Cronos
Una fría noche de enero, caminando de vuelta a casa, me tropecé con un viejo caído en el suelo. Yacía con los miembros doblegados de manera anómala, en una extraña postura a todas luces incómoda. Me acerqué y le dije algo, no recuerdo qué, pero no obtuve respuesta. Le tomé una mano que de tan gélida casi me quemó la mía. Más que frío, parecía que me estaba quitando a mí el calor. No le encontré el pulso. Sin embargo me fijé en que llevaba un hermoso reloj de oro, así que se lo quité de su muñeca, pensando que ya no lo iba a necesitar más. Vi que estaba detenido a las siete –de la tarde, pensé- y le di cuerda. Fue entonces cuando el viejo se levantó y, con lágrimas en los ojos y un torrente de palabras entrecortadas por la emoción me dio las gracias por mi gesto. Le di su reloj y se lo ajustó en su muñeca mientras musitaba algo acerca de su mala memoria, que cómo podía haberse olvidado de darle cuerda.
Es desde esa noche que no llevo nunca reloj.
Es desde esa noche que no llevo nunca reloj.
2 comentarios:
Yo nunca he tenido un reloj. Me dan pánico.
Oh, qué giro,
espeluznante.
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