martes, 5 de septiembre de 2006

Cronos

Una fría noche de enero, caminando de vuelta a casa, me tropecé con un viejo caído en el suelo. Yacía con los miembros doblegados de manera anómala, en una extraña postura a todas luces incómoda. Me acerqué y le dije algo, no recuerdo qué, pero no obtuve respuesta. Le tomé una mano que de tan gélida casi me quemó la mía. Más que frío, parecía que me estaba quitando a mí el calor. No le encontré el pulso. Sin embargo me fijé en que llevaba un hermoso reloj de oro, así que se lo quité de su muñeca, pensando que ya no lo iba a necesitar más. Vi que estaba detenido a las siete –de la tarde, pensé- y le di cuerda. Fue entonces cuando el viejo se levantó y, con lágrimas en los ojos y un torrente de palabras entrecortadas por la emoción me dio las gracias por mi gesto. Le di su reloj y se lo ajustó en su muñeca mientras musitaba algo acerca de su mala memoria, que cómo podía haberse olvidado de darle cuerda.

Es desde esa noche que no llevo nunca reloj.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo nunca he tenido un reloj. Me dan pánico.

Rain (Virginia M.T.) dijo...

Oh, qué giro,
espeluznante.