jueves, 27 de noviembre de 2008

Debo desconectar

(sugerencia de consumo)
Round About Midnight con Miles Davis y John Coltrane



Entro en el viejo café, ahora lleno de gente y humo de tabaco suspendido a media altura. Afuera hace frío y mientras me acerco a la barra por mi cabeza van pasando como diapositivas proyectadas contra un pared imágenes de lo que pediré –café, café con leche, un té–, van pasando imágenes que caen igual que fichas de dominó –chocolate, un suizo–, imágenes reclamadas por mis manos frías y mis pies helados mientras me acerco a la barra pasando junto a las mesas atestadas de gente, avanzando hacia el interior del café entre una nube de humo denso y olor dulzón a tabaco de pipa –un capuccino, un cortado, un carajillo– que se aparta dejando un espacio vacío a mi paso y con desánimo lo vuelve a ocupar. Apoyo las manos en la barra de madera, levemente pegajosa sobre el barniz. La luz del café es tenue. No una luz deliberadamente tenue para hacerla acogedora, no. Es una luz triste y sucia, una luz de ciento veinte voltios que deja el techo en inquietante penumbra cuatro metros por encima de mi cabeza. Cuando se acerca el camarero le respondo con dos palabras: una cerveza. Afuera hace frío y tengo los pies helados y sin embargo digo una cerveza. Y lo digo como podría haber dicho “buenas tardes” o “descanso dominical” porque por mi cabeza siguen cruzando diapositivas que van cayendo como fichas de dominó, o como naipes lanzados con desdén por un croupier aburrido. Debo desconectar. Se han formado las palabras así, sin avisar de que venían o sin solución de continuidad. Debo desconectar. Me lleva unos segundos comprender que es la respuesta a la cerveza que acabo de pedir, que sin duda será la primera cerveza.

Una pareja se levanta y me cuelo deslizándome entre las mesas para ocupar la que ha quedado libre, al fondo de la sala, en el rincón, junto a un biombo que divide, más mental que físicamente, el café en dos partes. Enciendo un cigarrillo y las volutas ascienden caracoleando para diluirse con el humo de la pipa de ese caballero canoso que lee la prensa, y con el de esa chica pelirroja que deja que el humo de su cigarrillo caiga de sus labios entreabiertos, y con el de su compañera de mesa que lo despide con un beso descuidado. Después abro el libro de Faulkner por la página marcada, la ciento veinticuatro, y leo hasta la ciento veintisiete. Lo cierro, cojo la libreta y empiezo a escribir esto. Pido otra cerveza, la segunda.

El café se va vaciando. Lo noto por el murmullo, el zumbido monótono de las conversaciones sobre las mesas. Hace un rato era sólo eso, un zumbido inextricable, una amalgama de voces que se entrelazan y tejen y quedan flotando sobre nuestras cabezas mezclándose con el humo con olor a pipa. Pero ahora comienzo a distinguir las voces, los diálogos. Mi mirada sigue la punta del bolígrafo que se desliza sobre el blanco de la libreta pero noto que el café empieza a vaciarse porque ahora puedo seguir el hilo de las conversaciones. A mi derecha un chico se esfuerza con su precario inglés “because… eeeeee… the… eeeeee… fish… eeeee… because eee the fish… eeeeee…” mientras la chica a quien se dirige, que por su vestido hecho con retales de tela del sofá de la abuela deduzco que es inglesa, lo observa entre inquieta y satisfecha, con una sonrisa en los labios, como orgullosa y feliz por ser el objeto del esfuerzo de comunicación del chico. Frente a mí un grupo de veinteañeros hablan de la guerra civil. He escuchado muchas historias sobre la guerra civil en boca de mis abuelos en el frente y mis abuelas a la espera, pero el tono de esta charla es radicalmente distinto. Las de mis abuelos eran historias mínimas, íntimas, porque en realidad no hablaban de la guerra sino de ellos mismos, de sus ilusiones o esperanzas rotas, de sus penurias. Mis abuelos hablaban de la guerra porque sólo hubo una, la suya, mientras que estos chicos hablan de una, la guerra civil, como podrían hablar de otra. Estos chicos hablan de la guerra civil como podrían hablar de fútbol, si no fuera que no hablan de fútbol porque se visten de intelectuales y su charla es sólo para demostrar y demostrarse a sí mismos lo que saben, porque son unos intelectuales cultos y leídos que lo mismo te hablan de la guerra civil como de María Callas, pero nunca de fútbol. Por lo menos no entre ellos. Ahora hablan del hombre de neardenthal.

A través de los ventanales del café veo pasar a la gente bajo su paraguas, caminando deprisa. En el café sólo quedan tres mesas ocupadas, además de la mía. Me levanto y me acerco a la barra para pagar. Son más de las diez de la noche. Seguro que afuera sigue haciendo frío.

Café del Centre (1873)

martes, 25 de noviembre de 2008

Miles en Barcelona

La relación de Miles Davis con Barcelona es la historia de una novia caprichosa aficionada a los desplantes, o quizás la de una diva asqueada por tener que tocar en un escenario de provincias.

En noviembre de 1967, los espectadores que acudieron al "Palau de la Música" a ver un concierto anunciado como “histórico, que será recordado por mucho tiempo en Barcelona” difícilmente –ironías de la vida– olvidarán la nota que la organización repartió a la entrada del teatro anunciando la desaparición del gran genio del jazz. Horas antes –todavía no se sabe muy bien el porqué– Miles Davis tomó un avión y voló a su casa en New York, dejando a su banda en la ciudad condal y un montón de facturas del hotel sin pagar. Dos tercios del público exigieron la devolución del importe de las entradas, pero los que se quedaron pudieron disfrutar de esa banda mítica que acompañaba al maestro, formada por Wayne Shorter, Herbie Hancock, Ron Carter y Tony Williams (ahí es ná) que la crítica de la época calificó de memorable pese a la destacada ausencia.

En 1973 Davis tenía programados dos conciertos el mismo día, pero por problemas en la aduana con Francia, el camión que traía los instrumentos no llegó a tiempo y a punto estuvo de suspenderlos. Sin embargo, las presiones de la organización –lo amenazaron con llevarlo a la policía– consiguieron que sólo se suspendiera el de la tarde y finalmente actuó por la noche, con una hora de retraso. De ese concierto se recuerda la reacción ofendida de buena parte del público cuando el trompetista salió al escenario y comenzó a tocar de espaldas al respetable, como de costumbre. Muchos lo acusaron de arrogante, que lo era, además de antipático. Sin embargo esa forma de tocar, a veces de costado, otras mirando a su banda, era su particular y habitual forma de comportarse sobre las tablas.

Ese mismo año, Miles fue invitado a una jam session en Zeleste. Llegó sin su trompeta y se acodó en la barra, mientras observaba el concierto. Los organizadores se acercaron a su hotel para recoger la trompeta y llevársela, pero una famosa y rubia actriz catalana de la época llegó antes y se lo llevó para su particular recital.

De nuevo en Barcelona, en 1984, fue la primera ocasión en que la única noticia fue el concierto en sí y la totalidad de las entradas vendidas. Esperó hasta 1989 para cancelar otro concierto, aunque en esta ocasión fue por problemas de salud. Al finalizar su concierto en Madrid sufrió un desmayo, que los médicos que lo atendieron atribuyeron a una arritmia cardíaca. Todavía se escuchan sus gritos de “¡no me quiero morir aquí!” cuando era internado en una clínica madrileña.

Regresemos unos instantes a la Barcelona de 1973. Un concierto cancelado, otro salvado por los pelos y una jam session frustrada por el apetito lujurioso de una actriz de cuyo nombre no quiero acordarme. Justo la noche siguiente al concierto de Miles Davis, en el mismo escenario actuó otro músico legendario (este es una leyenda viva). Nada más y nada menos que B.B. King. Y Miles, que había acudido como espectador, fue invitado por el bluesman a interpretar unos fraseos de trompeta con un inconfundible sabor a blues del delta. Y esa es, al fin, la razón de todo este post: estos cuatro minutos de Miles Davis y B.B. King en 1973 en el "Palau de la Música" de Barcelona.


(sugerencia de consumo)
Miles Davis y B.B. King en Barcelona (1973)

viernes, 21 de noviembre de 2008

El salido de la peluquera

Llevo el pelo demasiado largo –he pensado–, ya va siendo hora de que vaya a cortármelo. No mucho, que tal como están las cosas no quiero que por la calle me confundan con un banquero. Así que he llamado a la peluquería de siempre, a la que he ido durante los últimos diez años. Comencé a ir ahí porque me quedaba cerca del trabajo, pero a pesar de mi deambular laboral he seguido fiel a la misma, desplazándome hasta allí para que mi peluquera favorita me lave la cabeza y me la masajee... provocando en mi mente calenturienta todo un imaginario de situaciones lúbricas y algún que otro tipo de reacción en otras latitudes corporales. He llamado, como he dicho, y me ha atendido una voz femenina que ha querido saber mi nombre y, tras una breve negociación de horas y fechas, me ha dado cita para una tarde de lunes. Cuando parecía que ya iba a colgar, la costumbre me ha alertado de que algo estaba fallando, que no era como siempre. Siempre que había llamado, antes de confirmar la hora me preguntaban quién me atendía y yo pronunciaba su nombre mientras un cosquilleo en las sienes me adelantaba los placeres de sus manos. Porque la peluquería la llevan mi peluquera favorita y un chico con más pluma que un pavo real. Pero no me lo ha preguntado, así que he tomado la iniciativa de decirlo yo mismo: “me atiende mi peluquera favorita”. Unos segundos antes, el montador de la película había acoplado una música en leve crescendo que avanzaba imperceptiblemente en paralelo a la acción, hasta el momento en que la chica del teléfono ha dicho: “no, es que tu peluquera favorita ya no trabaja aquí”. En ese momento el montador ha colocado un primer plano del rostro sorprendido, aturdido y después desencajado de arrebatos mientras la música alcanzaba un clímax dramático de lo más resultón.

Tras unos segundos de desconcierto he conseguido balbucear un “ah, vaya… pues… no lo sabía...” –risa nerviosa– seguido de un “no importa” –mentira falaz– “el lunes entonces”. Antes de colgar ya estaba cavilando qué excusa podía dar el lunes para no ir a cortarme el pelo.

Después me he reunido con el grupo de exiliados por el vicio de fumar que cada par de horas nos reunimos en la calle junto al portal. Están haciendo ostentosos movimientos con las manos como perfilando un imaginario cuerpo femenino ante ellos mientras profieren exclamaciones que a alguna alma noble podrían parecerle soeces, pero que entre amigotes no son más que adjetivos acertadamente descriptivos, del tipo “cómo está, la madre que la parió”, “a esta la ponía yo a cuatro patas mirando a Cuenca” que, dicho sea de paso, nunca he comprendido el porqué de Cuenca y no Valladolid o el consabido “como se me ponga a tiro, lo siento por la parienta, pero esto no pasa todos los días”. No me ha hecho falta preguntar, porque justo en ese momento, en la acera de enfrente, entraba la peluquera del barrio –no mi peluquera favorita, sino la peluquera cañón del barrio– en su peluquería. Eso sí, todos coincidían… bueno, todos coincidimos en que desde que la ha dejado el novio –no me extraña, tiene tantas tetas como mala leche– está echando culo. De hecho, así a groso modo, habrá aumentado unos diez centímetros de perímetro en la zona del culamen, según la observación promedio a veinticinco metros de distancia de los que estamos ahí. Y ahora vienen los turrones, ha observado uno acertadamente. Vaya, que si hay que darle un viaje, que no pase de navidad, de lo contrario ya se habrá echado a perder. Qué lástima, ha suspirado otro. Con lo buena que estaba. Y con lo buena que sigue estando, ha apuntado el de más allá, no exento de razón. Sí, sí, pero o se le da el trancazo –literal– antes de los turrones o ya no merecerá la pena. Cierto. Sí, cierto.

En fin –he pensado– creo que ya sé qué peluquera se va a convertir en mi nueva peluquera favorita.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Apadrina uno

Lo tiene ella, como lo tiene la amiga de ella, o un amigo mío o mi ex, así como el ex de mi ex o mi otra ex, la primera. Incluso, otra amiga de mi ex no es que lo tenga, es que lo es. Empiezo a sentirme como el personaje desubicado de una película de Woody Allen; de una película de esas en las que no hacía falta que saliera de Manhattan para encajarlo todo. Empiezo a temer el día en que me quede sin tema de conversación cuando, en una cena con los amigos, todos empiecen a hablar de su psiquiatra. Por eso estoy empezando a plantearme la posibilidad de apadrinar uno. Nada serio, no hay razones para alarmarse. Porque, seamos sinceros ahora que nadie nos oye, sigo convencido de que uno no se hace psiquiatra por vocación sino que se llega ahí arrastrado por un trastorno de la razón. Así que sólo sería una especie de asociación simbiótica: yo tendré tema de conversación en las sobremesas mientras que a mi psiquiatra le daré lo que quiera para que escriba un sesudo artículo sobre, por ejemplo, un extraño caso de personalidad dual en alguna prestigiosa revista de su ramo.

Sí, ya sé que sería todo un golpe de efecto que, en lugar de psiquiatra, apadrinara a un psicoanalista, pero eso no podrá ser me temo. Me conozco, me daría la risa tonta. Me sentiría igual que si fuera a un homeópata. No, definitivamente un psicoanalista no, pero dejadme que madure un poco más lo del psiquiatra.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Pèl & Ploma

Ploma
No és d’escriure: és de barret; d’aquells que no deixen veure les funcions quan els teniu a les files del davant. Tapa un capet preciós, ple de pardals, i és el dibuix d’entrada del nostre semanari. Val més començar amb un barret de ploma que no amb una gorra de pèl.

Pèl & Ploma

Con esta explicación arrancaba en junio de 1899 “Pèl & Ploma”, el semanario sobre arte y literatura que el pintor e ilustrador Ramón Casas creó junto a Miquel Utrillo partiendo de los restos de otra revista: “Els 4 Gats”. El uno se dedicaría a ilustrarlo (pèl o el pelo del pincel) mientras que el otro se encargaría de los escritos (ploma o pluma para escribir). Durante sus poco más de cuatro años y cien números de vida, entre otros, pasaron por sus páginas Santiago Rusiñol, Isidre Nonell, Joaquín Sorolla, Joaquim Mir, Josep Mª Sert y un por aquel entonces poco conocido pintor que firmaba como Ruiz y que más tarde lo haría como Picasso.

En el Arxiu de Revistes Catalanes Antigues está escaneada, junto a otras joyas, la práctica totalidad de los cien números de esta revista.