martes, 14 de septiembre de 2010

Ese vibrante silbido

Un vibrante silbido se deja escuchar por toda la calle, reverberando en los comercios recién abiertos al nuevo día y tras las persianas todavía cerradas de los pisos; una precipitada escala que sube y baja y deja un timbre concentrado en la nuca, como un cojinete de metal, inconfundible, ejecutada miles de veces con el mismo gesto. Abandono mi lectura y me asomo para mirar a través de la ventana del autobús. Ahí está él, tan viejo como la calle misma, junto a su vieja bicicleta levantada sobre el caballete, haciendo girar la muela con la que afila los cuchillos de la carnicera, que espera junto a él ataviada con su delantal blanco con ribetes rosados mientras charla con otras señoras que han bajado tijeras y cuchillos faltos de un repaso en su filo.

La primera vez que escuché a este afilador, hace poco más de un año, hacía quizás un par de décadas que no escuchaba esa peculiar melodía. Tanto hacía que fue un poco lo mismo que Proust con su magdalena mojada en el té de su tía Léonie: me hizo recuperar recuerdos olvidados de mi infancia, justo hasta esa mañana de verano -cercana a San Juan, pues ya había terminado las clases pero todavía no nos habíamos ido de vacaciones- en la que mi madre me dio unas tijeras de la cocina y una moneda de veinte duros y me mandó que bajara a la calle, que había escuchado al afilador. Recuerdo que me pareció un trabajo extraño, no sé si pensé que innecesario pero sería algo parecido, porque recuerdo que en ese momento no entendí por qué mi madre no usaba el afilador que teníamos en casa. Pero incluso aquél hombre, que tan lejano me parece ahora, llevaba un ciclomotor con el que hacía girar la muela de piedra. Este de ahora no, este va con su bicicleta. Es, de hecho, el primero que creo haber visto en bicicleta. Y es tan viejo como la calle misma.

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