. No sabemos qué les ocurre a los otros personajes en ausencia del protagonista. Pero sobretodo, en este caso, en narrador debe ser versátil, para no escribir siempre en primera persona usando el mismo registro. Es decir, no todos los protagonistas de nuestros relatos deben expresarse como nosotros. Este es uno de los mayores problemas de algunos autores, por ejemplo de Juan Manuel de Prada, cuyos personajes son siempre cultísimos y tienen un uso barroco del lenguaje.
Algunos ejemplos de este tipo de narrador son “En busca del tiempo perdido” de Proust o “Lo que queda del día” de Kazuo Ishiguro.

Por el contrario, el narrador cámara debe alejarse de lo que ocurre en la narración. Es un narrador en tercera persona y no debe inmiscuirse, sólo contar lo que ve y escucha. No conoce ni los sentimientos ni pensamientos de ningún personaje. Debe mostrar lo que ocurre, no contar. Escenificar sin resumir.
Esta forma de narrar comienza en los años 20 en EEUU con la novela negra, de la mano de Dashiel Hammett o Raymond Chandler y sus Sam Spade o Philip Marlowe. No es hasta finales de los 50 que empieza a usarse en España, como forma de evitar la censura. El más representativo fue Sánchez Ferlosio con su “El Jarama”.

Por último, el narrador testigo es un personaje de la historia, generalmente secundario y bastante desimplicado de la trama. Cuenta lo que le sucede al personaje principal, salpicando apreciaciones propias. El ejemplo clásico sería el doctor Watson en las novelas de Sherlock Holmes, pero también Ishmael en “Moby Dick” de Melville o “Otra vuelta de tuerca” de Henry James.

Aquí tenía que escribir un mismo relato dos veces: uno desde el punto de vista del narrador omniscente y otro del cámara, o desde el protagonista y el testigo. Escogí este último, pero el testigo lo hice tan mal que sólo colgaré el protagonista.

jueves, 27 de marzo de 2008

Crosstown traffic

Crosstown traffic


Suele ocurrir por la tarde, entre las tres y las siete, aunque alguna vez también por la mañana. Una vez por semana, a veces más. Estás en la oficina, ahora con la ventana abierta porque todavía no funcionan los aires acondicionados y este es un edificio de oficinas de esos de cristal. Digo que estás en la oficina, intentando concentrarte ante la pantalla del ordenador, apartando mentalmente esos jirones con que la modorra te nubla la vista, cuando de repente ¡PAM! Suena un fuerte golpe, seco, sin antes ni después, sobre un crujido de plástico. A continuación, a veces de forma simultánea, un chirrido de neumáticos frenando en seco seguido de una larga fricción de algo hueco arrastrándose y rebotando sin control sobre el asfalto. Poco después la histeria de cláxones como si una manada salvaje celebrara a gritos la pieza abatida. Siempre, en todos los accidentes, interviene una moto. Y siempre, en todos los accidentes, acaba desperdigada por el suelo.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Tocats amb barret

Passejada amb barret


Aquest diumenge a les dotze del matí (o migdia), finalment, podré donar-li bon ús a la meva col·lecció. Serà durant aquesta passejada tocats amb barret que, com ja sabeu, no és el mateix que estar tocat del barret. Tot i que en aquest cas serà gairebé el mateix... Ara bé, que si no en porteu cap al cap, serà bo que no aneu a buscar-ne un a una casa de barrets, que allà no en trobareu pas.

La tele de mi sangre

Si se considera que la acepción tener la misma sangre es buena no sólo para indicar el mismo parentesco sino también el mismo carácter, entonces tendré que dejar de lado la sabiduría popular y buscar respuestas en la genética. O eso o que en la maternidad hubo un error en la identificación de mi cuna o en la de mi hermana.

La tradicional cena familiar de los martes hoy ha tenido un ingrediente especial: mi hermana se ha dignado a concedernos el honor de su presencia. No le quedaba otra, pues celebrábamos su aniversario. Lo cual ha añadido un nuevo ingrediente a la cena: la tele. No se podía perder “Los Serrano”.

No comprendo lo de esta serie. No comprendo su éxito, se sobreentiende, pues para comprender sus tramas no es necesaria ninguna actividad cerebral. Hacía años que no sentía vergüenza ajena tantas veces en tan poco tiempo. Y no es por alguna cuestión concreta, no. Es todo el conjunto. Son los personajes planos, la trama de parvulario, las escenas inverosímiles trufadas de situaciones forzadas, de diálogos carentes de unos mínimos de credibilidad, la sobreactuación. Pero lo peor, lo que llega a sonrojar y a ofender, son los presuntos efectos cómicos, los gags al nivel del resbalón en la piel de plátano. En diez minutos he visto a uno corriendo para tirar una puerta abajo, justo cuando el otro la abría y –mwhahahahaha qué ingenioso– se pegaba el gran morrazo; a otro que se le cae el móvil por el inodoro, se quita la chaqueta teatralmente, mete la mano y –jajajajajajaja qué buenísimo– se queda atascado y a otro que –jojojojojo me parto– se pilla los dedos con un barril de cerveza. Señores guionistas, estas gracias tuvieron su apogeo en una época embrionaria del cine, pero cuando apareció la primera película sonora, hacía años que habían dejado de tener efecto, que ya eran cansinas.

No atino a comprender cómo puede tener tanto éxito esta serie y llevar tantos años en antena. No lo comprendo y, la verdad, prefiero no hacerlo, pues temo que todavía me llevaré algún disgusto.

martes, 25 de marzo de 2008

Patetismo urbano

Suele apostarse frente a los bares, o vagar por la calle, siempre en el mismo lado, por la misma acera. Si bien por su ropa no lo parece, podría pasar por vagabundo, pues no se le conoce otro oficio que ese, apostarse frente a los bares. Camina renqueando la pierna derecha, apoyando el pie ligeramente torcido hacia dentro, la espalda curvada con los hombros encogidos. Mira con sus ojos saltones y vidriosos, la boca abierta, la mandíbula descolgada, con expresión de absoluta estupidez. A menudo uno pudiera pensar que va bebido y muchas veces no se equivocaría, pero no siempre es así. Sobrio es igual de patético.

Asalta cauteloso, como quien teme recibir un golpe por los muchos que ha recibido, a todos quienes entran o salen de los bares. Cuando se acerca titubeando, uno podría esperar que le diga: “Perdón. ¿Ha visto a Godot? Es que hace rato que lo estoy esperando”, pero en lugar de eso pide un euro, mirando hacia arriba con la cabeza gacha, hundida entre los hombros hundidos; la mirada de cordero. Puede pasarse horas ante la puerta de un bar, insensible al desaliento, a las miradas de desdén o rechazo o hastío, hasta que consigue una moneda, entra en el bar y se compra una cerveza. Si tiene suerte, se encontrará con un camarero sensato que no se la venda pero que le regalará una cocacola a condición de que se largue. “No quiero verte más frente al bar”. Entonces él se irá encogido, haciendo breves y sincopadas reverencias, “gracias, gracias, gracias”, con su cocacola y su moneda a otra parte, a sentarse en un banco quizás. Se beberá la cocacola y después se pasará un buen rato lanzando la moneda al aire y cogiéndola al vuelo, como jactándose de su pericia y su riqueza, como si aquella fuera la mejor forma posible de matar el tiempo.

Pero otras veces no será así. Otras se encontrará con algún camarero no mucho más inteligente que él, con esa crueldad asociada a la estupidez cuando se cree superior, que aprovechará la ocasión para reírse un rato a su costa, pensando quizás que los parroquianos lo creen ingenioso por darle réplica a un pobre estúpido, o valeroso por golpearle la espalda a un pobre tullido, o gracioso por mojar de arriba abajo con un sifón a un vagabundo. Entonces el pobre imbécil (el vagabundo) se quedará a una distancia prudencial y cuando sepa que no pueden oírlo, insultará entre gruñidos con un ojo puesto en la puerta del bar, por si acaso hay que salir corriendo, renqueando de su pierna derecha.

lunes, 24 de marzo de 2008

A la mesa

No tener suegra, en semana santa, es una putada, las cosas como son. Y quien dice suegra dice tía o madre con delantal enmarcada en una cocina rodeada de fuentes, pailas, alcuzas, bandejas, ralladores, batidoras, platos, tazas, cazuelas, sartenes, cuencos, espátulas, cuchillos y espumaderas. Pero mi tía se liberó de la cocina –si alguna vez estuvo atada– con la aparición del microondas y a mi madre no se le pueden pedir virguerías fuera del recetario de mi abuela. Así que en mi caso, hasta hace unos años, esta figura la ostentaba por derecho propio mi suegra. Para mí, la semana santa era un no pisar una cocina pero no levantarse de la mesa. Y era no ver a mi suegra fuera de la cocina, pues era su sala de estar. Se había traído del cortijo en los montes de Jaén, en el que había cocinado para diez hermanos, padres y tíos, todo un recetario que guardaba en la memoria y del que, de vez en cuando, y para asombro y algarabía de todos, rescataba alguna receta del olvido. Por la mesa pasaba el bacalao en una infinita variedad de platos: con garbanzos, con pisto y piñones, al pil-pil, con alcachofas y huevo duro, en croquetas o en buñuelos. Pero lo que era de verdad una bacanal eran los postres, ahí no había límites. Por supuesto que estaban los pestiños y las torrijas, pero la cosa no terminaba ahí. También había arroz con leche, natillas, tarta de galletas con chocolate o unas albóndigas de miga de pan sumergidas en un caldo de jarabe de naranja que eran mi perdición.

Pero ya digo que eso era antes. Ahora no hay ni bacalao ni torrijas –¡ay!– ni pestiños. Por no tener, no tengo ni mona de pascua, que mi padrino siempre fue un descastado.

sábado, 22 de marzo de 2008

Viernes santo

Alberto Montt

viernes, 21 de marzo de 2008

Hoy

Hoy el sol ha comenzado a ser amable conmigo. Se ha demorado en mi salón casi hasta las seis de la tarde. Es mi señal para el inicio de la primavera. En invierno abandona mi terraza poco después de las tres. Después su ausencia se percibe en las paredes frías. En verano su implacable presencia llega a agobiar, es casi cruel.

Pero hoy ha sido amable. Hoy ha dibujado un arco pasando por encima del edificio de enfrente. Ya no estaré a su sombra hasta mediados de octubre. Pero para entonces ya estaré harto de su arrogancia de canícula y no lo echaré de menos hasta diciembre, por lo menos.


(sugerencia de consumo)
Le Sacre du printemps de Igor Stravinski

jueves, 20 de marzo de 2008

Vergüenza

Ayer las autoridades chinas invitaron amablemente –entiéndase el eufemismo– a abandonar el país a los dos últimos periodistas occidentales que todavía quedaba en la zona del Tíbet: el corresponsal del semanario "Die Zeit" Georg Blume y la colaboradora de la revista austríaca "Profil" Kristin Kupfer. Ha sido todo un detalle por parte de las autoridades chinas no hacerlos desaparecer o ejecutarlos con un tiro de gracia en plena calle, tal como se vio en las manifestaciones del pasado noviembre en Birmania contra la dictadura militar también subvencionada por China. Hace unas semanas, cancelaron todos los visados de los integrantes de las expediciones occidentales previstas para este año en el Tíbet. Es obvio que no querían testigos de la brutal represión que se les venía encima a los tibetanos. Estas desagradables fotografías confirman lo que todos sospechamos y que las autoridades chinas se obstinan en desmentir, pese a que es algo lamentablemente demasiado habitual.

En otras circunstancias, en cualquier otra parte del mundo, un general eructa y toda la maquinaria de la OTAN, los cascos azules de la ONU y hasta el séptimo de caballería si hace falta toman posiciones en ese país. Pero en China no. A los chinos no hay quien les tosa: hay demasiado dinero en juego. Es un mercado demasiado grande y apetecible como para molestar a sus autoridades. No habrá ningún comunicado conjunto de condena. No habrá ninguna sanción económica. La comunidad internacional está mirando hacia otro lado mientras en el Tíbet el ejército chino está machacando a su población, para después ir todos cogiditos de la mano a participar en los Juegos Olímpicos. Unos juegos manchados de sangre que el tiempo igualará a los de Berlín de 1936, con Hitler preparando su macabro teatro de operaciones.


No sé qué les estará pasando por la cabeza a los dirigentes occidentales, pero yo siento pena y vergüenza. No habrá ningún boicot oficial, ya lo sé, pero por mi parte sí que lo habrá. No pienso ver los JJOO de Pekin. No quiero tener ninguna relación con esta farsa.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Filosofía en el metro

El metro llega medio vacío y me puedo sentar; se nota que mucha gente está de vacaciones. A mi lado, también sentados, una pareja joven tiene una inteligente conversación. “Estas cosas siempre han pasado. Hace unos años, los profesores romanos se follaban a sus alumnos”, dice él con una seguridad que abruma. “¿Hace unos años?”, pregunta ella. “¿Te refieres al imperio romano?”. “Sí, eso, los romanos” asiente el chico. La chica se lo queda mirando. “Hace unos cuantos siglos de eso como para decir hace unos años ¿No crees?”. El chico intenta justificarse diciendo que es lo mismo hace unos años que hace unos siglos, y que con independencia del matiz, él tiene razón, que lo ha estudiado y que los profesores romanos les daban por el culo a sus alumnos. “Pues yo he estudiado los romanos y en ningún momento me explicaron que hicieran eso”. El chico se reafirma: “Pues sí que lo hacían. Ya sabes: Platón se follaba por el culo a Aristóteles y Heráclito a Séneca. O al revés, no recuerdo quién se follaba a quien, pero lo hacían”. Se quedan un rato en silencio hasta que la chica lo rompe: “Oye ¿y no serían los griegos? Lo digo por eso de hacer un griego”. “Entonces los franceses se habrían extinguido”, dice el chico riéndose de su gracia. La chica también se ríe y entre carcajadas logra articular: “¡Y los cubanos!”. Siguen riéndose durante un buen rato, mientras que yo he decidido que es mucho mejor escuchar la conversación que seguir leyendo. Cuando logran serenarse, la chica pone la puntilla: “Pero entonces los griegos también se habrían extinguido”. A lo que el chico replica: “No, pero los romanos les dieron por el culo”. Siguen riéndose de la gracia hasta la siguiente parada, en la que se bajan los dos. Veo que en el bolso de la chica asoma una carpeta de la UB. Respiro hondo, abro el libro por la página marcada y sigo leyendo.

martes, 18 de marzo de 2008

Vivir la vida

Decía André Gide que el artista no debe contar su vida tal como la ha vivido, sino que debe vivirla tal y como deseará contarla. Si pudiera, felicitaría a Gide por su frase, que me parece redonda, y por lo encomiable de su propuesta. Viene a ser una revisión de aquél no hagas nada de lo que te vayas a avergonzar –que, dicho sea de paso, debí haber aprendido mucho antes– y que justifica esa otra frase suya que afirma que todo está dicho, pero que hay que repetirlo porque la gente no escucha. La frase –la primera– da por válida la idea romántica según la cual el artista es libre para elegir su camino, o quizás que sólo quien escoge libremente es un artista de verdad. El resto nos tenemos que conformar y, como mucho, intentar maquillar esas pequeñas vergüenzas que manchen nuestra biografía. De todos modos me he metido en un bucle, ya que si no sé cómo querré contar mi vida, ¿cómo voy a vivirla? No me está ayudando nada el señor Gide; en absoluto.

domingo, 16 de marzo de 2008

En mal momento

Que a finales de los setenta en Inglaterra, en plena vorágine del punk, el pop y la música disco, cuando en la cresta estaban grupos como Sex Pistols, The Clash, Police, Talking Heads, Blondie y toda la new wave, a alguien se le ocurra sacar un disco de blues-rock heredero del blues y el country norteamericano es cuanto menos temerario. Si este disco lo saca un grupo formado por cuatro carcamales feos y treintañeros, entre los que se encuentran dos graduados sociales y un ex periodista y profesor en paro, entonces estamos hablando directamente de un suicidio. Como era de suponer, el disco pasó sin pena ni gloria. Habían aparecido en mal momento. Hubo que esperar –suele pasar– a que en Estados Unidos fuera un bombazo para que en casa empezaran a tomarlos en serio, si bien nunca fueron profetas en su tierra. De eso se cumplen ahora treinta años.

Sí, lo reconozco, hubo un tiempo, a principios de los ochenta, en que me gustaron los Dire Straits. De hecho, uno de los primero vinilos (un disco de plástico generalmente negro, de treinta y pocos centímetros de diámetro, con un surco grabado en cada una de sus caras, que producía música si se pinchaba con una aguja especialmente diseñada para tal fin) que compré fue el Alchemy, su doble en directo. Incluso me gustó lo que Mark Knopfler (el profesor en paro) grabó por su cuenta mientras todavía existía el grupo. Me gustaron hasta que empezaron a plagiarse a sí mismos, a mediados de década. Pero para entonces yo ya estaba investigando los sesenta y había descubierto a Hendrix. Sin embargo, el primer lustro de esta banda británica fue realmente bueno. De lo mejorcito de esos años.

Son estas cosas –¡treinta años ya!– las que le recuerdan a uno que debería pensar en sentar la cabeza. Pero cada vez que lo intento me coge tortícolis.


(sugerencia de consumo)
Sultans of Swing (versión Alchemy) de Dire Straits

sábado, 15 de marzo de 2008

Picores

A media mañana le he mandado un correo a mi jefe, que eliminando toda la jerga formal se resume en dos palabras: “me voy”. No ha sido hasta después de comer que me he reunido con él en su despacho.

Me ha recibido de pie y no se ha sentado ni ofrecido asiento en ningún momento. Mi jefe perdió (si alguna vez lo tuvo) el don de gentes el día que perdió su último diente de leche, pero es que además hoy se le veía incómodo, ansioso por concluir antes de empezar. Desde el día que lo conocí que no me ha inspirado confianza. Es una persona nerviosa que pierde los papeles en una conversación que no haya ensayado y de la que no controle los tiempos; y yo nunca le he dejado llevar el peso de la conversación. En los correos llega a mostrarse arrogante, algo gallito, pero en el tú a tú es insignificante y ridículo. No para de moverse, se muestra esquivo y nunca te mira a la cara; nunca hace referencia a algún reproche que haya hecho anteriormente por correo o indirectamente (otra de sus especialidades) a través de otra persona.

La conversación ha sido afortunadamente breve y de pie. Ha extendido ante mí toda su baraja de hipocresías y yo le he seguido el juego. Le he dado mis razones de la renuncia, mi falta de motivación en un proyecto que no conducía a nada y él me ha dado a entender que me comprendía con los mismos argumentos que yo le daba. Siempre hace lo mismo: coge un argumento, lo pone en pasiva y se lo apropia. Mientras me hablaba no paraba de moverse. Un pasito adelante, otro hacia atrás. Se frotaba las manos, se mesaba el pelo, un pasito adelante, otro hacia atrás. Cuando ya empezaba a recordarme a Chiquito de la Calzada, ha levantado la pierna (el pie del suelo, con la rodilla doblada) y ha empezado a pellizcarse los huevos. Yo, intentando disimular, aunque cada vez más incómodo, he seguido hablando mientras él seguía con su pasito adelante, su otro hacia atrás, volvía a levantar la pierna, se frotaba los huevos y tiraba del calzoncillo a través de la tela del pantalón. No daba crédito a lo que estaba viendo. Estamos hablando de un directivo que es la imagen pública de la empresa, primero hacia sus empleados, pero también con los clientes. Y lo tenía ahí delante, explicándole mis razones, mientras él estaba con el baile de San Vito y –literalmente– rascándose los cojones mientras me hablaba sin mirarme a la cara.

Hacia el final, él medio agachado mientras se frotaba los huevos manteniendo el equilibrio con un pie en el aire, me ha preguntado si, pese a todo, había sacado algo bueno de mis dos años en la empresa. Y yo, lo juro, lo he soltado sin pensar. Me he acordado de esta navidad y le he dicho: sí, un jamón. Sin parar de rascarse me ha mirado y ha empezado a reirse hacia adentro, como el perro Patán. Si todavía albergaba alguna duda respecto a mi decisión, mi jefe ha acabado por disiparla.


jueves, 13 de marzo de 2008

Globúnculos

No sé cuando llegaron, pero están por todas partes. Parece que se reproduzcan por esporas en las puertas de los hoteles, donde cada mañana aparecen ¡plop! moviéndose con cierta parsimonia y aparente desorden, rebotando blandamente unos contra otros. Tienen algo de humano, pues todavía se desplazan sobre sus extremidades inferiores, pero también algo de anfibio debido a esa papada que surge orgullosa ocultando la barbilla y se expande hacia delante fundiéndose con la barriga para acabar recogida a la altura de las rodillas formando una esfera perfecta. Por detrás son igual, desde la nuca hasta las corvas. Son como globos, o glóbulos, o globúnculos. Son orondos, carnosos, lustrosos, mofletudos y rosados, de perfecta circunferencia perimetral enfundados en trajes de tela tensa, sin una sola arruga. Se desplazan sin prisa pero sin pausa, con sus manos regordetas de dedos morcillones cruzadas sobre la barriga, riendo y jaleando, balanceándose como una campana invertida. Un congreso de obesos en la ciudad, sin duda. Eso fue lo que pensé. Pero no, después recordé que esta semana se celebra en Barcelona el salón Alimentaria.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Viernes santo

Han sido varios siglos de exclusión, de ser consideradas, en el mejor de los casos, un mero elemento accesorio. Por eso, cualquier iniciativa por parte de la iglesia que esté encaminada a poner fin a esta ancestral injusticia, a reconocer a la mujer el lugar que le corresponde en la Historia, es bienvenida. Como dijo aquél, es un pequeño paso para un hombre, pero un gran paso para la humanidad. En esta ocasión, los padres escolapios lo han bordado. Se han cubierto de gloria vaya.
Me encanta este cuadro: “Sacra limpieza. El día siguiente”, que representa la mañana del Viernes Santo, tras la juerga que se corrieron Jesucristo y sus amigotes en el Cenáculo, que fue un popular restaurante de Judea en la época de Poncio Pilato.

(clic para ampliar) Sacra limpieza. El día siguiente

Visto en ADN.es

lunes, 10 de marzo de 2008

Domingo

He ido a votar al mediodía, dando un buen paseo. Llevo más de tres años viviendo aquí, pero todavía sigo empadronado donde vivía antes, así que mi colegio electoral lo tengo a media hora a buen paso. En Barcelona, siempre que hay alguna festividad dominguera, se llenan las pastelerías. Hoy no podía ser menos. No sé si deben preparar algún pastel especial para la ocasión, en forma de urna quizás.

Ya en casa me he preparado un buen entrecot, de esos que no encogen en la parrilla mientras van sudando agua, y he cortado un par de tomates para aliñarlos con aceite y sal. El entrecot bien, tierno y cocinado al punto, mostraba su carne roja en el corte. Se nota que no era de esa cooperativa que antes se anunciaba con el nombre de su pueblo. Hubo un tiempo en que creí que tenían buenos precios, hasta que comprendí que pagar agua a precio de carne, aunque fuera un precio bajo, no era un buen negocio para mí. Para ellos es excelente. En cambio, el plato de tomates aliñados lo he tenido que tirar entero. Hace tiempo que me cuesta horrores encontrar tomates con sabor a tomate, pero es que lo de hoy clamaba al cielo. Era como comer corcho. Tendré que plantar una tomatera en la terraza, porque esto no lo arregla ninguno de los políticos en liza.

De todos ellos, el único que no ha ganado y así lo ha reconocido, y que se ha quejado –con razón– de la injusticia que supone para su partido nuestro sistema electoral, ha sido Llamazares, de IU. Tras su análisis –según él, el “tsunami bipartidista” que ha barrido primero los medios de comunicación y después las urnas– ha anunciado que no se presentará a la reelección en el partido. Creo que es de justicia hacerse eco de su queja con datos –como ya hizo en 2004 malaprensa–, que sirvan también para acallar esas voces que siguen –todavía hoy– afirmando que los grandes beneficiados son los partidos nacionalistas.

Resultados elecciones generales 2008

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A la 1:35 minutos del lunes 10 de marzo, con el 99,63% escrutado, los datos de participación dicen que hay 25.424.097 votos que, para repartir los 350 escaños del Congreso, deberían tocar a 72.640 votos por escaño. En la tabla vemos los votos y escaños obtenidos por cada partido y los que deberían obtener “de justicia”, con la diferencia a favor o en contra. Es fácil comprender el cabreo de Llamazares.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Frío

Agradezco los días fríos en invierno; me gustan. Hoy ha sido –marzo ventoso y abril lluvioso, hacen a mayo florido y hermoso– un típico día de marzo. Un viento frío, seco y afilado ha limpiado el cielo de Barcelona hasta dejarlo como un cristal de un azul duro y transparente, sin una sola nube. Poder ver nítidamente el horizonte no es algo que suceda a menudo junto a la costa.

Hace unos meses me puse un termómetro en la terraza y hoy he amortizado la inversión. Anteayer hizo calor, mucho calor, y ayer refrescó. Y yo, que no tengo tele ni escucho la radio y cuando estoy ocioso ni siquiera leo los periódicos, esta mañana iba a vestirme con camisa y americana, tan feliz. Pero los seis grados exteriores me han invitado a consultar el pronóstico, así que he salido de casa con jersey de lana, abrigo y bufanda; menos mal. Ahora escribo con guantes desde mi casa, que es tan catalana que de tan solidaria está a doce grados en el interior porque fuera marca ocho.

Llevo todo el día pensando en Josep Pla, en lo bien que describía esos días transparentes de tramontana. Pero también porque el cafetero mayor ha anunciado para este viernes la presentación del nuevo libro de Josep Mª Espinàs que, pese a que tiene su propio estilo, no puedo evitar que me recuerde a Pla. Y son distintos porque Pla decía que sólo se había enamorado de los paisajes, que las personas nunca le conmovieron. Sin embargo Espinàs es un enamorado de la gente tanto como de los lugares que ha visitado y descrito. Admiro a Pla, pero en el fondo, de mayor, quisiera ser como Espinàs.

Don Gregorio me ha amenazado con presentarme a mi admirado Espinàs. Desde ese momento que me estoy preparando mentalmente. Es común entre la gente que se dirige al público, ya sean presentadores de televisión, políticos o conferenciantes, que lleven algo entre las manos, por lo común un bolígrafo. Cuando Don Gregorio me presente a Espinàs, yo llevaré también algo entre las manos, algo que justifique mi presencia y me de pie a iniciar una conversación. Había pensado en comprar su último libro para que me lo firmara, pero eso sería lo normal y yo, pese a quien pese –mamá incluida– no soy muy normal. He pensado en comprar su “Viatge al Pirineu de Lleida”, que es la crónica del viaje que hizo con Cela hace cincuenta años. Sin embargo, la editorial que lo publicó creo que ya no existe y los derechos de este libro son ahora de la editorial que fundó el propio Espinàs y que, no sé si por razones editoriales o por unificar la colección de viajes ("A peu per..."), publicaron con otro título. Así que he hecho unas cuantas llamadas a libreros de viejo, hasta que he conseguido la primera edición del libro, del año cincuenta y siete. No lo puedo evitar, tengo mis vicios. Y debido a estos vicios, este viernes, cuando Don Gregorio me presente a Espinàs, yo le pediré que me firme la primera edición –ni siquiera había nacido yo– de su “Viatge al Pirineu de Lleida”.

Madrid es una ciudad hermosa

Madrid es una ciudad hermosa. Es ostentosa y grandilocuente, sí, incluso bordeando de forma peligrosa lo kitsch, el exceso barroco con sus molduras, volutas, dorados, espejos, caobas y columnas. Sobretodo las columnas, que las hay hasta para sostenerse sólo a si mismas. Pero todo y con eso es hermosa, en especial durante el día. Por la noche la cosa cambia. Por la noche se encienden las luces y algunos edificios se convierten en un árbol de Navidad, iluminados con todo el espectro de colores. Cuando uno ve eso, de inmediato toma conciencia de que Gaudí se equivocó al nacer en Barcelona. En Madrid habría sido mucho más apreciado y todos sus edificios pomposos y recargados estarían iluminados de violetas y morados, azules, verdes, rojos y amarillos dándole, si cabe, mayor esplendor. Sería el orgullo nacional y en la Sagrada Familia, que sería La Catedral y ya estaría terminada, se casarían reyes y reinas, príncipes y marqueses, duques y famosos de la prensa del corazón.

Narrativas (II). Narrador omnisciente. Escena y resumen.

Sigo con la serie de narrativas. He tardado en escribir este porque hay bastante teoría y, pese a que a mí me resulta interesante, no sé cómo hacerlo para que no sea tediosa. Además, este relato no termina de convencerme.

Un texto literario no es más (ni menos) que una sucesión de escenas y transiciones o resúmenes. Pero deben ser las escenas y su manera de entrelazarlas las que den consistencia al texto, pues ahí es donde se desarrolla la acción. El resumen no debe utilizarse más que de apoyo o transición, y cuanto menos se use, mejor. La escena tiene un tiempo y un espacio definidos, sucede en tiempo real; pasa aquí y ahora o allí y hace un tiempo, pues es un segmento en el tiempo narrativo. Hasta el S.XIX se hizo un mayor uso del resumen, pero a partir del S.XX, quizás por al aparición del lenguaje cinematográfico (aunque en el cine mudo, en sus inicios, se usaba el resumen mostrando únicamente textos sobre fondo negro), el texto literario se sostiene sobre las escenas. De hecho, el cine o el cómic son lenguajes narrativos basados únicamente en escenas. No es posible el resumen en ellos. La escena suele (y debería) estar mostrada, mientras que el resumen suele ser contado. Contar una escena es cuanto menos reprochable. Mostrar un resumen está sólo al alcance de los grandes.

Existen cuatro tipos de narrador:
  • Protagonista: es un personaje y conoce sus propios pensamientos.
  • Testigo: es personaje pero no conoce los pensamientos del personaje sobre el que narra.
  • Cámara: no conoce los pensamientos de los personajes ni es uno de ellos.
  • Omnisciente: conoce los pensamientos de los personajes, pero no es uno de ellos.
Este último es el más habitual y prácticamente el único hasta el S.XX. Fue el clásico en el S.XIX (Balzac, Hugo, Melville, Dostoyevsky), aunque muchas de las licencias que se permitían en esa época (emitir juicios de valor, hacer digresiones) ahora está prohibido excepto para Coelho o las novelitas de autoayuda, valga la redundancia.

Bien, y tras esta perorata, el relato. En este nos pidieron que estuviera estructurado en tres escenas enlazadas por dos transiciones. El estilo a lo S.XIX, así como la inconsistencia de los diálogos, fueron cosecha propia. La historia (algunos la reconoceréis) es demasiado larga como para contarla en dos páginas, que es el límite que nos ponen.


Miró el matasellos de la carta, le dio la vuelta y viendo el remitente una sonrisa centelleó en sus ojos. Despidió al mayordomo con un gesto indolente de su mano derecha, abrió el sobre y recostándose en el sillón la empezó a leer. Ella había observado toda la escena sentada junto a la ventana, en silencio. Una hermosa edición de “El paraíso perdido” de Milton se había quedado abierta sobre su regazo desde que la entrada del mayordomo había interrumpido su lectura, y como fuera que Percy seguía leyendo sin decir nada, cerró el libro y se levantó con el propósito de confirmar su intuición. De pie junto a él le preguntó sin rodeos, a lo que este respondió distraído:
–Sí… es de George.
Y siguió leyendo por completo ajeno a la inquietud de Mary.
–Pero… ¿Dice algo de Claire? –insistió ella mientras jugaba a enrollarse un dedo con la cinta que anudaba su corpiño.
Percy dobló la carta, la metió de nuevo en el sobre y se levantó para dejarlo sobre la mesa del escritorio. Regresó junto a ella, y cogiéndola de los hombros y en un tono cariñoso, le resumió el contenido de la misiva.
–Sí, se acuerda de ella. De todos nosotros, pero especialmente de ella –hizo una breve pausa, como intentando organizar mentalmente las palabras–. De hecho nos ha invitado a ti, a mí y a tu hermana a que pasemos el verano en su residencia del lago Ginebra. Dice que ahí el aire es puro como un cristal y a mediados de mayo los prados están llenos de flores. Debemos partir cuanto antes si queremos verlos. Enviaré un recado a la srta. Clairmont.
–Oh, no hace falta –le cortó Mary alegremente–-, yo hablaré con Claire. Mañana iremos juntas a comprar ropa para el viaje.
Se dirigió corriendo hacia la ventana. Algunas de las gotas que caían sobre el alféizar estallaban en minúsculas partículas salpicando el cristal. El cielo se veía brumoso y pesado, como si estuviera reposando sobre las copas de los árboles.
–No para de llover –se quejó lastimeramente–. Lleva días lloviendo y no parece que vaya a cambiar. Da la impresión que el verano no vaya a llegar nunca.
La casa fue un auténtico caos de ropas y baúles durante los tres días que siguieron a la llegada de la carta. Al cuarto desembarcaban en el puerto de Dunkerque, donde alquilaron una diligencia que les llevaría, siguiendo un buen trecho del curso del Rhin y después al sur, hasta Ginebra. Una de las noches la pasaron en un hotel de Darmstadt, en Renania. Después de la cena, fueron a una taberna a beber kirsch acompañados por el cochero. Junto a su mesa, un grupo discutía acaloradamente y Percy le rogó al cochero que les tradujera la conversación. Hans, un hombre de mediana edad, con la piel curtida y los ojos pequeños rodeados de miles de finas arrugas, titubeó un instante.
–¡Bah! –exclamó, intentando no dar importancia al tema–. Milord ya se puede imaginar cómo somos la gente de pueblo. –Se santiguó con disimulo–. No hablan más que tonterías y supersticiones. Yo, en su lugar, no les haría ningún caso.
–Insisto, mi buen Hans. Todo lo que tenga relación con leyendas que desconozco, me colma de interés. Díganos, haga el favor –dijo mientras deslizaba una moneda sobre la mesa–. ¿De qué están discutiendo estos hombres?
Hans vació de un trago su copa, se santiguó otra vez, cogió la moneda y besándola continuó.
–Hablan del loco Dippel –dijo casi en un susurro–. Habitó el castillo hace casi un siglo, aquí cerca. Pero no son más que habladurías de borrachos. Nadie lo sabe en realidad. Todo se reduce a uno que le dijo a otro que uno le contó que un día lo vieron… ¡Oh, Dios me perdone!
–Continúe –le invitó Percy, mirándolo a los ojos–. ¿Qué se supone que vio alguien?
El cochero miró su copa vacía y Percy comprendió de inmediato. Hizo un gesto al camarero, que rápido las rellenó. Tras otro trago, Hans continuó con su relato.
–Profanaba tumbas –dijo de golpe–. Las vaciaba y se llevaba los cuerpos a su castillo para vaya usted a saber qué aberraciones. ¿Es eso ser un buen cristiano? ¡Fue un monstruo! ¡Quería obtener las almas de los recién sepultados!
El viaje hasta Ginebra continuó bajo la fina y persistente llovizna que no les había abandonado desde su partida. El cochero, sentado en su pescante y cubierto con una capa engrasada, apenas abrió la boca. La historia del loco Dippel les había calado a todos más que la lluvia y el frío, sobretodo a la joven Mary, quien poseía un corazón romántico y apasionado y, por esa misma razón, muy impresionable. Sin embargo, cuando el camino empezó a ascender entre colosales muros de piedra o atravesando los profundos y verdes valles de los Alpes, la historia pasó a un segundo plano, casi olvidada.
Pocos días después divisaron el lago, velado tras una maraña de nubes bajas y neblina. El sol bajo del atardecer lo teñía todo de ocres anaranjados, dando la impresión de estar ante un gran y polvoriento incendio. Pese a encontrarse cerca de su destino, el mal tiempo y el frío empañaba su ánimo y su deseo era llegar, más que para ver a su amigo, para descansar en un lugar cálido y seco.
Tras un tramo en que las ruedas crujieron por un camino de grava, el coche se detuvo y Hans se giró hacia atrás para dar el aviso.
–¡Ya hemos llegado!
Claire se precipitó hacia la ventanilla y lo vió allí. Apoyado en el marco de la puerta, bajo el porche sostenido por columnas, lord George Gordon Byron saludaba de manera ostensible a los recién llegados. Abrió precipitadamente la portezuela y salió corriendo a su encuentro con los brazos abiertos. Mary y Percy se buscaron con la mirada y sonrieron con complicidad. Él salió primero, y plantado bajo la lluvia, le tendió la mano para que descendiera del coche.

lunes, 3 de marzo de 2008

Integrados

Este viernes pasado, paseando por Lavapiés, fui testigo de un hecho que quizás a otra persona le habría pasado inadvertido o incluso le podría causar rechazo. Si embargo a mí me emocionó porque de repente comprendí que el problema de la inmigración no es tal, que la integración no sólo es posible, sino que ya es un hecho palpable y notorio. Que las costumbres más típicamente españolas están siendo integradas alegremente por estos nuevos ciudadanos. Y todo esto, que sucedió en apenas unos pocos segundos, lo supe cuando vi a un grupo de paquistaníes borrachos haciendo botellón.