viernes, 31 de diciembre de 2010

Buenos deseos para el año nuevo


En concreto doce buenos deseos para el año que viene, uno para cada mes. Sí, ya sé que en la foto sólo hay once, pero es que me he adelantado y ya he cogido el de enero.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

Cigarra y hormiga

¿Cómo se mide una vida, con qué parámetros? ¿Hay que medirla en longitud o en intensidad, amplitud? ¿Larga o ancha? ¿Hormiga o cigarra? Yo la estoy viviendo como cigarra, pese a todo el cuento que me inculcaron en mi tierna infancia. Supongo que al final me pesará no haberla vivido como hormiga, pero ya será tarde. De igual forma que la hormiga, en su larga y acomodada vejez, lamentará no haber sido más cigarra. Pero ya será tarde.


(sugerencia de consumo)
Calamaro canta "Los ejes de mi carreta"

domingo, 26 de diciembre de 2010

Tradición

Una tradición es un rito costumbrista que no concibe objeción, de ejecución periódica, que se esfuma y desaparece sepultado en el olvido con igual indiferencia que estima despertó en la época de su cumplimiento.


Xavier Miserachs (1962)
Fotografía de Xavier Miserachs (1962)

lunes, 13 de diciembre de 2010

A las cinco de la tarde (llanto por Enrique Morente)

Una repentina ráfaga de viento ha agitado las pocas hojas que todavía engalanan las ramas casi desnudas de los árboles; algunas han caído trazando lentas espirales livianas como volutas de humo; las otras aguardan el último embate del otoño, temblorosas y estremecidas como si fueran conscientes de esta efímera tregua a su sino. La calle está casi vacía, muchos comercios cerrados. Se escucha el llanto de un niño que llora en algún lugar. Bajo a la calle con un manojo de tristezas anudado en el pecho. Morente ha muerto. A las cinco de la tarde. La llama más intensa del cante flamenco se ha apagado para siempre y de nada me sirve el triste consuelo de saber que su música se ha quedado entre nosotros. El aire frío en la cara no consigue reconfortarme. De repente este otoño se me ha vuelto más triste; la melancolía ha sido barrida por la tragedia.

Quizás fuera por su arte, por el lamento de su voz prodigiosa, por su humildad o su pasión por los poetas desde Lorca a Leonard Cohen, no lo sé, pero de alguna forma he llegado a sentir a Enrique Morente como alguien muy cercano, casi de la familia. Recuerdo mi alegría cuando hace un par de semanas leí que preparaba un nuevo disco, un nuevo homenaje a Picasso. He revivido otra vez su concierto en Barcelona con motivo del aniversario de Omega, el cosquilleo en la nuca y la piel de gallina. Pero estos últimos días la alegría se ha ido mudando en inquietud primero, después en angustia, hasta hoy. A las cinco de la tarde, como en el llanto de Lorca por Ignacio Sánchez Mejías, ha muerto Enrique Morente. ¿Quién cantará ahora a los poetas? ¿Con quién conquistaremos Manhattan? Las campanas del Albaicín tañen su último pequeño vals vienés. Su familia no llora sola. Con él se me ha ido un pedazo muy grande.


(sugerencia de consumo)
Tendrá que haber un camino de Los Planetas con Enrique Morente

jueves, 9 de diciembre de 2010

Sobre lo privado

En condiciones normales, si uno se pone a reflexionar sobre el espacio privado, sobre la importancia y el significado de ese perímetro físico y mental que delimita lo que llamamos hogar, esa reflexión le llevará ineluctablemente -incluso sin saberlo- a los textos de Hannah Arendt, de Heidegger y de otros tantos que ignoro -hasta llegar a Grecia- que le hablarán largo y tendido de su lógica y necesaria configuración ante el espacio público, de la particularidad del umbral como un no lugar, por no ser ni público ni privado sino todo lo contrario, de la propia etimología de las palabras que definen esos espacios como origen de su función y necesidad y demás requiebros filosóficos.

Eso en condiciones normales. Pero si uno tiene la casa en obras... ¡Cómo cambia la perspectiva! Porque de repente se toma plena conciencia de que ese espacio es algo más que la mera privacidad: ahí habita lo íntimo, el perímetro no se limita a encerrar y ocultar nuestra mundana trivialidad de miradas extrañas sino que es un espacio acogedor, confortable y apacible. Un espacio donde descansar y estar tranquilo ante cualquier amenaza exterior, aunque sólo sea una artificiosa sensación de seguridad; un pequeño rincón donde todo se rige según un orden deliberado, donde cada cosa tiene su sitio y cada sitio mantiene un equilibrio con el entorno. Todo este espacio privado nos permite una predecible rutina sobre nuestro futuro inmediato, sin contratiempos ni sobresaltos: dónde me siento a leer, qué cenaré, dónde dormiré, dónde y cuando voy a darme una ducha o la libertad de pasearme desnudo desde esa ducha hasta el tendedero a coger una toalla. En resumidas cuentas, ese espacio, más que un lugar, es el individuo y es su propio estado de ánimo. Es el individuo mismo no por lo que delimita sino por cómo se habita.

Pero toda esa cúpula que nos aísla de lo público se resquebraja y desmorona cuando uno tiene la casa en obras. De repente el espacio deja de ser íntimo y privado porque personas extrañas empiezan a recorrerlo y a establecerse durante prolongados periodos de tiempo. De repente deja de ser apacible y acogedor cuando se llena de ruidos, polvo, sacos de mortero, montones de runa y cajas de herramientas. De repente deja de ser confortable cuando esos espacios van siendo destruidos y los objetos cotidianos cambian de sitio o se extravían y se amontonan formando efímeros y grotescos bodegones. De repente ese espacio privado deja de ser habitable, que es su razón última y única y uno debe largarse para convertirse en un pasajero en tránsito, en un viajante de paso alojado en cualquier hotel. Ya no es un individuo celoso de su intimidad: es un habitante del umbral. Y eso, créanme, es agobiante y sobre todo agotador.

jueves, 2 de diciembre de 2010

El maravilloso mundo de las tiendas de materiales de construcción

Si no sabes comer, te vas a un macdónals. Si no tienes ni idea de música o de literatura, vas al corteinglés. Si no te importa qué vino bebes, lo compras en el mercadona. Y si en tu vida has comprado un azulejo, te vas al leroymerlín. Así que eso fue lo que hicimos.

La primera vez que escuché este nombre, leroy merlín, se me apareció el negro de Fama bailando con sus calentadores rosas y un sombrero de cucurucho con estrellitas. A día de hoy todavía tengo esa desagradable visión. Es un sitio que siempre me ha resultado imposible tomarme en serio por culpa de su nombre y de mi infancia ochentera. Pero pese a todo fuimos.

Es un lugar fascinante. Nada más entrar pensé que en más de una ocasión habrán tenido que evacuar de allí con respiración asistida a algún manitas aficionado a las chapuzas con espasmos orgásmicos. Esos pasillos repletos de machihembrados, los expositores de llaves de paso para agua y gas, esas griferías de todo tipo, toda esa variedad de cementos, yesos y colas, perfiles metálicos, de madera o pvc. En fin, algo parecido a lo que me sucedió a mí años atrás cuando puse
mis pies por primera vez en el difunto Virgin Megastore, o lo que me ocurre hoy en día cuando voy a la Vinatería o al Vila Viniteca.

Bien. Tras perdernos varias veces y sufrir algunas colas conseguimos comprar lo que queríamos: unos azulejos, un plato de ducha, una mampara y una grifería para la ducha. Y ahí empezaron los problemas. Por lo visto, en este chapuzas megastore, en cuanto les pides que te lo lleven a casa dividen los materiales entre ligeros y pesados según su criterio. A saber: un plato de ducha de cuarenta kilos que apenas puedo mover es ligero, mientras que una caja de azulejos (una caja que he podido cargar por las escaleras las cuatro plantas hasta mi casa) es pesada. Y eso significa que mi compra debían traérmela en dos transportes distintos, obligándome a pagar dos portes. Como no tenía demasiadas ganas de discutir y muchas de largarme (llevábamos ahí casi tres horas) acepté pulpo como animal de compañía, pagué sin rechistar y le pedí a la cajera que me hiciera la factura a un nombre distinto del que figuraba en el pedido. Y ahí la chica se bloqueó, puso los ojos en blanco, empezó a tener espasmos y a soltar espuma por la boca y no volvió a su condición normal, es decir, a su condición de chica con limitaciones pero mona para poner de cara al público, hasta que vino la responsable y le dio un capón para resetearla. Luego pensé que quizás mi petición había sido una soberana excentricidad, ya que tardaron media hora larga en preparar esas facturas que al final no me entregaron. “Como te lo vamos a llevar a casa -me dijo la chica responsable- te entregaremos la factura con el material”.

Como era de suponer, la primera entrega de material -la del material ligero-, vino con la factura mal. ¿Para qué hacer bien las cosas, si hacerlas mal es más sencillo? Llamar y reclamar fue todavía más incomprensible: “Tendrás que venir con la factura para que te hagamos una nueva”. A ver señorita, yo he pagado unos portes para no tener que volver, y ahora su incompetencia convierte los portes que he pagado por duplicado en algo todavía más absurdo. ¿No puedo mandarlo por correo? Habida cuenta de la excelente organización de la cual gozan, aproveché la llamada para que comprobaran que la siguiente entrega (la de los materiales pesados) viniera acompañada de una factura con los datos correctos. Y como es de suponer también, los datos de esa factura eran incorrectos, así que la chica los corrigió.

El sábado pasado -veintisiete de noviembre- llamé para conocer el estado del pedido. Nos habían asegurado cuando lo encargamos que se nos entregaría esa semana, aunque después vi que en el pedido habían apuntado el día treinta, es decir, el martes de esta semana. Yo, que suelo fiarme de la gente, había citado a los paletas para el lunes veintinueve, así que la cosa empezaba a urgir. “Todavía no ha llegado” me dijeron. "Se espera para el lunes o el martes". Ese mismo sábado por la noche consulté el estado de mi pedido en internet, y según la web estaba ya disponible.

Llamé el lunes a las diez: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. Llamé a las diez y cinco: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. A las diez y diez: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. A las diez y cuarto: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. A las diez y veinte. A las diez y media. A menos cuarto. A las once: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. Finalmente, a las once y diez una máquina descolgó el teléfono y tras comprobar que yo no lo era me pasó con un humano que volvió a repetir que el pedido no había llegado, a lo que yo repliqué que según su web estaba disponible por lo menos desde el sábado. “Un momento que lo compruebo”. Y digo yo, ¿no lo podía haber comprobado antes de decirme que no? Al final resultó que sí había llegado el material, y cuando ya empezaba a relajarme me soltó a bocajarro: “Este mismo viernes se lo entregamos”. Creo que lo dejé unos segundos sordo del grito que pegué. Le conté mis penas y agonías, lo que se nos había dicho en la tienda, que tenía a los paletas en casa y que precisamente debían terminar el viernes. Llegué a sugerir que yo mismo iba a buscarlo –aunque todavía no sé cómo habría cargado con catorce cajas de azulejos en la bici-, hasta que finalmente apareció como por arte de magia –de ahí lo de Merlín- un hueco en un camión para el miércoles por la mañana. Calculé que entre que quitaban las baldosas viejas y cambiaban las tuberías, hasta el miércoles no necesitarían las nuevas. Y así quedamos.

El martes por la noche me llamaron al teléfono desde un número desconocido. “Hola buenas noches –me saludó una chica-, le llamo desde el leroymerlín para confirmarle que su pedido número tal y tal se le entregará el próximo viernes”. Sentí una descarga helada recorriéndome la espalda y me flaquearon las piernas. Me pasó por la cabeza que podía tratarse de alguna broma perpetrada por algún amigo cabrón, pero en seguida descarté tener amigos tan cabrones como para eso. Así y todo pregunté: ¿Es una broma? No, no era una broma. Y me lo creí porque la chica lo dijo con un tono muy serio. Tanto que me hizo estallar volcando sobre ella toda mi frustración y mi cabreo y mi desesperación por la desagradable certeza de llevar días hablando con una pared, o con una panda de ineptos, o con una empresa que parecía obstinada en tomarme el pelo. Pero sobre todo me cabreó que me llamaran en el momento del día –el paseo de media hora larga desde la oficina hasta mi casa- que dedico a relajarme para llegar con la cabeza despejada. Con la poca paciencia que me quedaba volví a explicar toda la historia, pero al concluir ya no me quedaba ni una pizca, lo que me hizo apostillar un “si no lo entregáis mañana, ya puedes ir cancelando el pedido”. La respuesta de la chica fue el habitual “un momento que lo compruebo”, lo cual confirma que en esta empresa hacen y dicen las cosas sin comprobarlas primero. Me tuvieron en espera diez minutos hasta que se cortó. Media hora más tarde me confirmaron que sí, que tenía yo razón y la entrega era al día siguiente, el miércoles.

Llegó el camión el miércoles a primera hora según lo previsto, nos hizo entrega del material y, por supuesto, de la factura mal hecha, lo cual confirma también que el caos de organización en el leroymerlín habita en todos los departamentos.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Derribos a domicilio

Todo empezó con una fuga de agua en el baño. La mancha de humedad empezó a asomar por la pared del recibidor y cuando nos dimos cuenta ya teníamos una hermosa plantación de champiñones sobre el zócalo. El piso de abajo, que se supone fue donde empezó a notarse la humedad, está deshabitado desde hace años, pero el día que alguien se digne a abrir esa puerta es más que probable que se encuentre con los paisajes de la jungla de Avatar, amén de la fauna endémica que habrá evolucionado tras esas paredes clausuradas después de tanto tiempo de olvido.

Llamé al seguro para que vinieran a arreglarlo, pero antes de eso vino un lampista recomendado y nos diagnosticó tuberías de plomo y que no se podría arreglar sin cambiarlo todo. Tras esa sentencia ya decidimos que había que reformar el baño y nos pusimos en marcha: encargamos los materiales, concretamos el día que vendrían a hacer la obra, etc. Eso fue un fin de semana y al lunes siguiente vino el lampista del seguro, cambió un manguito del desagüe de la ducha y dio la avería por resuelta. En ese momento pudimos haber dado marcha atrás: Los materiales todavía nos los tenían que entregar y podíamos cancelar el pedido; la necesidad real de cambiar toda la instalación, teniendo en cuenta que muy probablemente nos mudemos en unos pocos años, no era tal, y además hacía poco que habíamos “adecentado” el baño lo suficiente como para no sentir vergüenza cuando alguna visita se encerraba en él. Pero pese a todo, por aquello de que ya que estamos, decidimos seguir adelante. Estoy empezando a arrepentirme.

He llegado esta tarde a casa y tras pasar revista he vuelto a reservar otra noche de hotel. Por fortuna el váter ya no reposa sobre la almohada de mis vecinos, pero el resto sigue igual o peor: sigo sin calefacción ni agua caliente. La ventana del baño sigue siendo un hueco vacío en la pared -ahora tapado con un cartón- y el tabique que lo separa del dormitorio es como un queso emmental suizo pero sin ese sabor tan característico del queso emmental suizo. Obviamente el resto del piso está lleno de sacos de mortero, cajas de azulejos y herramientas de lo más variopinto, pero no quiero cansaros con detalles superfluos. Aunque en realidad lo que me ha decidido a llamar al hotel ha sido encontrar la cama sepultada bajo centenares de libros que antes reposaban en los estantes de la pared-emmental. Hacer la maleta no ha sido tarea fácil, pero finalmente y entre tiritonas -doce grados en casa- he conseguido localizar mi pantalón del pijama bajo un sesudo ensayo de Adolf Loos y la camiseta sepultada por el montón que encabezaban “La montaña mágica” de Thomas Mann, la “Historia” de Herodoto y “La Ilíada” de Homero. El neceser de emergencia, por fortuna, ya lo tenía a mano.


lunes, 29 de noviembre de 2010

Obras

La previsión anuncia temperaturas gélidas para esta semana. No sé cómo lo hago, pero tengo una peculiar inclinación a meterme en obras en casa justo cuando el termómetro se queda más abajo. Hace seis años, cuando me compré el piso, hice una reforma prácticamente integral a mediados de diciembre. Esa reforma incluía cambiar ventanas, así que estuve sin ellas durante dos días mientras la temperatura en casa rondaba los siete grados. Afortunadamente, por esa época rondaba por mi casa una holandesa pizpireta que me había cogido cariño y me daba calor durante esas gélidas noches, pero eso es otra historia.

Esta vez ha sido la reforma del baño; ya os podéis imaginar: hay que llegar a casa meado, cagado y a ser posible duchado. Ella ha dicho que si la cosa se pone fea, se muda a casa de sus padres. La cuestión es incómoda, qué duda cabe, pero no parecía tan catastrófica como hace seis años. O eso pensaba yo.

Hoy ha sido el primer día de obras y esta tarde he llegado a casa preparado para lo peor, es decir, para encontrarme el piso hecho un desastre, lleno de runa, polvo, sacos de mortero y herramientas, amén del baño convertido en un paisaje arrasado. El panorama no me ha defraudado en absoluto. Me ha recordado a esas imágenes en prensa de viviendas arrasadas por una bomba de racimo en Irak. Los albañiles, cuando arrasan con algo, lo hacen a conciencia. Todavía no me había quitado la chaqueta que ha sonado el timbre de la puerta. He ido a abrir yla vecina del sobreático, entre afligida y cabreada, me ha espetado: ¿Has visto lo que han hecho?

Aquí hago un inciso. Como ya he explicado largo y tendido en varias ocasiones, tengo a bien compartir finca con lo mejor de cada casa, la flor y nata de la mejores familias del país y parte del extranjero. Y resulta que alguno de estos energúmenos, últimamente ha encontrado harto divertido y gratificante llenar de palillos la cerradura del cuarto de contadores. No tengo nada en contra de sus aficiones, al fin y al cabo son sus costumbres y hay que respetarlas, pero la verdad es que jode bastante, y si algún día lo descubro en plena faena le daré de hostias hasta reventarle los sesos, y como es mi costumbre también tendrá que respetarla. A lo que iba. Debido a su afición, hemos tenido que llamar tres veces al cerrajero para cambiar la cerradura; la última la semana pasada. Pero esta mañana volvía a estar bloqueada y el lampista que ha venido a mi casa tenía que cortar el agua. No había forma de entrar, así que le he dicho que hiciera saltar la cerradura. Fin del inciso.

Mi vecina del sobreático venía afligida y cabreada porque esta mañana la he llamado para preguntarle si es que no habían cambiado la cerradura. Ella me ha dicho que sí y yo le he respondido que la habían vuelto a joder, pero que intentarían abrirla. Obviamente, en ese momento no la he informado del método que se iba a usar. Imagino que al descubrirlo esta tarde se ha acordado de mí y de buena parte de mi familia por parte de madre y padre. Vaya, que habrá que cambiar otra vez la cerradura.

Todo sea esto, he pensado. Y maldita la hora, la verdad. Al rato de irse han vuelto a llamar al timbre. He ido a abrir y esta vez era la vecina de enfrente. “¿Puedes venir un momento a ver esto?” Y me ha conducido por su casa hasta el dormitorio. “Mira” me ha dicho señalando hacia un rincón en el que lucía un enorme boquete en la pared a un palmo del suelo. “Me parece que han atravesado el tabique”. “Coño” he dicho yo a modo de concisa respuesta y he corrido hacia mi casa para constatar lo evidente. A través de la pared de mi lavabo, junto a la taza del váter, se veía con absurda nitidez la pata de la cama de mi vecina. La imagen poniendo mi culo en pompa a la altura de los ojos de mis vecinos no me ha resultado especialmente agradable, aunque puedo imaginar que desde su punto de vista debe ser todavía más incómoda. He vuelto a su casa para disculparme en nombre de mi aplicado paleta y le he prometido que lo arreglaríamos.

La temperatura en casa no llega a los trece grados. No tengo calefacción, ni agua caliente, ni ducha y la taza del váter reposa junto a la almohada de mis vecinos. He cogido el teléfono y he reservado una habitación de hotel. Sí, para una noche. Seremos dos, sin desayuno ni preguntas. Muchas gracias.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Graffiti Tattoo

Para un diletante como yo, compartir alegrías y penas con una intelectual conlleva una serie de peajes de digestión difícil. El último fue una reunión informal alrededor de una mesa llena de cervezas tras unas conferencias en las que se habló cómo no- de arte y arquitectura, y en la que mis modestas opiniones al respecto fueron obviadas con elegante indiferencia. Pero en un momento de la reunión, la charla derivó hacia otros derroteros y se mentaron a los Rolling Stones. Uno de los expertos en la materia –me admira la gente que habla con el aplomo de los que se saben poseedores de verdades absolutas- afirmaba que el último gran disco que publicaron fue “Exile on Main Street”, en el 72. No seré yo quien niegue las virtudes de este disco, pero me pareció muy sospechosamente simultánea su reciente reedición, como si de alguna forma acabara de leer en uno de los muchos artículos que se publicaron en la prensa generalista lo bueno que era ese disco. Discrepé abiertamente y para mi sorpresa me escucharon. No me parecía correcto prescindir de los Stones de finales de los setenta y principios de los ochenta y así se lo dije. O dicho de otro modo, creo que su historia no se entiende sin el “Some Girls” (que entre otras incluye los clásicos “Miss you” y “Beast Of Burden”) de 1978 y el “Tattoo You” (con el mítico “Start Me Up” y la maravillosa “Waiting on a friend”) de 1981.

Mi inclusión de estos discos entre los imprescindibles de los Stones no es gratuita, sobre todo en el caso de “Tatto You”, y muy especialmente por “Waiting on a friend”, la canción que cierra el disco. Los motivos son varios, pero la mera presencia del colosal saxo de Sonny Rollins
que tocó sin aparecer en los créditos por deseo expreso- ya debería ser suficiente. Su presencia se hace especialmente notable precisamente en “Waiting on a friend” con esa característica fuga de la melodía principal en busca de fragmentos de otras melodías conocidas. Pero si eso le resulta insuficiente a alguien, también podemos hacer mención al homenaje que en el vídeo de esta canción se rinde a otro disco mítico de uno de los grandes grupos de los setenta y que, cómo no, forman parte de mi lista de imprescindibles-: Led Zeppelin. ¿Qué homenaje? Basta con que os fijéis en la portada de “Physical Graffiti” una fotografía de este edificio, al que le recortaron un piso para encajarla en un formato cuadrado- y le echéis una ojeada al vídeo en el que, por cierto, aparece Peter Tosh componente de The Wailers antes de emprender su carrera en solitario- sentado en la escalera. Y por último, ya que estamos hablando del “Tattoo You”, me pregunto qué es sino un “Physical Graffiti”.

Led_Zeppelin - Physical_Graffiti
Portada de “Physical Graffiti” (1975) de Led Zeppelin


(sugerencia de consumo)

"Waiting on a friend" de los Stones

martes, 23 de noviembre de 2010

Dry martini y otoño

Me han mandado unos limones verdes directamente desde un limonero en Murcia vía mensajería. Creo que roza peligrosamente la pedantería, pero bien agradecido que estoy con el detalle. Esta tarde casi noche, antes de llegar a casa, me he desviado un poco para acercarme por la bodega a comprar una botella de Bombay Sapphire y un bote de aceitunas manzanilla sevillanas; vermouth seco todavía me queda. Ya en casa, tras quitarme el abrigo, encender un cigarrillo y poner un disco de Coltrane que diluyera los agobios de la jornada, he llenado la coctelera con hielo seco, lo he mojado con el vermouth y le he añadido un par de medidas de la ginebra. Mientras removía con el mezclador -tan sibarita que es Bond, el muy capullo, se lo toma con vodka y agitado, sin duda debido a alguna pérfida influencia de rusos rústicos y malotes- iba pensando que se me ha esfumado el otoño en la ciudad sin ver el hayedo del Montseny engalanado de ocres y dorados. El recuerdo -el haberme pasado las últimas semanas pensando que debería ir, un deber siempre pospuesto- me ha causado una sensación de vacío y pérdida que de ningún modo he logrado apaciguar revisando fotografías de otros años. Quizás se me haya ido la mano mezclando, ensimismado como estaba en mi paraíso forestal. He cogido el colador de gusanillo y he llenado la copa hasta la mitad. Después he pinchado una aceituna y he pelado una raspa de limón para darle mi particular toque, que no se limita al académico twist sino que froto una vuelta sobre el borde de la copa y -al estilo de “Del Diego” en Madrid- dejo caer al fondo.

Quizás me haya acostumbrado a la sequedad de la Giró -la ginebra autóctona, notable, que usan en varias coctelerías de Barcelona si no especificas otra-, pero la Bombay Sapphire -la normal no sirve para el dry- todavía me parece demasiado aromática, excesivamente perfumada. Cuando vacíe esta probaré con la Tanqueray.

El disco de Coltrane ha terminado en perfecta sincronía con mi dry martini. Lo he cambiado por otro y he dejado que Dexter Gordon me acompañara mientras llenaba de hielo otra vez la coctelera, lo mojaba con vermouth y le volvía a añadir un par de medidas de ginebra. Y mientras lo mezclaba, seguía pensando en lo bonito que estaría el hayedo del Montseny.


(sugerencia de consumo)
John Coltrane toca en directo "Afro Blue"

Vergüenza

Igual que dos gallitos de corral; como dos chulos de barrio de bandas rivales que se cruzan en un sórdido parque hormigonado de extrarradio y se retan a una pelea sin reglas por la mera razón de saber quién de los dos la tiene más larga. Así mismo han decidido enfrentarse en un debate televisado los dos mandamases de los partidos mayoritarios en estas elecciones catalanas, como una vacilada chulesca de un par de bocazas que se dan un golpe con sus coches tuneados en el aparcamiento de una discoteca poligonera.

Lo peor es que todo este teatro ha sido cuidadosamente planificado hasta el último detalle. No tengo el menor atisbo de duda de que ha sido un pacto para dejar al margen al resto de partidos. Todo lo cual agrava todavía más la cuestión de las formas, la vulgaridad de la escena, la mediocridad de los personajes y de sus asesores de campaña, la superficialidad del discurso y la estupidez en la que anda enfangada la política de este país. Y uno de estos dos gilipollas (porque no tienen otro nombre) será el que gobierne nuestros destinos durante los próximos cuatro años. Ya no sé dónde esconderme de la vergüenza que siento.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Jo ja ho tinc clar!

Vés per on que estic per votar-los, encara que només sigui per les seves pròpies contradiccions. Estic per votar-los només que sigui perquè tenim en comú la indecisió electoral; i perquè aquesta manca de coherència els fa més humans, més creïbles i tal vegada més propers. Però sobretot m'han caigut bé perquè són l'únic partit polític que conec que tenen per nom un oxímoron, i jo en soc un enamorat dels oxímorons. Ells es fan anomenar Reagrupament Independentista. M'han fet gràcia, vés per on.

Però la cosa no acaba aquí. Hom pot pensar que reagrupar-se per anar per lliure ja és prou irònic, com aquell partit de principis del segle passat que es feien dir Nosaltres sols!, però en aquest cas seria un “Nosaltres sols tots plegats”. No, aquí la ironia més gran rau en el fet que la propaganda electoral que m'he trobat aquesta tarda a la bústia, contràriament al que és habitual, en lloc d'anar dirigida a l'individu, a l'elector, va dirigida a la unitat familiar (fet que a ella també li ha fet força il·lusió, val a dir-ho), amb una sola papereta per tal de votar-los. I això -ja em diran si no- és una doble pirueta amb tirabuixó d'arabescos a l'aire per un partit polític que fa de la independència la seva senya identitària.

martes, 16 de noviembre de 2010

La ciudad nunca duerme

Anochecía cuando cogí mis bártulos y empecé a subir hacia el parque del Guinardó. Los senderos que surcan el pinar en lo alto de la cima del parque no están alumbrados, pero la ciudad a mis pies ya estaba toda encendida y emitía esa luminiscencia que nos esconde las estrellas y que es el peaje que debemos pagar para deambular por la noche viendo por dónde ponemos los pies. Al borde del bosque me crucé con un par de personas que regresaban de pasear al perro; más adelante un grupo de adolescentes apuraban entre risas el último aliento del domingo antes de ir a sus casas a cenar. Después nadie, ni un alma entre los pinos excepto yo mismo. En un recodo del camino que bordea el bosque hay un mirador que se asoma a la ciudad y se precipita hacia un terraplén de quizás un centenar de metros. Allí me detuve; era el lugar perfecto. Un banco estaba ocupado por un grupo de chicas que después supe que eran francesas. Yo me senté en el que quedaba libre, me encendí un cigarrillo y me dispuse a esperar a la luna, que esa noche despertaría llena.

Miré mi reloj, apagué el cigarrillo y me puse a montar el equipo. La luna se retrasaba y empecé a sospechar que esa oscuridad espesa que flotaba sobre el mar eran nubes que habían aparecido para fastidiarme la foto. Pero ya que estaba allí continué con los preparativos, busqué un buen sitio para equilibrar el trípode y monté el teleobjetivo y la cámara. Las chicas habían dejado de hablar y ahora me observaban mientras hacían comentarios en voz queda. En mi planteamiento inicial de esta pequeña excursión nocturna no había incluido público. Supongo que me sentí un poco incómodo pese a que se mantuvieron a una discreta distancia. Imagino que ellas debieron pensar algo parecido, porque no tardaron demasiado en marcharse.

Blade Runner?

Tenía ganas de probar el teleobjetivo de noche y con trípode, así que mientras esperaba hice alguna foto de la ciudad, ajustando el diafragma y el tiempo de exposición según mi falible intuición. Había hecho unas cuantas este verano pasado con el mismo método -pero con otro objetivo- y salieron impecablemente negras, lo cual no deja en muy buen lugar a mi intuición. Finalmente la luna empezó a asomar entre las nubes bajas, grande, perfectamente redonda, magnífica. Moví el trípode (lo había orientado hacia donde yo deseaba que saliera) y tiré unas pocas fotos más. Recogí y regresé a casa con el secreto deseo de que por lo menos, aunque sólo fuera una, me hubiera quedado bonita. Creo que tuve suerte.

La ciudad nunca duerme

viernes, 12 de noviembre de 2010

Vistas las alternativas...

Vote for Batman
Vote for Batman

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Coloso

En el mundo del arte, y sobre todo y particularmente en la música, existe un tipo de genio que no requiere del amplificador de mitos y virtudes en que los convierte su muerte para que sean considerados leyendas. En distintos ámbitos, generación tras generación, surgen estos personajes con cuentagotas. Generaciones enteras quedarán huérfanos de ellos, mientras que otras podrán lucir un buen puñado que pasearán por el mundo su colosal sombra mucho antes de que la posteridad los una a otros personajes legendarios. Bien, pues Sonny Rollins es una de estas leyendas vivas. Y no lo es porque lo diga yo, sino porque otros personajes legendarios tales que Miles Davis, Charlie Parker, John Coltrane o Thelonious Monk lo han reconocido como uno de ellos. Y porque el disco que grabó en 1956, “Saxophone Colossus” con el genial Max Roach a la batería, fue visionario definiendo lo que era y lo que llegaría a ser, convirtiéndose de hecho en su sobrenombre.

En mi imaginario particular, el jazz habita en pequeños y oscuros clubes de mesitas íntimas y recogidas, hilvanando sus notas entre tintineo de martinis y volutas de humo. Pero ni siquiera esta desubicación del entorno ensombreció lo más mínimo el recital de maestría que nos ofreció el Coloso el miércoles pasado en L'Auditori. Arrancó con un frenético torbellino de su saxo tenor, como si fuera la continuación de su anterior concierto en Barcelona y no las primeras notas que empezaban a llenar el auditorio; desde el primer momento el público respondió a su llamada y se dejó llevar por esas maravillosas y pegadizas melodías que constantemente se encargaba de abandonar en solos alucinantes que iban y venían, como si su música fuera elástica y le permitiera alejarse del ritmo principal y volver de nuevo a él tantas veces y de la forma que quisiera. Quizás la única evocación a esa intimidad que necesita el jazz fuera ver a Sonny Rollins cerrando el círculo que formaban sus cuatro músicos, tocando largos pasajes de cara a ellos y de espaldas al público. El círculo lo completaban Bob Cranshaw al bajo, Kobie Watkins en la batería, Sammy Figueroa con la percusión -todos impecables- y Peter Bernstein con la guitarra, permitiendo con su virtuosismo sucesivos descansos al maestro para que recuperara el aliento -portentoso a sus ochenta años- mientras él acometía extraordinarios solos con las seis cuerdas. Pero, que nadie lo dude, el protagonista absoluto fue Sonny Rollins, que en seguida volvía a recuperar la batuta ya fuera para llevarnos de nuevo hacia un remolino que viajaba paralelo a la base rítmica y se alejaba hasta perderla, ya para devolvernos a todos al redil de la melodía principal.

El miércoles pasado, Sonny Rollins bailó sobre el escenario a pesar de su notable cojera, tocó con la energía de un joven y la maestría de un anciano, se dirigió al público, hizo bromas y, en fin, demostró que sigue siendo el único “Saxophone Colossus”.


(sugerencia de consumo)
Sonny Rollins en L'Auditori de Barcelona

domingo, 7 de noviembre de 2010

Un dios

Ya tenemos al Papa en Barcelona. Todavía no hace veinticuatro horas que ha llegado y ya ha criticado ferozmente al gobierno y a su máximo representante, elegido democráticamente por los ciudadanos del país que le acoge. Pero claro, él está muy por encima de eso, ya que habla desde la autoridad que le concede su elección divina y como representante de esta divinidad en la Tierra. Una divinidad en la que se me hace muy difícil creer, y acaso todavía más complicado ya no seguir, sino comprender unos preceptos alejados por completo del sentido común hasta un extremo que me parecen incluso contrarios a su propia prédica.

Y todo esto me resulta triste y extraño, porque en realidad me gustaría que este dios existiera. Me gustaría que dios existiera porque eso significaría que muchos de sus representantes habrían sido castigados por la vanidad de creerse el centro del universo. Me gustaría que ese cielo del que tanto hablan existiera para que todos aquellos que torturaron y mataron en su irracional cruzada contra la brujería fueran debidamente condenados al infierno. Me gustaría que ese dios bondadoso fuera real y mortificara con la expulsión de su reino a todos sus representantes que han ido de la mano de poderosos, déspotas y tiranos. Desearía de verdad un dios que abominara del uso de su nombre en la razón de tantas guerras e infligiera eterno tormento a los culpables. Quisiera creer en la existencia de este dios porque obligaría a la penitencia a quienes han condenando a las tinieblas del miedo, la miseria y la ignorancia a países y generaciones enteras. Me llenaría de sincera alegría un dios que pagara con la misma moneda a tantos de sus representantes que han humillado y abusado de los niños en las escuelas creadas para su mayor gloria, así como a quienes les encubrieron. Me gustaría que este dios fuera el implacable verdugo de todos aquellos que cargan las muertes en sus espaldas por condenar el uso de preservativos, la investigación con células madre y tantos otros progresos científicos y sociales. Sí, por todo ello y mucho más me gustaría que este dios que tanto nombran existiera de verdad.

viernes, 29 de octubre de 2010

La autoridad moral

“El amante de Lady Chatterley” de D.H. Lawrence fue impreso en Florencia y publicado por vez primera en 1928. Calificado de obsceno y contrario a la moral, fue prohibido en diversos países, entre ellos Reino Unido y los EEUU. La historia del adulterio de una acaudalada aristócrata inglesa esposa de un terrateniente y militar de alto rango, parapléjico e impotente, con un empleado suyo de clase inferior, el intolerable y explícito erotismo que destilaban sus páginas y la osada crítica hacia la hipócrita, rancia y sofocante sociedad post victoriana se consideraron demasiado atrevidas para la recatada Inglaterra bien pensante de la primera mitad S. XX.

Treinta y dos años después, en 1960 y no sin pocas trabas y dificultades, se autorizó su publicación. Fue tras el juicio que enfrentó a la editorial Penguin contra la "Ley de publicaciones obscenas" británica, en el que se tuvieron que demostrar los méritos literarios de la obra y se discutió sobre conceptos tales como obscenidad, virtud o perversión, así como la objeción en el uso de palabras como "follar" o "coño", todos ellos defendidos y discrepados desde posiciones y morales particulares antagónicas y juzgados bajo unas leyes construidas sobre una moral supuestamente colectiva y en este caso, como en tantos otros, cristiana.

Eso ocurrió el dos de noviembre de 1960; ahora hará cincuenta años. Su prohibición y posterior autorización a ser publicado fueron juicios puramente morales, en un mismo país pero en distintas épocas y sociedades muy diferentes, pero juicios al fin. Hoy, en este país nuestro, somos mucho más pragmáticos. Nada de juicios. Desde nuestra virtuosa autoridad nos basta con un linchamiento mediático colectivo para que se condene al autor que ha pecado y se retiren los libros de las librerías. La nuestra es la virtud de la jauría de perros que otorga la autoridad al que más ladra, sin que ninguno llegue a morder ya que ignoran por qué ladran. Estas cosas dan bastante miedo.

lunes, 25 de octubre de 2010

La memoria

Tomando unas copas en un bar, tras la cena, un viejo amigo me comenta:

— Creo que si me cruzo contigo por la calle, o con él, os habría reconocido.
— Sí, yo también pienso lo mismo.
— Vaya, que veinte años se hacen notar, pero no hemos cambiado demasiado.
— Cierto —asiento—. Seguramente os hubiera reconocido a todos.
— Bueno... Por lo menos nosotros.
— Es verdad. Ellas sí han cambiado.
— Sí, ¡pero que no te oigan! —me responde intentando contener la risa.
— A ella no la habría reconocido nunca —le comento inclinando la cabeza hacia la mujer para que sepa a quién me refiero.
— Ni yo.
— Es más, todavía no sé quién es.

El sistema métrico subnormal

No sé qué pensarían nuestros sabios e ilustres antepasados del S. XIX, que con tanto esfuerzo trabajaron para unificar en todo el mundo civilizado pesos y medidas, si pudieran echarle un ojo a la prensa diaria actual. En el mejor de los casos pondrían el grito en el cielo, o caerían sumidos en una profunda consternación y abatimiento, para dejarnos para siempre jamás pesando en arrobas y midiendo a palmos. Los frutos de la ilustración borrados de un plumazo.

Supongo que es el signo de los tiempos que nos han tocado vivir: hay que rebajar el nivel intelectual del discurso para que lo pueda entender cualquier subnormal. Aunque no tengo claro qué subnormal habrá tomado esta decisión, porque al margen de ser sonrojante es absolutamente inútil. Me explico: No hace tanto, cuando en un periódico se publicaba un artículo que requería el uso de medidas de longitud, superficie, peso o volumen, se recurría con buen criterio al sistema métrico decimal. De este modo, podía delimitar los efectos de un devastador incendio en tantas hectáreas o kilómetros cuadrados quemados, una distancia de tantos metros o cuantos kilómetros a determinado lugar, un peso de cien kilos o un volumen de pocos litros o muchos metros cúbicos. Y todo quedaba claro; todos nos entendíamos porque estábamos hablando el mismo idioma.

Pero ahora no, ahora parece que es necesario recurrir al sistema métrico subnormal para que el posible lector lerdo comprenda las magnitudes. Así, nos podemos encontrar perlas como que las lluvias han llenado determinado pantano el equivalente a tantas piscinas olímpicas, que un nuevo modelo de avión pesa tantos elefantes adultos o que la nueva terminal de un aeropuerto tiene una extensión de cien campos de fútbol. Por cierto que el campo de fútbol sirve también como unidad de longitud y se usa para, por ejemplo, medir la longitud de un atasco a la entrada de una gran ciudad o un tramo de calle cortada por obras. Y se quedan tan panchos.

Porque señores, el sistema métrico subnormal que la prensa se ha inventado pensando en el improbable lector subnormal no le sirve ni siquiera a este; está destinado a alguien que no leerá más allá del pie de foto en el hipotético supuesto de que sea capaz de comprender el complejo mecanismo de hojear un periódico; alguien incapaz de imaginar quinientas hectáreas es también incapaz de hacerlo con quinientos campos de fútbol (ni hablar de cien piscinas olímpicas), mientras que los habituales lectores nos quedamos sin la información que se le supone a un periódico y con la duda de si nos estamos volviendo gilipollas.

Vista la tendencia, yo ya he empezado a montar una tabla de conversión del sistema métrico decimal al subnormal, por si acaso se acaban aceptando estas nuevas medidas como oficiales.

Longitud: 1 campo de fútbol va de 90 a 120 metros.
Superficie: 1 campo de fútbol varía entre 4050 y 10800 metros cuadrados.
Volumen: 1 piscina olímpica son 2500 metros cúbicos o más.
Peso: 1 elefante adulto pesa entre 3500 y 12000 kilogramos.

lunes, 18 de octubre de 2010

El pasado

Hace un par de semanas, paseando por la rambla Catalunya, me crucé en la puerta de un bar con un antiguo compañero de trabajo; debía hacer algo así como cinco años que no lo veía. Él no me reconoció y yo no le dije nada. No tenía nada que decirle y además no recordaba su nombre, conque me pareció bastante ridículo abordarlo con un “eh, tú ¿qué tal?” seguido de un incómodo silencio. En lugar de eso me limité a seguir caminando mientras pensaba que quizás yo había cambiado mucho y él poco; o que tal vez yo fuera un buen fisonomista y él una completa nulidad. De todos modos, a día de hoy sigo sin recordar cómo se llamaba.

El martes pasado cogí la bici por la tarde y pedaleando sin rumbo acabé en Gracia justo cuando se puso a llover. Até la bici y al girarme me encontré de frente con un viejo compañero de bachillerato que no veía desde hacía más de veinte años. No había sido de mis mejores amigos, de mi grupo más íntimo. Sin embargo sí era el mejor amigo de un amigo mío y con frecuencia habíamos ido juntos a tomar unas cervezas alrededor de una mesa de billar. Le acompañaba una mujer empujando un carrito de bebé y hablaban entre ellos en inglés. No me reconoció y yo no dije nada. No tenía nada que decirle y además tengo muy mala memoria para los nombres. Buscando un bar donde guarecerme, caminando a buen ritmo pegado a las paredes y bajo los balcones para no mojarme demasiado, iba pensando que quizás sí había cambiado mucho. O eso o que soy un extraordinario fisonomista.

No tengo facebook. Supongo que nunca me ha interesado renovar el pasado. No es recuperarlo, porque en realidad nunca lo he perdido. Es que prefiero que mis recuerdos se queden así como están, sin los rostros actualizados que no harían más que contaminarlos. Y no es porque fuera una mala época para mí, aunque tampoco quiero idealizarla porque me engañaría a mí mismo. Es simplemente que en mi memoria hay dos antes y dos después que forman tres divisiones mentales de mi vida que preferiría no alterar, sobre todo porque la mejor está siendo esta última. Sin embargo...

Tengo por costumbre no responder cuando al móvil me llaman desde un número oculto o desconocido, soy así de simpático. Sin embargo el viernes pasado respondí a una de esas llamadas. “Hola, ¿eres Ricard?”. Era una voz de mujer que me resultaba vagamente familiar, pero sin duda el registro estaba muy escondido porque antes de identificarla ella se presentó. Fue una sensación extraña, una confusión de alegría sincera y contrariedad. “Me han encontrado” recuerdo que pensé. Mientras ella me contaba cómo había conseguido contactar conmigo y la aviesa intención de organizar una cena de antiguos compañeros de instituto, a mi cabeza iban acudiendo diapositivas de la gente que me iba nombrando, recuerdos que creía olvidados pero que sólo estaban archivados bajo montones de otros recuerdos posteriores y que bastaba con nombrarlos para reaparecer. Recordé su cara de entonces, su hermosa sonrisa de labios demasiado pintados de carmín; incluso me pareció sentir otra vez el peso de sus grandes pechos en la palma de mis manos. Acordamos que la llamaría para confirmar mi asistencia, pero todavía no lo he hecho. Todavía no sé si me apetece ir.


(sugerencia de consumo)
y ese año sonaba "Catch" de The Cure

domingo, 10 de octubre de 2010

A lo grande

Hay gente que pasa por la vida de puntillas, sin hacer ruido, procurando pasar inadvertido. Otros en cambio lo hacen todo a lo grande, y todavía a unos pocos ese grande se les queda pequeño. Como a Solomon Burke, doscientos kilos de humanidad, veintiún hijos, noventa nietos y diecinueve bisnietos, obispo de una iglesia cristiana americana bastante sui géneris y autor de algunos de los más populares éxitos del blues y el soul. Y por si con eso no fuera suficiente para conseguir notoriedad, va y decide irse hoy, el diez del diez del diez.


(sugerencia de consumo)
Solomon Bourke canta su Everybody Needs Somebody To Love

sábado, 9 de octubre de 2010

Kodachrome

Paul Simon cantaba que, como si de un antidepresivo se tratara, no podía alejarse de su Nikon cargada con Kodachrome ya que gracias a ella todos los días eran agradables días soleados de verano, de colores brillantes y verdes luminosos. No sé qué tal andará el ánimo del bueno de Paul desde que en junio de 2009 anunciaron que dejaban de vender esta mítica película, pero es indudable que de un año a esta parte andamos todos más tristes y crispados; las cosas no tienen el mismo color y hasta se ven más grises.

Kodachrome test transparency (1939)
Kodachrome test transparency (1939)


La única vez que disparé con Kodachrome fue a finales de los ochenta o quizá los primeros noventa. Lo hice con una estupenda Nikon F-801, para algo tan poco emocionante y prosaico como un reportaje del interior de una fábrica recién pintada con todos los operarios luciendo sus flamantes monos azules estrenados para la ocasión. Daba la impresión de una factoría en un incipiente país del tercer mundo intentando vender sus bondades a una gran multinacional extranjera; la cosa no distaba mucho de la realidad.

Sin embargo y para mi desgracia, he llegado tarde en mi renovado interés por la fotografía analógica (o química o tradicional, como guste a cada uno llamarla). La interrupción de cinco o seis años, primero por apatía, después digital, ha resultado fatal. Antes de eso, mi pragmatismo era demasiado acusado y me permitía usar hacia el formato diapositiva calificativos tan poco románticos como “caro en exceso” o “poco práctico”. Afortunadamente para mí, la edad me ha hecho madurar lo suficiente como para considerar superfluos cuando no irrelevantes estos detalles, hasta el punto de empezar a plantearme algo tan caro y poco práctico como instalar mi propio laboratorio fotográfico en casa. Pero eso ya es otra historia.


(sugerencia de consumo)
Kodachrome de Paul Simon

martes, 5 de octubre de 2010

I hate to be the one

(sugerencia de consumo)
hace cuarenta años Janis Joplin cantaba Kozmic Blues en directo

viernes, 1 de octubre de 2010

Viejos y nuevos vecinos

La ventana de la habitación del fondo se abre a una galería por la que entre sus paredes y debido a un efecto de resonancia, se amplifica cualquier susurro de tal forma que ni el propio Galileo hubiese podido explicarlo. Pero por lo común la gente, en su casa, no susurra sino que tiene a bien hablar a gritos o poner la música a nivel de bar de copas, convirtiendo la supuesta privacidad doméstica en ineluctable publicidad vecinal. Así pues, somos puntualmente informados de cuando, en la tienda de animales de los bajos -y vivo en un ático-, tienen que bañar y cortar el pelo a un chucho. O que la divorciada del primero le está leyendo la cartilla al haragán de su hijo adolescente. O que dicho adolescente tiene un pésimo gusto musical y que pese a sus constantes súplicas, todavía no ha conseguido que su madre llame a la puerta antes de profanar la sagrada privacidad de su cuarto. También sabemos que los setecientos cincuenta y siete ecuatorianos que vivían en el segundo fueron desahuciados por impago porque ya no se escucha salsa, merengue, bachata ni reguetón a todas horas. Bueno, también lo sabemos por los golpes que se escuchaban cuando vinieron a derribar la puerta los del banco con un representante judicial. Por supuesto nos hemos enterado que en el tercero tienen un perro porque se pone a ladrar cuando escucha los ladridos desesperados de los perros que van a lavar y cortar el pelo en la tienda de animales. Asimismo, también tenemos noticia de que los nuevos vecinos del otro ático tienen una niña que sólo se comunica dando gritos y que si yo fuera su padre ya le habría hecho entender qué pasaría si gritaba otra vez. Afortunadamente, la panda de delincuentes adictos a las fiestas de madrugada y a las alegrías por vía nasal que habitaban el sobreático ya han sido expulsados de la comunidad. Y ahí está precisamente la gracia de todo esto.

Hace unos días estaba en la habitación del fondo ordenando cajas y a través la ventana abierta escuché unas voces nuevas, por completo ajenas a la vecindad habitual, que llegaban desde arriba. Reían y hablaban un idioma absolutamente incomprensible para mí, pero que gracias a haberme tragado todas las pelis de James Bond pude concluir que era ruso. Y eran voces manifiestamente femeninas que mi mente libidinosa imaginó procedentes de curvilíneos cuerpos de generosos volúmenes adornados por prometedoras sonrisas bajo lánguidas melenas rubias. Bien, pues hoy se han confirmado mis sospechas. Tengo viviendo justo encima de mi cabeza a unas rusas cañón y maldigo a mi diosa fortuna por no habérmelas traído hace poco más de tres años.

Tengo entendido que en Rusia es común establecer buena relación entre vecinos y que para ello agasajan a los nuevos inquilinos con una cordial visita y posterior invitación a tomar el té o incluso a comer. Procuraré ser un buen vecino. Sólo tengo que esperar al próximo día que ella vaya a cenar a casa de sus padres para subir los pocos peldaños que me separan de las rusas con una botella de champagne en la mano.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Ein Prosit!

O lo que viene a ser lo mismo: un brindis. Una especie de grito de guerra que suena una y otra vez estos días en Munich, la capital mundial de la cerveza (con permiso de holandeses, ingleses e irlandeses). Me he dejado caer por allí unos días, pocos, aunque los suficientes para ahogarme en algunas auténticas delicias de lúpulo, perder la memoria sin perder la compostura, cantar en alemán, hablar en inglés lo justo para hacerme entender, pasar frío -joder qué frío hace al norte de los Alpes- y deleitarme tras los vertiginosos mostradores de las teutonas bávaras. Y todo por culpa de unos amigos de Boston que conocimos hace unos años en una coctelería en Madrid (sí, lo que se dice malas compañías) que nos han invitado a la mesa que habían reservado en el pabellón de Löwenbräu en el Oktoberfest.

Lo dicho: Ein Prosit!


Löwenbräu-Festzelt

viernes, 24 de septiembre de 2010

Gitanos en Francia

Un gitano extranjero vivía con su esposa en una caravana de un campamento ilegal a las afueras de París. Él se ganaba la vida tocando la guitarra en tugurios de la capital mientras que su mujer se dedicaba a hacer manualidades que después iría a vender a los mercados. En 1946 compuso "Echoes of France", una adaptación de "La Marsellesa" para violín y guitarra. Se llamaba Django Reinhardt.


lunes, 20 de septiembre de 2010

Defecar los sesos

Que Salvador Sostres es un gárrulo que habría que devolver al pesebre del que jamás debió haber salido es algo que muchos ya sabíamos desde hace años. De la ulcerosa carroña de su seso han salido sobrados esputos en forma de artículo como para que así sea, aunque fuera por salud pública. Pero hoy (no enlazaré el artículo, quien quiera que lo busque en “El Mundo”) ha conseguido superarse -o rebajarse, según se mire- a si mismo, aunque también nos ha dado la clave de su diarrea continua: fue una salmonela la que le provocó “cuántos retortijones, cuántas noches en las urgencias de los hospitales pensando que de tanto defecar se te iba a escapar hasta el cerebro”.

Sí, efectivamente se le escapó el cerebro por el mismo sitio que expulsa sus artículos de opinión.

sábado, 18 de septiembre de 2010

The wind cries Hendrix

Jimi Hendrix at the Monterrey Festival backstage

Descubrí a Jimi Hendrix unos quince años después de su muerte. En esa época sin internet y en medio del erial que es la radiodifusión musical española, para encontrar música que te gustara no quedaba más remedio que escuchar los discos del hermano mayor de algún amigo -procurando que no se enterara, que para alguno sus vinilos eran más sagrados que la novia- o encomendarte al criterio del encargado de la tienda de discos con el consabido “si te gusta este, escucha este otro, ya verás”. Aunque también era habitual por esos años conocer de oídas a alguien sin haber escuchado nunca nada. A mí con Hendrix me pasó esto último: sabía que era genial, el mejor guitarrista que había dado ese glorioso fin de década de los sesenta, pero no conocía a nadie que tuviera nada suyo ni existía la remota posibilidad de escucharlo por la radio. Así pues, hasta que no compré a ciegas el “Rainbow Bridge” no pude comprobarlo. No fue, desde luego, la mejor opción. Existen discos suyos mucho mejores que ese, pero me bastó con escuchar la versión en directo del “Hear My Train A Comin” para dejarme absolutamente alucinado y rendido a los pies de este genio. A partir de ahí, como si esa compra hubiera sido una suerte de bautismo, empezaron a llegar a mis manos cintas con grabaciones de sus discos y directos que acabaron por convertirme en un incondicional.

Hoy observo con cierta condescendiente nostalgia a los jóvenes que se entusiasman y elevan a los altares a Nirvana o Queen, pensando que yo hice lo mismo aunque no con las mismas facilidades que ellos. Han pasado muchos años, veinticinco desde mi descubrimiento y cuarenta, justo hoy, desde que murió ahogado en su propio vómito tras una noche de excesos etílicos y psicotrópicos. Puede que fuera un lamentable accidente, puede que, como afirman otros, fuera asesinado por su propio mánager cuando supo que iba a despedirlo. Sea como fuere, este es mi pequeño homenaje a este músico medio afroamericano medio cherokee cuyo virtuosismo, innovación e influencia como guitarrista sólo es comparable a Miles Davis con la trompeta o a Billy Wilder en el cine y que merece estar en el Olimpo de la música popular de la segunda mitad del siglo XX junto a otros grandes como Dylan o los Stones.


(sugerencia de consumo)
"The wind cries Mary" en un directo de la televisión sueca (1967)




"Hey Joe/Sunshine of your Love" en la BBC




"Hear My Train A Comin" en el Royal Albert Hall de Londres (1969)


martes, 14 de septiembre de 2010

Ese vibrante silbido

Un vibrante silbido se deja escuchar por toda la calle, reverberando en los comercios recién abiertos al nuevo día y tras las persianas todavía cerradas de los pisos; una precipitada escala que sube y baja y deja un timbre concentrado en la nuca, como un cojinete de metal, inconfundible, ejecutada miles de veces con el mismo gesto. Abandono mi lectura y me asomo para mirar a través de la ventana del autobús. Ahí está él, tan viejo como la calle misma, junto a su vieja bicicleta levantada sobre el caballete, haciendo girar la muela con la que afila los cuchillos de la carnicera, que espera junto a él ataviada con su delantal blanco con ribetes rosados mientras charla con otras señoras que han bajado tijeras y cuchillos faltos de un repaso en su filo.

La primera vez que escuché a este afilador, hace poco más de un año, hacía quizás un par de décadas que no escuchaba esa peculiar melodía. Tanto hacía que fue un poco lo mismo que Proust con su magdalena mojada en el té de su tía Léonie: me hizo recuperar recuerdos olvidados de mi infancia, justo hasta esa mañana de verano -cercana a San Juan, pues ya había terminado las clases pero todavía no nos habíamos ido de vacaciones- en la que mi madre me dio unas tijeras de la cocina y una moneda de veinte duros y me mandó que bajara a la calle, que había escuchado al afilador. Recuerdo que me pareció un trabajo extraño, no sé si pensé que innecesario pero sería algo parecido, porque recuerdo que en ese momento no entendí por qué mi madre no usaba el afilador que teníamos en casa. Pero incluso aquél hombre, que tan lejano me parece ahora, llevaba un ciclomotor con el que hacía girar la muela de piedra. Este de ahora no, este va con su bicicleta. Es, de hecho, el primero que creo haber visto en bicicleta. Y es tan viejo como la calle misma.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Música en Barcelona

Me cabrea mucho la escasa consideración y difusión que se le da a la música en Barcelona. Y no me refiero a los conciertillos de radiofórmula que empapelan las calles y llenan los estadios sino a la música con mayúsculas, a la -creo yo mal llamada- música culta. De ésta se ha creado una especie de reiterativo circuito anual de greatests hits populares que permanece inalterable desde hace años, como si la plebe no fuera capaz de escuchar otra cosa. Así vemos que, año tras año, se repiten a principios de enero los valses, polcas y marchas de Strauss; le siguen “Las cuatro estaciones” de Vivaldi y poco antes de semana santa el inapelable “Réquiem” de Mozart en la basílica (que no catedral) de Santa María del Mar. Tras el vasto páramo veraniego llega noviembre y diciembre para acumular el “Carmina Burana” en el Palau de la Música, el habitual “Messías” de Haydn con todas las corales patrias abarrotando el Palau y los inevitables “Cascanueces” y “El lago de los cisnes” en navidades. En algún momento del año también se programará el “Concierto de Aranjuez”, que no repetiré ya que con una “interpretación” del guitarra solista habitual tuve suficiente. Pero todo lo que sea salir de este círculo vicioso implica pagar auténticas fortunas, lo cual no es óbice para que las mencionadas también sean caras.

Respecto a los ballets de Tchaikovsky es difícil saber si son caros o no, porque ni siquiera en la web del Teatro Coliseum están anunciadas. Fascinante. Sé el precio porque las entradas están a la venta en una web que se dedica a esto, pero salvo la biografía del autor y una sinopsis de la obra, no mencionan si voy a pagar por un concierto sin ballet, un ballet con música enlatada o un completo ballet con orquesta. Mucho me temo que será lo segundo. Y es entonces cuando recuerdo los días que pasé en Praga y la sana envidia que me dieron con sus cinco o seis teatros en los que se programaba diariamente música, danza y ópera.

Y pobre de ti si te gusta la ópera, porque ya puedes ir pensando en ser millonario. En el Gran Teatre del Liceu, ese teatro que se quemó y pagamos entre todos -todavía recuerdo a la Caballé pidiendo dinero a todos los catalanes para su reconstrucción, mientras ella evadía sus impuestos en Andorra-, la taquilla sigue siendo para las abultadas carteras de la élite burguesa de la ciudad. Obviamente -deben pensar- los que no se pueden permitir pagar dos entradas de entre 80 y 200 euros para una representación de “Carmen” o “Falstaff” es porque son unos paletos que no aprecian la música. Hay entradas más baratas, cierto, pero no verás nada. Literalmente.

A la gente en general le gusta la música. No conozco a nadie que no se haya emocionado en el Liceu, el Palau de la Música o el Auditori en una representación de ópera o música clásica. Pero hay pocos espacios, muy pocos (apenas estos tres) y suelen ser a precios prohibitivos, así que no dudo que queden asientos vacíos en la mayoría de sesiones. Parece un círculo vicioso. Sin duda con precios más asequibles necesitaríamos más espacios. Como en Praga.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

La dama de Shanghai

Él sabía que había algo turbio y sucio en todo eso, por eso se resistía a aceptar la oferta de enrolarse en ese yate de recreo. Pero claro, con una "capitana" como la Hayworth, aunque seas el mismísimo Orson Welles es difícil rechazar la oferta.

La dama de Shanghai

La dama de Shanghai

La dama de Shanghai
"La dama de Shanghai" (1947) de Orson Welles

¿O no pensáis lo mismo?

martes, 31 de agosto de 2010

Por la calle Tallers

Esta tarde me he acercado al centro a comprar discos. Por cierto, ¿os habéis fijado en la cantidad de mujeres hermosas que habitan por el centro de Barcelona cada tarde? Yo sí, os lo aseguro. Me he cruzado con un par de rusas -que por cierto me han preguntado cómo llegar a la catedral del mar, lamadrequelasparió a ellas y al que escribió tamaño engendro- por las que uno sería capaz de pasar el resto de su vida comiendo patatas con arenques y vodka, siempre y cuando no haya catado las tapas del hogar del pensionista, claro está. A lo que iba, que esta tarde he ido la calle Tallers a comprar vinilos, esa cosa que hasta hace unos años parecía tan desfasada como una americana con hombreras pero que hoy parece que vuelve ser habitual, basta ver lo mucho que hay en las tiendas. He quedado con ella, que venía de depilarse en su pueblo de la periferia -hay que ver ¿eh?, lo mucho que se cuidan y pensar que yo no me afeito desde hace tres semanas- y el tren la dejaba en plaza Catalunya.

Me he gastado una cantidad de pasta indecente, ¡con el hambre que hay en el mundo! Esta vez no ha sido jazz sino básicamente rock, incluyendo alguno que ya tengo en cedé pero que en vinilo son mucho más bonitos y otros que tenía primero grabados en cintas y ahora en emepetrés. Han caído AC/CD, Led Zeppelin, White Stripes, Blind Faith, Pink Floyd y El último de la fila, por aquello de completar con algo de la parcela nacional. Por cierto que el de Blind Faith lleva un cupón con un código de descarga del emepetrés, lo cual se agradece y pienso que debería generalizarse. Ella se ha llevado uno de Arcade Fire que, las cosas como son, no tengo el gusto. De la sección de saldos hemos rescatado un vinilo de Un pingüino en mi ascensor que me sé de uno apreciará como si hubiéramos encontrado la piedra Rosetta bajo toneladas de arena del desierto. De hecho habíamos encontrado dos, pero el vinilo de uno de ellos estaba partido por la mitad. Justicia poética llamo yo a eso.

A la hora de pagar, que es la peor parte del asunto, le he dado el montón a la chica de caja, que ha hecho las correspondientes sumas y me ha dicho la dolorosa. En circunstancias normales me habría limitado a pagar sin decir ni mu -extrovertido que es uno-, pero esta vez, en un arrebato de no sé qué, quizás de alegría porque me llevaba a casa un buen paquete de buena música, como buen catalán que soy le he espetado: “¿Y no hacéis descuentos para insensatos como yo?”. Se ha reído. “Mira -me ha dicho- sólo por eso ya te lo mereces. Me has hecho reír y ver tu sonrisa a estas horas bien merece el descuento”. Y unos eurillos que me he ahorrado gracias a la simpática chica de la tienda. ¡Así da gusto, oiga!

A todo esto hay que sumar lo que me va a costar el nuevo mueble que voy a tener que hacer para meter todo esto. El que tengo ahora empieza a ser insuficiente. Y el piso también, pero eso es otra historia...

Entre las adquisiciones -y que está sonando ahora en el tocadiscos- estaba, en la versión de estudio, esto:


(sugerencia de consumo)
Do, de los geniales White Stripes

sábado, 28 de agosto de 2010

Toro

Fuimos a las dehesas de El Camarate para ver los toros. Ahí aproveché para echar unas fotos con mi trabuco nuevo.


Toro

miércoles, 25 de agosto de 2010

Lo que ven mis ojos

El anciano, seco y encorvado como un sarmiento, se acerca despacio a la barra del bar arrastrando sus pies cansados calzados con unas deportivas del color de mil lavados y mil kilómetros andados por los bancales arcillosos de los olivares. Pide un vino, cosechero, frío, servido de una botella de algún refresco de dos litros que sacan de la nevera. Es un vino de un rojo rubí translúcido, casi rosado pese a mantener la tonalidad del tinto. La camarera, un chica joven de quien los viejos del bar, pese a que está trabajando apenas desde que empezó el verano, ya han memorizado todas sus generosas curvas y redondeces mientras se humedecen los labios ajados con la punta de sus lenguas, le pregunta al anciano si lo quiere con tapa. Le deja elegir entre las varias que tiene –choto al ajillo, pies de cerdo con garbanzos, almejas a la plancha, anchoas marinadas- porque sabe que sólo tomará una con el primer vino. Con el vaso en la mano, después de darle un sorbo para no derramar con sus inevitables temblores, porque ese vasito es algo demasiado pequeño y frágil en sus manos rudas de campesino viejo, arrastra los pies hacia la mesa solitaria junto a la columna y se sienta, solo, no habla con nadie y nadie le habla a él. Tiene mala fama, fama de mala persona y con eso basta en el pueblo. Tanto da si es cierto como si no. Vacía el vaso y de entre los pliegues de sus pantalones, unos pantalones que años atrás fueron de su talla y que ahora se anuda bajo el pecho sin poder evitar las bolsas y ausencias en todas sus articulaciones, saca un pequeño monedero del que extrae un billete de cinco euros doblado sobre si mismo en varios pliegues, hurga en el fondo con sus dedos torpes, cuenta las monedas y se levanta a por otro vino. La gente que se arremolina junto a la barra le hace un hueco y sigue con sus charlas, ajenos a él, dándole la espalda.

Hay mucha gente joven entre los parroquianos pese a ser el hogar del pensionista. Algunos han venido de la capital para pasar unos días de vacaciones en el pueblo con sus familias. Otros, venidos también de alguna capital, están en paro y han regresado al pueblo para poder vivir con su exigua paga y, de paso, sacarse algún dinerillo echando horas limpiando olivos o recogiendo leña para el invierno. Todos, sin excepción, están aquí y no en otro bar porque saben que en este es donde sirven las mejores tapas, al margen de que sea el más barato, que dadas las circunstancias tampoco es baladí. Pero eso no es una cuestión que suela abordarse francamente. Aquí no se habla nunca de dinero, ni del que se tiene, ni del que se gasta, ni del que se debe. En el pueblo existe una especie de acuerdo tácito para evitar ese tema, como si fuera un sucio y vergonzoso tabú. Y quien lo rompe es objeto de críticas, burlas o chanzas, como esa mujer que asegura haber alquilado un terreno para montar la plaza de toros durante las fiestas por tres mil eurazos. “Si no me pagan quemaré la iglesia” asegura, pese a que todos saben que es una beata que moriría de abulia sin sus tardes de cotilleo. Aquí de lo que se habla es de tantos o cuantos olivos, o de tantos o cuantos kilos de aceituna. Si uno recoge quinientos o mil, le dará para pagar el prensado y tener aceite para todo el año, que no es poca cosa. Pero con quince o veinte mil kilos al año, es que puede permitirse vivir bien.

Un grupo de hombres vestidos con ropas de trabajo hablan de sus cosas. El que tiene la voz cantante y al que todos escuchan parece ser uno de esos con muchos kilos de aceituna al año. Los vasos que sostienen parecen minúsculos en sus manos grandes y nudosas. Sus rostros oscuros y curtidos a la intemperie como una bota vieja hablan de ellos más que sus propias palabras. Discuten sobre la necesidad de renovar la maquinaria, hasta que uno de ellos menciona el eterno problema: no encuentran gente que quiera trabajar en el campo. Los hijos emigraron y ya no están por la labor. Si acaso, alguno les ayuda en la aceituna aprovechando los pocos días que regresa al pueblo durante las Navidades, pero poco más. Cuando ellos ya no puedan dedicar sus fuerzas al campo, todo se perderá. Ya hay, de hecho, muchas, demasiadas parcelas abandonadas que son pasto de las malas hierbas. Así las cosas, ¿quién es el loco que renueva la maquinaria? Se produce un silencio incómodo en el que todos piensan lo mismo tantas veces pensado pero no se atreven a expresar; sopesan el éxito o fracaso de su sacrificio que ha permitido a sus hijos labrarse un futuro lejos de aquí, pero que precisamente por eso ha condenado la continuidad del campo en la comarca y del mismo pueblo. Forzando un cambio de conversación, uno de ellos comenta sin entusiasmo que este año arrancará los almendros para plantar olivos, ya que no le son rentables. Los demás asienten en silencio, como si ya hubieran hablado de ello en otras ocasiones.

Regreso a la conversación que se desarrolla junto a mí, alrededor de la mesa donde estoy sentado. No me he movido de mi silla desde hace un buen rato, pero sólo había dejado ahí mi cuerpo; el resto andaba arremolinado entre los parroquianos del bar como el humo de los cigarrillos. He caído de nuevo aquí en medio al notar que se dirigían directamente a mí para preguntarme algo, de igual manera que lo habría hecho si alguien hubiera reventado con un alfiler el globo que me mantenía a flote sobre ellos. Hablaban de juntarse hermanos, primos y tíos en casa del tito Gregorio para comer unos conejos al ajillo y querían saber si contaban conmigo. Discutían a quién comprar los conejos, porque de matarlos, desollarlos, destriparlos y cocinarlos se daba por supuesto que nos encargábamos nosotros. Y como también por supuesto yo no iba a desnucar, despellejar ni destripar a ningún conejo, me he comprometido a encargar buen vino –sin desmerecer el cosechero del tito Gregorio, Dios me libre- para la ocasión.

Para un urbanita hasta las trancas como un servidor, basta con una inmersión de unos días en lo más profundo de la vida rural para resquebrajarme esquemas y prejuicios hasta obligarme a redefinir conceptos que antes tenía perfectamente calibrados, tales como brutalidad, barbarie o primitivo. Todo queda diluido en un confuso pragmatismo tradicional difícil de juzgar con los mismos parámetros que se manejan entre amplias avenidas eslabonadas de semáforos y muslos de pollo plastificado en la sección frigorífica del hipermercado. Aquí nadie se plantea juicios de valores ni morales cuando hay que desnucar un conejo; ni se le ocurre sentir pena o empatía por él. Simplemente lo saca de la jaula, lo agarra por las patas traseras y le asesta un golpe en la nuca con la mano libre. De igual forma que desplumará una gallina y le cortará la cabeza de un hachazo certero sobre el mármol de la cocina, o hundirá un largo cuchillo en la yugular palpitante de un marrano que se desgañita chillando mientras se desangra hasta llenar el cubo que alguien habrá colocado bajo el cálido chorro que mana del profundo tajo. Y todo esto no solo es necesario, sino que es festivo y colectivo. No es de extrañar, pues, que las plazas de toros se llenen durante las fiestas patronales: lo que allí se ofrece, asumido por todos el componente sangriento, es solamente espectáculo. Y pese a todo, todavía existe la percepción de la crueldad, que se halla en ese límite que obliga al matador a no fallar con el estoque, igual que ellos no fallan en el golpe en la nuca. Ante eso, ante el innecesario sufrimiento del astado, la plaza entera responderá con silbidos y pataleos de desaprobación e incluso –no será la primera ni la última vez que ocurra- si la incompetencia con la espada y el descabello es manifiesta, intercederá la benemérita para rematar al toro de un disparo. Y también pese a todo, pese a esta aparente simplicidad de la vida y la muerte, todavía queda espacio para que un urbanita como yo observe las contradicciones rurales cuando alguien me dice que ya no va a los toros porque no le gusta que maten a los animales, justo dos días después de haber celebrado la apertura de la veda de caza poniendo a punto su escopeta.

mansos y bravos

Al final, el guiso de conejo al ajillo con patatas resultó delicioso. El vino, por gracia de Don Fernando, llegó con tiempo más que suficiente y fue generosamente alabado y festejado, tanto o más que el blanco amontillado del tito Gregorio, que observaba la escena desde su rincón de la cocina, atento, pero sin distraerse de su gran sartén de sustentos que comía despacio y sin pausa con una cuchara.

lunes, 23 de agosto de 2010

El peso de las dos mitades

Ando barruntando de qué manera podría yo permitirme el lujo de partir el año en dos mitades, la una para consumirla en Barcelona, la otra para vivirla en el pueblo. Y en estas me pregunto qué tendrá Barcelona para ganarse el mismo peso en esta disyuntiva que el aire seco y puro que corre entre los pinos, el agua que salta por los barrancos de Sierra Nevada hasta llegar al grifo, el gazpacho y la ensalada con tomates y pepinos recién cogidos del huerto, el aceite de los olivos que tapizan el horizonte arcilloso por el camino de las viñas, más allá de la ermita de San Gregorio, con que riego el pan del día anterior, tostado para el desayuno; los conejos que vamos a escoger de la jaula y desnucamos y desollamos media hora antes de encender la lumbre en el suelo, en la que los cocinaremos al ajillo con patatas que hemos cogido del montón que aguarda a la entrada del corral; el vino cosechero, efímero, fresco y afrutado, de un rojo rubí translúcido que acabamos de sacar de las barricas que el tito Gregorio guarda en el sótano de su casa. Me pregunto qué tendrá Barcelona para empatar contra la sombra fresca de las parras en lo peor de la canícula, con la copa de vino blanco en una mano y en la otra un libro; los paseos entre verdes maizales, viñas ancestrales y almendros cargados de dulces antojos en la tregua del atardecer, las noches de grillos frescas y estrelladas hasta el asombro, el perfil altivo de cimas todavía nevadas de la sierra, la sencillez primordial de los días y las gentes. Me lo pregunto y no encuentro la respuesta, salvo que esta sea la obligación y costumbre. Y mientras escribo esto, pienso que ya es la hora de acercarse al Mariano, o mejor al Hogar del Pensionista, y regalarse una cerveza bien fría con una tapita de choto al ajillo o de pies de cerdo, lo que tenga a bien servir la buena señora.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Mi nuevo juguete

Mi nuevo juguete

Hacía tiempo que le tenía ganas a este, sobre todo desde que me dí el capricho de comprarme la Nikon FM2. Pensaba -y sigo pensando- que es el complemento ideal para completar el círculo del snobismo fotográfico: es de la misma época (año 1978 si no me equivoco), totalmente manual, grande, pesado y poco manejable. Pero es bonito. Y además sigue siendo un zoom extraordinario por su versatilidad con un recorrido desde 50 hasta 300mm y su luminosidad (1:4,5 lineal de principio a fin). Poco más puedes necesitar: con este me puedo apostar junto a una playa y fotografiar desde un plano general de esas chicas tomando el sol en la toalla hasta un primer plano de un pezón apuntando al sol del verano.

miércoles, 28 de julio de 2010

Papel mojado

He dejado sobre la mesa de la terraza un pliego de papeles mitad impresos mitad manuscritos, mi enésimo intento de engarzar un relato, con la intención de seguir tirando de un hilo que ando hilvanando desde hace unos días. Hacía calor, así que antes he cogido la manguera para regar las plantas y mojar las baldosas de arcilla demasiado calientes bajo mis pies descalzos. Una repentina ráfaga de viento ha recorrido la terraza haciendo volar mis papeles, que han caido irremediablemente sobre el suelo. Papel mojado, hermosa metáfora de mis estériles intentos de escribir. Hay algo que me interrumpe, que hace tartamudear mi escritura antes arrebatada y fluida, que me impide escribir más de una docena de palabras sin perder el hilo de la madeja. Hay algo que no funciona bien en mi cabeza.

lunes, 26 de julio de 2010

La Grande Boucle

Este último ha sido un Tour de Francia raro. El vencedor no se ha llevado el gato al agua en ninguna etapa; el maillot a topos que acredita al mejor escalador no ha ganado ni una sola llegada en alto, mientras el que más etapas ha ganado al sprint ha visto como otro se llevaba el maillot verde. Por si esto no fuera ya suficiente para calificarlo de atípico, la clasificación por equipos ha dejado en primera posición a uno que no cuenta entre sus filas con ninguno de los diez primeros clasificados. Lo dicho, un Tour raro, raro. Y encima toda esta polémica sobre la deportividad y la caballerosidad en la carretera. Que si yo te espero a ti y tú me esperas a mí, como si en lugar de ciclistas profesionales fueran niños citándose a la salida del colegio. Que si ahora no corras mucho que me he dejado los piños en los adoquines; que si tu bocadillo es de jamón y el mío es de mortadela que no me gusta. No sé si será porque, desde que no les dejan doparse, se han convertido en unas niñas cursis, unas florecitas efímeras que al menor revés se sienten desconsoladas y heridas, pero lo que he visto en este Tour de Francia no me ha gustado nada. ¿Dónde queda esa mentalidad asesina y voraz que caracteriza al campeón? ¿Qué fue de aquellos grupitos que aprovechaban cualquier corte para fugarse durante ciento y pico kilómetros, puertos de primera categoría mediante? Coño, no hace tanto que había pasos a nivel con barrera. Y si te pillaba con la barrera bajada, pues te jodías y te quedabas para ver pasar el tren, ya fueras escapado (con lo que perdías la ventaja) o persiguiendo (con lo que perdías al escapado). ¡Y vaya si lo aprovechaba el que había conseguido cruzar antes! Le iba de fábula para subir el puerto en solitario y, una vez arriba, comerse el bocadillo de tortilla tranquilamente antes de acometer el descenso. Pero ahora pretenden tenerlo todo tan científicamente calculado, todo tan previsto y analizado, que cualquier contratiempo debe ser neutralizado y quien lo aproveche resulta que es deshonesto y falto de deportividad.

Pues qué queréis que os diga, me gustaba más antes, sin gps ni pinganillos; todos los ciclistas con la misma bicicleta las tres semanas, la visera hacia atrás como único elemento aerodinámico; con los papeles de periódico en el pecho en los descensos, los pasos a nivel con barrera, sin rotondas, con granizo en los puertos de montaña y demarrajes asesinos aprovechando cualquier infortunio ajeno para trocarlo por fortuna propia. Eso sí era la épica del ciclismo, no este juego de nenazas quejicas cediéndose el paso. Mira tú si han cambiado las cosas que antes, subiendo un puerto de montaña con la tranquilidad de quien va a por el periódico al quiosco de la esquina, eran los propios ciclistas quienes regaban a los espectadores apostados junto a la carretera para ayudarles a combatir el calor, de sobrados que iban.


domingo, 25 de julio de 2010

Cadaqués cap al tard

Cadaqués cap al tard


Cadaqués al anochecer, poco antes de abalanzarnos sobre una fuente de mejillones al vapor regados con un blanco del Empordà a base de chenin y garnacha blanca.

miércoles, 21 de julio de 2010

Bearn

"Mai no ens preguntarem a bastament què ha fet més mal en aquest món, si la maldat o la beneitura."

"És natural que s'homo llegeixi fins a sa meitat de sa seva vida però arriba un moment en què li convé escriure. O tenir fills. Si ens il·lustram, és per il·lustrar alguna vegada, per perpetuar allò que hem après."

"Bearn o la sala de les nines"
Llorenç Villalonga (1961)

martes, 20 de julio de 2010

Mediterráneo

Serrat jamás habría escrito esos versos tan hermosos e inspirados si hubiera compuesto “Mediterráneo” ayer. El “Noi del Poble Sec” no hablaría de darle verde a los pinos ni amarillo a la genista, ni podría cantar que es como una mujer perfumadita de brea. No lo haría porque ahora nuestro Mediterráneo es una puta vieja y ajada, sucia y mancillada por la peor escoria que ha dado este país. Nos lo hemos follado y sodomizado, y seguimos haciéndolo sin todavía ser conscientes de que ya es un cadáver que se mantiene caliente por su propia descomposición. Seguimos abusando del que fue nuestro querido mar y todavía no estamos saciados ni lo estaremos hasta que no sea más que un lodazal putrefacto y maloliente.

Aquello que define y une a todos los pueblos del litoral mediterráneo ya no es el verde de los pinos ni el amarillo de la genista; ya no son las dunas ni los cañizos, ni las gaviotas, ni las balandras de vivos colores amarradas en los puertos, con las redes y las nansas secándose al sol. Lo que identifica ahora a todos los pueblos mediterráneos son las horribles fachadas carcelarias de balcones como nichos de los apartamentos, las interminables urbanizaciones que trepan como plagas por las colinas que orillan la costa, el pegajoso hedor de la fritanga por las calles.

Si todavía queremos recuperar algo, si queremos salvarnos, si aún albergamos la esperanza de que nuestros hijos puedan bañarse y jugar en la orilla, en lugar de vivir de espaldas a una inmensa y oscura cloaca, la única solución será bombardearlo todo, arrasar toda esa aberrante y fea escoria y con ella a toda la corrupción que la ha engendrado. Hay que borrar del mapa pueblos enteros. Si después de todo lo que han permitido, cómplices y culpables como son del saqueo, a los arquitectos todavía les queda aunque sea un ápice de dignidad, de ética profesional, deberían conjurarse para que nunca vuelva a suceder algo así. Es doloroso porque hubo un tiempo en el cual que creí en ellos, en sus buenas intenciones. Pero se han vendido y rebajado a tal extremo que han puesto en cuestión su propia existencia. Vista su obra, no es de extrañar que más de uno se cuestione su necesidad. En cuanto a los políticos que lo han incentivado y constructores que lo han ejecutado, de ellos no espero dignidad alguna. Son las ratas que debemos alimentar y engordar y a las que deseo lo peor en la vida.

Convivir con la nostalgia. Supongo que hacerse mayor es eso, exponerse a una amarga sensación de pérdida al regresar y no reconocer los paisajes de la infancia. Es no acostumbrarse nunca aunque ya nos haya sucedido otras tantas veces en tantos otros lugares. Llegar con la maleta repleta de imágenes de otro tiempo y que la realidad, que es implacable, se encargue de hacerlas trizas metódicamente. La mía es una nostalgia impregnada de rabia. Los paisajes de mi infancia han sido arrasados, mancillados, pervertidos en nombre del progreso. Ya no queda vida ni en la costa ni en el fondo marino. Todo ha sido expoliado e hipotecado. La genista ha sido sepultada bajo el asfalto y el cemento. Los olivares malvendidos o abandonados. Los pinos quemados y cortados. Bajo el agua nadan cuatro peces despistados; ya no hay erizos de mar en las rocas, ni fragmentos de coral entre las piedrecitas de las playas. No, esto no es el progreso. En su nombre se ha hecho, pero yo sé que no es el progreso. Siento vergüenza de haber nacido en el Mediterráneo.