viernes, 16 de diciembre de 2005

Página 23; párrafo quinto

Visitando las cosas que no sabe pab, descubrí una interesante iniciativa, uno de esos memes que circulan por la red. Al tratarse de una propuesta facultativa relacionada con la literatura –que siempre me interesa-, en la línea de las diez palabras, he decidido formar parte de ella.
Se trata de compartir –algo siempre hermoso- el quinto párrafo de la página 23 del libro que tienes entre manos. El quinto párrafo en el libro que estoy leyendo continúa en la página siguiente, pero me ha parecido inoportuno cortarlo, así que me he tomado la licencia de continuar paseando por la 24.

Adieu. Quizás es mejor así”, escribió Demon a Marina a mediados de abril de 1869 (¿se trata de la carta original, que no llegó a echarse al correo, o de una copia de propia mano de Demon?), “porque, cualquiera que fuera la felicidad que pudiese haber acompañado a nuestra vida de casados, y por mucho que esa vida feliz hubiera durado, hay una imagen que nunca habría podido olvidar y nunca habría querido perdonar. Deja que se grabe en ti, querida mía. Déjame que la repita en términos adecuados para una actriz. Tú habías ido a Boston para ver a una vieja tía, un lugar común de novela, pero que en esta ocasión es la verdad. Y yo había ido a ver a mi tía en su rancho, cerca de Lolita, Texas. Una mañana de febrero (ya cerca de mediodía donde tú estabas) te telefoneé al hotel, desde una cabina de la carretera. El cristal estaba todavía salpicado de lágrimas, vestigio de una tremenda tormenta. Yo quería pedirte que tomases el avión sin perder un minuto y que volases hacia mí, porque…

(Aquí termina la página 23. Lo que continúa en la 24 es lo que sigue.)

… yo, batiendo mis alas decaídas y maldiciendo el dorófono automático, me repetía que no podía vivir sin ti y porque deseaba que, protegida entre mis brazos, vieras las sorprendidas flores del desierto que la lluvia había hecho brotar. Tu voz era remota, pero dulce. Me dijiste que estabas en traje de Eva; no cuelgues, espera que me ponga un penyuar; pero, en vez de eso, bloqueando el receptor para que yo no oyese, hablaste, supongo, al hombre con quien habías pasado la noche (y a quien de buena gana yo habría despachado al otro mundo, aunque de lo que de verdad sentía deseos era de castrarle). Ése es precisamente el boceto hecho para el fresco de nuestro destino por un joven artista de Parma, en trance profético, el siglo XVI; un fresco que coincide, excepto en la funesta manzana del Saber, con una imagen repetida en la mente de dos hombres. A propósito, tu doncella fugitiva ha sido encontrada por la policía en un burdel de aquí. Te será reexpedida tan pronto como haya sido suficientemente cubierta de mercurio.”


Ada o el ardor
Vladimir Nabokov
(trad. David Molinet)

jueves, 15 de diciembre de 2005

(arrebato XIV)

Desaprendí a dormir solo
cuando no estás a mi lado te añoro
y si no fuera por las lágrimas que no me deja ver
te diría que lloro.

Me dibujé como yo quiero
no es que no sea así, es que no puedo
no es que quisiera quererte
es que te quiero.




Rimo en la mente, después escribo. No me gusta interrumpirme buscando esa palabra. Cuando eso ocurre, concluyo. Ya no es lo que busco.

se me da mal (arrebato XIII)

Pensé que había cambiado pero todo sigue igual.
Explicarlo se me da mal.

Demasiadas trampas del pasado
aunque está mal reprochar quien me ha criado
y el olor a podrido me parece normal
aunque explicarlo se me da mal.

Evito al espejo para no verme
y el gusano que me devora nunca duerme.
Mi alma siempre se refleja vulgar, sí
aunque explicarlo se me da mal.

Siempre espero lo que no llega
y la culpa y el remordimiento me ciega.
La rueda gira hacia el mismo lugar
aunque explicarlo se me da mal.

Pensé que había cambiado pero todo sigue igual.
Explicarlo se me da mal.

No quiero más corazones en las orillas
ni el tuyo ni el que guardan mis costillas.
Debo enseñarle a mi vida a cantar
aunque explicarlo se me da mal.


(O quizás –tienes razón- fatal)

Pensamientos fragmentados I (arrebato XII)

Desde que tengo memoria –que no uso de razón, que eso no lo podré perder nunca por ser carencia endémica- siempre he tenido un libro abierto ante mis ojos. Escribir, por tanto, fue una evolución lógica, aunque con interrupciones. A lo largo y ancho de mi vida he pasado prolongados vacíos yermos de arrebatos. Así como no puedo pasar sin leer, sí puedo en cambio pasar sin escribir, entendido como el acto mecánico de poner en negro sobre blanco, pues todo mi pensamiento, que es el germen de la propia escritura, fluye de igual forma. No queda registrado para el posterior recuerdo, pero ha sido escrito in mente. Y además, me ahorro esa desagradable sensación que queda al concluir la escritura de que algo, la esencia, se ha quedado en el tintero. Perdido entre los pliegues de la materia gris.

Ahora estoy en uno de esos vacíos y me estoy auto imponiendo escribir. Me obligo como terapia. Es algo que me gusta, con lo que disfruto, pero que ahora me cuesta iniciar. Es parecido a ir al gimnasio: si lo hago con cierta frecuencia surge solo, mientras que si paso un tiempo sin hacerlo, como ahora tras casi dos semanas, debo hacer el esfuerzo.

Pensamientos fragmentados, interrumpidos por leves distracciones que se convierten en excusa para posponer. Ayer lo empecé, ahora sigo.

Pudiera esgrimir como excusa –y lo esgrimo- que otros más agradables placeres absorben todo el tiempo libre de que dispongo, que tampoco es demasiado. En parte es cierto, más cierta pereza se ha instalado en el vacío que dejó mi elocuencia escrita, que ahora anda de vacaciones vete tú a saber por dónde.

y el sol se hundía en el marComo de vacaciones he estado yo estos últimos días, aprovechando para regresar a los ancestros tecnológicos. Cambiando ordenadores, pdf, dvd, usb, televisores, gps y demás maravillas del ingenio humano creadas para ¿facilitarnos? la vida por libros de papel, radio mal sintonizada en el coche, paseos en bicicleta y a pie por la playa y por los barrios viejos de los pueblos.

Años hacía que no me veía en la situación de hinchar la rueda exhausta de una bicicleta. Las que tuve las malvendí o murieron oxidadas mucho tiempo atrás. Así que fue como un renacer a la ya lejana adolescencia. Por fortuna, pedalear es como las cicatrices del corazón: no se olvida. Y así estuve, ella a mi vera, pedaleando por un paseo marítimo de un pueblo al sur de Barcelona, con el sol bajando hasta hundirse allá a lo lejos, en el horizonte, bajo la esfera del mar. Recordando el olor del salitre que el viento de mar me invitaba a respirar. Escuchando su pausada, regular y sorda respiración, como un agotamiento lejano que hincha los pulmones y los vacía llevando las olas a la playa, lamiendo la arena para devolver a su origen pequeños fragmentos de conchas y piedrecillas de brillantes colores.

Después partí hacia el interior, pero esa es otra (post) historia.