martes, 26 de septiembre de 2006

Olvido

La verdad, todo esto me resulta muy embarazoso. No sé cómo ha podido ocurrir una cosa así. Qué digo cómo ha podido ocurrir, no. Lo correcto es cómo ha podido ocurrirme. Porque si existe un culpable ese, sin duda, soy yo.

De antemano sé que excusarme –escudarme- en mi mala memoria es muy fácil. Pero ¡cojoño*! Es cierto. Ni siquiera pensé en ello. No me estoy refiriendo a un simple olvido, no. Es que no pensé en ello. En mi propio descargo puedo esgrimir que es la primera vez –y la última, espero- que me ocurre esto. Ciertamente es así, pues jamás me había pasado por alto. Pese a que suele aparecer con sigilo, sin apenas dejar percibir su presencia en el ambiente. A pesar de su tendencia a hacerse notorio más avanzada la estación, nunca hasta ahora había olvidado la entrada del otoño.

Llegó este viernes pasado, lo supe ayer. Quizás fue la resaca o, tal vez, que debo estar envejeciendo a pasos agigantados…




*Cojoño: (de cojones y coño) Interjección políticamente correcta para expresar diversos estados de ánimo, especialmente extrañeza o enfado.

viernes, 22 de septiembre de 2006

La habitación de hotel

Introdujo la llave en la cerradura, la giró y empujó la puerta hacia adentro. Una vez en el interior, la cerró de un manotazo sin ni siquiera darse la vuelta. La tenue luz que entraba a través de la ventana le facilitó la tarea de encontrar el interruptor. Pulsó uno y se encendió la luz del baño, junto a la entrada. Pulsó el otro y se iluminó la habitación.

Una rápida ojeada le permitió familiarizarse con el espacio y le confirmó la decadencia del lugar. Sin duda había sido un hotel elegante, pero eso había sido hace más de cinco décadas y todo apuntaba a que el tiempo se había detenido ahí, a la par que el interés de los dueños por tapar con pintura las manchas de la pared y cambiar los muebles desvencijados y la moqueta raída. Dejó la maleta en el suelo, se acercó a la ventana de doble hoja cruzando la habitación y la abrió de par en par para fumarse un cigarrillo sentado en el alféizar.

Mientras se aflojaba el nudo de la corbata pensó en la estupenda mujer con la que había compartido ascensor hasta la tercera planta, en la que ambos se habían bajado. La ondulante melena castaña que lucía no le había impedido observar unos hermosos ojos de color miel. Todavía no tendría los treinta años, pensó. No se habían cruzado una sola palabra durante el breve trayecto y sólo, cuando ella se quedó frente a la 303 y él pasó por detrás suyo hasta la 305, que era la habitación contigua, había murmurado un buenas noches que no había tenido eco en la hermosa desconocida. Recordar el movimiento de sus nalgas bajo la tensa tela de la falda le produjo un hormigueo entre las piernas que se tradujo en leve erección. Llevo demasiado tiempo de perversión onanista, pensó. Luego apagó el cigarrillo en el alféizar y lo lanzó hacia la calle desierta.

De regreso de sus ensoñaciones libidinosas, echó un nuevo vistazo a la habitación, ahora más detallado y desde el otro extremo. En primer plano la cama, hundida la parte central, ocupaba una cuarta parte de la estancia. Más allá, pegado a la pared del baño, un armario de espejo. Y entre este y la cama, una puerta que le había pasado inadvertida al entrar.

Sintió tensarse todos los músculos. Esa puerta comunicaba directamente su habitación con la de la mujer. Esta certeza aceleró su imaginación. Se descubrió a si mismo pensando en qué estaría haciendo ahora ella. Quizás se estaría desnudando para meterse en la cama. No –descartó- seguro que primero ha deshecho la maleta y lo ha colocado todo ordenadamente en el armario. Contuvo la respiración para captar cualquier sonido que llegara desde la habitación contigua y delatara su actividad. Un roce de tela. Un zapato que cae al suelo. Pero no pudo oír más el rumor de los coches que atravesaban la calle en ambos sentidos. Cerró la ventana, se descalzó y se acercó sigilosamente a la puerta. Estuvo ahí un minuto quizás, aunque le pareció una eternidad. Pero no supo identificar ningún sonido.

Se le ocurrió probar si estaba cerrada con llave, aunque lo descartó al instante. ¿Cómo iba a hacer eso? Es decir, ¿cómo mover la manija de la puerta sin que la vecina se diera cuenta? Y si no estaba cerrada con llave ¿qué? ¿Abriría la puerta de par en par quizás? La sola idea ya lo excitó. Se vio a si mismo abriendo la puerta de golpe para encontrase a una mujer semidesnuda. Entonces ella gritaría y se intentaría cubrir primero con las manos, para agarrar después un extremo de la sábana y tirar fuertemente… No. La realidad sería muy distinta. Había visto tantas películas de Bogart que ya se imaginaba a si mismo con gabardina y el cigarrillo colgando de los labios. Lo más probable es que abriera la puerta y se quedara con cara de imbécil sin saber que decir ni hacer. Entonces volvería a cerrar la puerta y, como mucho, sería capaz de balbucear cualquier disculpa. O sencillamente la puerta estaría cerrada y ella, alertada por su tentativa, avisaría a la recepción, que mandaría a un vigilante de seguridad para invitarle a abandonar el hotel.

Fue entonces cuando vio que la puerta tenía una de esas viejas cerraduras con un orificio del tamaño de la uña del dedo meñique. Ese descubrimiento despertó al voyeur que siempre llevó dentro. Se imaginó a la mujer desnudándose frente a la puerta, completamente ajena al ojo que la observaba. Inmediatamente se reprendió a si mismo. Ya no por esa enferma violación de la intimidad de una mujer, sino también por su estúpido conformismo. Por una parte, su educación estrictamente católica había calado muy hondo en su ética y, si bien no la cumplía demasiado a rajatabla, sí que tenía frecuentes cargos de conciencia. Por otra parte, lamentaba no haber sido capaz de entablar una amable conversación con ella en el ascensor. Iba a pasarse tres días en ese hotel. Si ella no estaba de paso podría haber conseguido algo más que eso, que contentarse con verla a hurtadillas.

Apagó la luz de su habitación y vio que, a través del ojo de la cerradura, entraba la luz de la otra habitación. Sigue despierta, pensó. Se acercaba a la puerta cuando se apagó la luz en la otra habitación. Masculló una maldición y fue a encenderse otro cigarrillo. El primero que sacó de la cajetilla se le cayó. Le temblaban las manos. Apenas pudo acertar a encender el segundo. Dio un par de rápidas caladas y vio que volvía a entrar luz a través de la cerradura. Dio unas caladas más, aplastó el cigarrillo en el cenicero y se acercó de nuevo a la puerta. Dudaba. Sentía escalofríos y un estremecimiento le recorrió la espalda como si una pluma le hubiera rozado el espinazo. Se quedó parado junto a la pared. La luz en la otra habitación volvía a estar apagada. Se arrodilló y avanzó así hasta la puerta, procurando no hacer el más leve ruido. Procurando respirar lo menos posible. Ahora tenía el ojo de la cerradura a la altura de los suyos. Sólo faltaba ponerse frente a la puerta y mirar.

Se giró rápidamente, ajustó su ojo a la cerradura, miró y vio justo como, al otro lado, un hermoso ojo de color miel se separaba bruscamente de la puerta.

martes, 19 de septiembre de 2006

Ladrillos

La primera vez había sido un grave error. Ese imbécil realmente le había hecho creer que la quería. Pero todo se torció cuando se quedó embarazada y él se largó. Así que no había tenido otra opción que esa. Sin embargo, esta vez había sido un descuido. Imperdonable, eso sí, pero un descuido al fin y al cabo. No podía culpar a nadie más que a ella misma. Las circunstancias que la habían conducido a esto eran distintas, pero la solución al problema, tanto ayer como ahora, la tenía que afrontar ella sola. Estas cosas no cambian, reflexionó mientras descendía por la empinada escalera del sótano, apoyándose en la barandilla y entre espasmos de dolor por las ya cada vez más frecuentes contracciones.

Durante las últimas semanas lo había preparado todo. La cama seguía ahí desde la última vez. Disponía de toallas limpias, agua caliente, tijeras, gasas, etc. Así como de ladrillos macizos, cemento de secado rápido, arena y agua para la mezcla, una paleta y una plomada.

Quizás a algún vecino le pareció oír el sonido, amortiguado por las muchas paredes y puertas cerradas, del llanto de un bebé. Pero fue tan débil y tan breve que a los pocos segundos pensó que se habría confundido. Horas después lo había borrado por completo de su mente.

Era una mujer fuerte que siempre había tenido las cosas muy claras. Un tercer hijo me complicaría demasiado la vida –se convenció a sí misma mientras colocaba un ladrillo sobre otro, añadía otra capa de cemento y colocaba un nuevo ladrillo sobre el cada vez más alto tabique junto a la pared. Esa otra pared que, inspirada en un cuento de Edgar Alan Poe, había levantado dos años antes y del mismo modo que ahora, a escasos veinte centímetros de la pared principal. Lo justo para ocultar de las miradas entrometidas un pequeño cuerpo al que se le había aplicado un aborto post parto.


Y es que en algunas -muy pocas- ocasiones, la ficción supera a la realidad.

viernes, 8 de septiembre de 2006

Tumbando mitos

A lo largo y ancho de la historia, los poderosos se han valido de mil y un ingenios para mantenerse en el poder. Hay y ha habido desde chaqueteros hasta ajustes en la historia, como esas célebres fotografías soviéticas, en plena guerra fría, de las que iban desapareciendo los distintos personajes que, por un motivo u otro, caían en desgracia.

Algo que hoy en día nos tomamos con cierta sorna, e incluso sentimos vergüenza ajena por ello, es la facilidad con que los estadounidenses se sacan héroes de la manga. Pero no olvidemos que es un país joven y que no están haciendo nada que otros países no hayamos hecho antes.

Toda esta tradición viene ya de la Grecia y Roma clásicas. ¿Qué hicieron los dioses sino eso? Primero fueron chaqueteros, pues de llamarse Zeus, Deméter, Dionisios o Eros en la época de esplendor griego, pasaron a llamarse Júpiter, Ceres, Baco o Cupido para los romanos. Y todo por mantenerse en el poder. Y cómo no, también se inventaron mitos y leyendas para ocultar la triste, y en ocasiones vulgar, realidad. Al fin y al cabo, por muy dioses que fueran, se comportaban como unos viciosos y depravados, tan corruptos como cualquier cacique de tres al cuarto que ostente el poder absoluto.

Uno de estos mitos fue el de Proserpina (que en su época griega se llamó Perséfone), hija de Júpiter y de Ceres, que se inventó un secuestro a manos de Plutón. Pero en realidad no fue así.

Proserpina era una chica de virtud laxa y muy alocada, para tormento de sus padres que ya no sabían que hacer con ella, pues en esa época todavía no había internados en Suiza. Para colmo era amiga íntima de Venus, que como buena diosa del amor que era, se pasaba el día liando entuertos entre este y aquél, dejando a su paso un desolador rastro de promiscuidad. Y pasó lo que tenía que pasar. Un día apareció por ahí Plutón, que era un morenazo de pelo largo, musculoso y muy ardiente (no en vano era el dios de los infiernos). Una especie de latin lover, vaya. Y ella se rindió a sus encantos. Pero tanto se rindió que se pasaron eones fornicando, hasta que ella se quedó embarazada. Como un casamiento con Plutón no estaba bien visto por su padre, pero mucho menos por su madre Ceres, que era la diosa de la primavera, planearon escaparse. Hoy en día esto de simular un secuestro por amor es algo que ya tenemos muy oído, pero en realidad nos hallamos ante unos pioneros en la materia.

Del disgusto morrocotudo que se llevó su madre surgió el invierno, es decir que les debemos a Proserpina y Plutón el poder ir a esquiar. Sin embargo su padre Júpiter, que de tonto no tenía un pelo, se enteró de la intriga y en un arrebato de furia los convirtió en estatua de mármol.

Actualmente ambos están expuestos en la Galleria Borghese, para mayor escarnio público, y son popular y erróneamente atribuidos al genial escultor, pintor y arquitecto Bernini. Pero es obvio que tanta perfección y belleza no puede haber nacido de la mano de un mortal.

Detalle de 'El Rapto de Proserpina' de Bernini


martes, 5 de septiembre de 2006

Cronos

Una fría noche de enero, caminando de vuelta a casa, me tropecé con un viejo caído en el suelo. Yacía con los miembros doblegados de manera anómala, en una extraña postura a todas luces incómoda. Me acerqué y le dije algo, no recuerdo qué, pero no obtuve respuesta. Le tomé una mano que de tan gélida casi me quemó la mía. Más que frío, parecía que me estaba quitando a mí el calor. No le encontré el pulso. Sin embargo me fijé en que llevaba un hermoso reloj de oro, así que se lo quité de su muñeca, pensando que ya no lo iba a necesitar más. Vi que estaba detenido a las siete –de la tarde, pensé- y le di cuerda. Fue entonces cuando el viejo se levantó y, con lágrimas en los ojos y un torrente de palabras entrecortadas por la emoción me dio las gracias por mi gesto. Le di su reloj y se lo ajustó en su muñeca mientras musitaba algo acerca de su mala memoria, que cómo podía haberse olvidado de darle cuerda.

Es desde esa noche que no llevo nunca reloj.

viernes, 1 de septiembre de 2006

Deseo

!


– ¿Cuanto hace que no te pones la mini tejana?
– Mmmm…
– Tengo ganas de arrinconarte en cualquier portal, alguna noche volviendo a casa, y hacer desaparecer mis manos bajo tu falda, los dedos entre tu piel y tus bragas y dejarlos vagar por ahí hasta sentirlos mojados por tu deseo.
– Pffffff… Voy a buscarla.