viernes, 29 de octubre de 2010

La autoridad moral

“El amante de Lady Chatterley” de D.H. Lawrence fue impreso en Florencia y publicado por vez primera en 1928. Calificado de obsceno y contrario a la moral, fue prohibido en diversos países, entre ellos Reino Unido y los EEUU. La historia del adulterio de una acaudalada aristócrata inglesa esposa de un terrateniente y militar de alto rango, parapléjico e impotente, con un empleado suyo de clase inferior, el intolerable y explícito erotismo que destilaban sus páginas y la osada crítica hacia la hipócrita, rancia y sofocante sociedad post victoriana se consideraron demasiado atrevidas para la recatada Inglaterra bien pensante de la primera mitad S. XX.

Treinta y dos años después, en 1960 y no sin pocas trabas y dificultades, se autorizó su publicación. Fue tras el juicio que enfrentó a la editorial Penguin contra la "Ley de publicaciones obscenas" británica, en el que se tuvieron que demostrar los méritos literarios de la obra y se discutió sobre conceptos tales como obscenidad, virtud o perversión, así como la objeción en el uso de palabras como "follar" o "coño", todos ellos defendidos y discrepados desde posiciones y morales particulares antagónicas y juzgados bajo unas leyes construidas sobre una moral supuestamente colectiva y en este caso, como en tantos otros, cristiana.

Eso ocurrió el dos de noviembre de 1960; ahora hará cincuenta años. Su prohibición y posterior autorización a ser publicado fueron juicios puramente morales, en un mismo país pero en distintas épocas y sociedades muy diferentes, pero juicios al fin. Hoy, en este país nuestro, somos mucho más pragmáticos. Nada de juicios. Desde nuestra virtuosa autoridad nos basta con un linchamiento mediático colectivo para que se condene al autor que ha pecado y se retiren los libros de las librerías. La nuestra es la virtud de la jauría de perros que otorga la autoridad al que más ladra, sin que ninguno llegue a morder ya que ignoran por qué ladran. Estas cosas dan bastante miedo.

lunes, 25 de octubre de 2010

La memoria

Tomando unas copas en un bar, tras la cena, un viejo amigo me comenta:

— Creo que si me cruzo contigo por la calle, o con él, os habría reconocido.
— Sí, yo también pienso lo mismo.
— Vaya, que veinte años se hacen notar, pero no hemos cambiado demasiado.
— Cierto —asiento—. Seguramente os hubiera reconocido a todos.
— Bueno... Por lo menos nosotros.
— Es verdad. Ellas sí han cambiado.
— Sí, ¡pero que no te oigan! —me responde intentando contener la risa.
— A ella no la habría reconocido nunca —le comento inclinando la cabeza hacia la mujer para que sepa a quién me refiero.
— Ni yo.
— Es más, todavía no sé quién es.

El sistema métrico subnormal

No sé qué pensarían nuestros sabios e ilustres antepasados del S. XIX, que con tanto esfuerzo trabajaron para unificar en todo el mundo civilizado pesos y medidas, si pudieran echarle un ojo a la prensa diaria actual. En el mejor de los casos pondrían el grito en el cielo, o caerían sumidos en una profunda consternación y abatimiento, para dejarnos para siempre jamás pesando en arrobas y midiendo a palmos. Los frutos de la ilustración borrados de un plumazo.

Supongo que es el signo de los tiempos que nos han tocado vivir: hay que rebajar el nivel intelectual del discurso para que lo pueda entender cualquier subnormal. Aunque no tengo claro qué subnormal habrá tomado esta decisión, porque al margen de ser sonrojante es absolutamente inútil. Me explico: No hace tanto, cuando en un periódico se publicaba un artículo que requería el uso de medidas de longitud, superficie, peso o volumen, se recurría con buen criterio al sistema métrico decimal. De este modo, podía delimitar los efectos de un devastador incendio en tantas hectáreas o kilómetros cuadrados quemados, una distancia de tantos metros o cuantos kilómetros a determinado lugar, un peso de cien kilos o un volumen de pocos litros o muchos metros cúbicos. Y todo quedaba claro; todos nos entendíamos porque estábamos hablando el mismo idioma.

Pero ahora no, ahora parece que es necesario recurrir al sistema métrico subnormal para que el posible lector lerdo comprenda las magnitudes. Así, nos podemos encontrar perlas como que las lluvias han llenado determinado pantano el equivalente a tantas piscinas olímpicas, que un nuevo modelo de avión pesa tantos elefantes adultos o que la nueva terminal de un aeropuerto tiene una extensión de cien campos de fútbol. Por cierto que el campo de fútbol sirve también como unidad de longitud y se usa para, por ejemplo, medir la longitud de un atasco a la entrada de una gran ciudad o un tramo de calle cortada por obras. Y se quedan tan panchos.

Porque señores, el sistema métrico subnormal que la prensa se ha inventado pensando en el improbable lector subnormal no le sirve ni siquiera a este; está destinado a alguien que no leerá más allá del pie de foto en el hipotético supuesto de que sea capaz de comprender el complejo mecanismo de hojear un periódico; alguien incapaz de imaginar quinientas hectáreas es también incapaz de hacerlo con quinientos campos de fútbol (ni hablar de cien piscinas olímpicas), mientras que los habituales lectores nos quedamos sin la información que se le supone a un periódico y con la duda de si nos estamos volviendo gilipollas.

Vista la tendencia, yo ya he empezado a montar una tabla de conversión del sistema métrico decimal al subnormal, por si acaso se acaban aceptando estas nuevas medidas como oficiales.

Longitud: 1 campo de fútbol va de 90 a 120 metros.
Superficie: 1 campo de fútbol varía entre 4050 y 10800 metros cuadrados.
Volumen: 1 piscina olímpica son 2500 metros cúbicos o más.
Peso: 1 elefante adulto pesa entre 3500 y 12000 kilogramos.

lunes, 18 de octubre de 2010

El pasado

Hace un par de semanas, paseando por la rambla Catalunya, me crucé en la puerta de un bar con un antiguo compañero de trabajo; debía hacer algo así como cinco años que no lo veía. Él no me reconoció y yo no le dije nada. No tenía nada que decirle y además no recordaba su nombre, conque me pareció bastante ridículo abordarlo con un “eh, tú ¿qué tal?” seguido de un incómodo silencio. En lugar de eso me limité a seguir caminando mientras pensaba que quizás yo había cambiado mucho y él poco; o que tal vez yo fuera un buen fisonomista y él una completa nulidad. De todos modos, a día de hoy sigo sin recordar cómo se llamaba.

El martes pasado cogí la bici por la tarde y pedaleando sin rumbo acabé en Gracia justo cuando se puso a llover. Até la bici y al girarme me encontré de frente con un viejo compañero de bachillerato que no veía desde hacía más de veinte años. No había sido de mis mejores amigos, de mi grupo más íntimo. Sin embargo sí era el mejor amigo de un amigo mío y con frecuencia habíamos ido juntos a tomar unas cervezas alrededor de una mesa de billar. Le acompañaba una mujer empujando un carrito de bebé y hablaban entre ellos en inglés. No me reconoció y yo no dije nada. No tenía nada que decirle y además tengo muy mala memoria para los nombres. Buscando un bar donde guarecerme, caminando a buen ritmo pegado a las paredes y bajo los balcones para no mojarme demasiado, iba pensando que quizás sí había cambiado mucho. O eso o que soy un extraordinario fisonomista.

No tengo facebook. Supongo que nunca me ha interesado renovar el pasado. No es recuperarlo, porque en realidad nunca lo he perdido. Es que prefiero que mis recuerdos se queden así como están, sin los rostros actualizados que no harían más que contaminarlos. Y no es porque fuera una mala época para mí, aunque tampoco quiero idealizarla porque me engañaría a mí mismo. Es simplemente que en mi memoria hay dos antes y dos después que forman tres divisiones mentales de mi vida que preferiría no alterar, sobre todo porque la mejor está siendo esta última. Sin embargo...

Tengo por costumbre no responder cuando al móvil me llaman desde un número oculto o desconocido, soy así de simpático. Sin embargo el viernes pasado respondí a una de esas llamadas. “Hola, ¿eres Ricard?”. Era una voz de mujer que me resultaba vagamente familiar, pero sin duda el registro estaba muy escondido porque antes de identificarla ella se presentó. Fue una sensación extraña, una confusión de alegría sincera y contrariedad. “Me han encontrado” recuerdo que pensé. Mientras ella me contaba cómo había conseguido contactar conmigo y la aviesa intención de organizar una cena de antiguos compañeros de instituto, a mi cabeza iban acudiendo diapositivas de la gente que me iba nombrando, recuerdos que creía olvidados pero que sólo estaban archivados bajo montones de otros recuerdos posteriores y que bastaba con nombrarlos para reaparecer. Recordé su cara de entonces, su hermosa sonrisa de labios demasiado pintados de carmín; incluso me pareció sentir otra vez el peso de sus grandes pechos en la palma de mis manos. Acordamos que la llamaría para confirmar mi asistencia, pero todavía no lo he hecho. Todavía no sé si me apetece ir.


(sugerencia de consumo)
y ese año sonaba "Catch" de The Cure

domingo, 10 de octubre de 2010

A lo grande

Hay gente que pasa por la vida de puntillas, sin hacer ruido, procurando pasar inadvertido. Otros en cambio lo hacen todo a lo grande, y todavía a unos pocos ese grande se les queda pequeño. Como a Solomon Burke, doscientos kilos de humanidad, veintiún hijos, noventa nietos y diecinueve bisnietos, obispo de una iglesia cristiana americana bastante sui géneris y autor de algunos de los más populares éxitos del blues y el soul. Y por si con eso no fuera suficiente para conseguir notoriedad, va y decide irse hoy, el diez del diez del diez.


(sugerencia de consumo)
Solomon Bourke canta su Everybody Needs Somebody To Love

sábado, 9 de octubre de 2010

Kodachrome

Paul Simon cantaba que, como si de un antidepresivo se tratara, no podía alejarse de su Nikon cargada con Kodachrome ya que gracias a ella todos los días eran agradables días soleados de verano, de colores brillantes y verdes luminosos. No sé qué tal andará el ánimo del bueno de Paul desde que en junio de 2009 anunciaron que dejaban de vender esta mítica película, pero es indudable que de un año a esta parte andamos todos más tristes y crispados; las cosas no tienen el mismo color y hasta se ven más grises.

Kodachrome test transparency (1939)
Kodachrome test transparency (1939)


La única vez que disparé con Kodachrome fue a finales de los ochenta o quizá los primeros noventa. Lo hice con una estupenda Nikon F-801, para algo tan poco emocionante y prosaico como un reportaje del interior de una fábrica recién pintada con todos los operarios luciendo sus flamantes monos azules estrenados para la ocasión. Daba la impresión de una factoría en un incipiente país del tercer mundo intentando vender sus bondades a una gran multinacional extranjera; la cosa no distaba mucho de la realidad.

Sin embargo y para mi desgracia, he llegado tarde en mi renovado interés por la fotografía analógica (o química o tradicional, como guste a cada uno llamarla). La interrupción de cinco o seis años, primero por apatía, después digital, ha resultado fatal. Antes de eso, mi pragmatismo era demasiado acusado y me permitía usar hacia el formato diapositiva calificativos tan poco románticos como “caro en exceso” o “poco práctico”. Afortunadamente para mí, la edad me ha hecho madurar lo suficiente como para considerar superfluos cuando no irrelevantes estos detalles, hasta el punto de empezar a plantearme algo tan caro y poco práctico como instalar mi propio laboratorio fotográfico en casa. Pero eso ya es otra historia.


(sugerencia de consumo)
Kodachrome de Paul Simon

martes, 5 de octubre de 2010

I hate to be the one

(sugerencia de consumo)
hace cuarenta años Janis Joplin cantaba Kozmic Blues en directo

viernes, 1 de octubre de 2010

Viejos y nuevos vecinos

La ventana de la habitación del fondo se abre a una galería por la que entre sus paredes y debido a un efecto de resonancia, se amplifica cualquier susurro de tal forma que ni el propio Galileo hubiese podido explicarlo. Pero por lo común la gente, en su casa, no susurra sino que tiene a bien hablar a gritos o poner la música a nivel de bar de copas, convirtiendo la supuesta privacidad doméstica en ineluctable publicidad vecinal. Así pues, somos puntualmente informados de cuando, en la tienda de animales de los bajos -y vivo en un ático-, tienen que bañar y cortar el pelo a un chucho. O que la divorciada del primero le está leyendo la cartilla al haragán de su hijo adolescente. O que dicho adolescente tiene un pésimo gusto musical y que pese a sus constantes súplicas, todavía no ha conseguido que su madre llame a la puerta antes de profanar la sagrada privacidad de su cuarto. También sabemos que los setecientos cincuenta y siete ecuatorianos que vivían en el segundo fueron desahuciados por impago porque ya no se escucha salsa, merengue, bachata ni reguetón a todas horas. Bueno, también lo sabemos por los golpes que se escuchaban cuando vinieron a derribar la puerta los del banco con un representante judicial. Por supuesto nos hemos enterado que en el tercero tienen un perro porque se pone a ladrar cuando escucha los ladridos desesperados de los perros que van a lavar y cortar el pelo en la tienda de animales. Asimismo, también tenemos noticia de que los nuevos vecinos del otro ático tienen una niña que sólo se comunica dando gritos y que si yo fuera su padre ya le habría hecho entender qué pasaría si gritaba otra vez. Afortunadamente, la panda de delincuentes adictos a las fiestas de madrugada y a las alegrías por vía nasal que habitaban el sobreático ya han sido expulsados de la comunidad. Y ahí está precisamente la gracia de todo esto.

Hace unos días estaba en la habitación del fondo ordenando cajas y a través la ventana abierta escuché unas voces nuevas, por completo ajenas a la vecindad habitual, que llegaban desde arriba. Reían y hablaban un idioma absolutamente incomprensible para mí, pero que gracias a haberme tragado todas las pelis de James Bond pude concluir que era ruso. Y eran voces manifiestamente femeninas que mi mente libidinosa imaginó procedentes de curvilíneos cuerpos de generosos volúmenes adornados por prometedoras sonrisas bajo lánguidas melenas rubias. Bien, pues hoy se han confirmado mis sospechas. Tengo viviendo justo encima de mi cabeza a unas rusas cañón y maldigo a mi diosa fortuna por no habérmelas traído hace poco más de tres años.

Tengo entendido que en Rusia es común establecer buena relación entre vecinos y que para ello agasajan a los nuevos inquilinos con una cordial visita y posterior invitación a tomar el té o incluso a comer. Procuraré ser un buen vecino. Sólo tengo que esperar al próximo día que ella vaya a cenar a casa de sus padres para subir los pocos peldaños que me separan de las rusas con una botella de champagne en la mano.