A menudo me pasa que voy a buscar una palabra y no la encuentro. Sé que está ahí, pues en multitud de ocasiones he hecho uso de ella, pero ese día voy a buscarla y no está donde debería estar y en su lugar me encuentro un casillero oscuro –porque las palabras brillan– y vacío. Yo las palabras las guardo así, en un gran armario formado por multitud de pequeños casilleros, como esos que aguardan a la espalda del recepcionista de un hotel, pero en lugar de llaves y correspondencia yo guardo palabras. Y como sucede con las llaves y la correspondencia, si descuidadamente la he dejado en un casillero que no es el suyo, indefectiblemente voy a tener dificultades para dar con ella la próxima vez que la necesite. Y da mucho coraje, mucha rabia, porque me corta el hilo de mis pensamientos, o me obliga a una pausa demasiado larga en una conversación, o peor me cercena y estropea sin solución de continuidad un relato. Como ahora, que no logro encontrar esa palabra que define tan bien esa actitud, ese carácter. He buscado en todos los casilleros sinónimos y... sí, es que la tengo en la punta de la lengua, pero... ¿cómo era?