jueves, 29 de abril de 2010

Uniformes

Cruzo por un pasaje entre arrogantes edificios acristalados, imponentes santuarios consagrados al poder económico y financiero. Pasan escasos minutos de las tres de la tarde y a mi alrededor me cruzo con multitud de personas que, solas o en pequeños grupos de tres o cuatro, apuran las últimas caladas todavía con el sabor del café en la boca antes de regresar a sus estrechos cubículos, a su silla de ruedas entre interminables ristras de sillas como la suya, ante mesas idénticas a la suya alineadas formando largos pasillos que de alguna forma recuerdan a esas viejas fotografías en blanco y negro de fábricas aplicadas al trabajo en cadena cuando los eslabones de esa cadena eran obreros enfundados en un mono grasiento, solo que ahora son jóvenes recién licenciados, el pelo corto y bien afeitados, enfundados en sus trajes y, engañados con la posibilidad de promocionar y hacer carrera, obligados a pasar por el aro de las grandes consultoras que se han ganado a pulso el apelativo de cárnicas. No hay posibilidad de distracción en esas nuevas factorías, todo está bajo control, las ventanas no se pueden abrir a la calle, el aire acondicionado recorre todas las plantas repartiendo equitativamente los microbios y el hedor del ambientador; sobre sus cabezas, largas hileras de fluorescentes emiten una luz sin alma, dando a los espacios un aspecto plano y sin volúmenes. Las horas pasan monótonas, una tras otra, alargando la jornada hasta el anochecer con vagas promesas de un futuro mejor. Siento cierta lástima al pasar junto a ellos, uniformados en sus trajes grises, negros o azules, los zapatos impecablemente negros, todavía llenos de ilusión y orgullo por trabajar en una gran compañía. Hubo un tiempo en el cual un traje distinguía, destacaba a su portador de la masa. Hoy es justo lo contrario, hoy uniformiza. Es el nuevo mono de trabajo de unos operarios que en muchos casos pueden exhibir mejor formación que quien les manda. Tan solo se permite cierta alegría sin extravagancia en la corbata, apenas un atisbo de libertad ante tanta monotonía opaca. No deja de ser irónico que esa libertad se aplique a una soga anudada al cuello, una soga que ellos mismos se anudan con mimo al cuello antes de salir de su casa, seguramente la casa de sus padres o si acaso un piso compartido con otros tres operarios de una gran consultora.

1927 factory workers
Operarios de una fábrica en 1927

miércoles, 28 de abril de 2010

María

María

sábado, 24 de abril de 2010

La cosecha

collita Sant Jordi


De izquierda a derecha y de arriba a abajo:
  • "Te compraré unas babuchas morunas" de Pepa Cantarero
  • "Dublinesca" de Enrique Vila-Matas
  • "El que hem menjat" de Josep Pla
  • "Soy un gato" de Natsume Soseki
  • "La divine comédie" de Dante ilustrada por Botticelli
  • "Tauromaquia" de Néstor Luján con fotografías de Francesc Català-Roca
  • "Fanny" de Carles Soldevila
  • "El arte clásico" de Heinrich Wölfflin
  • "Billar a las nueve y media" de Heinrich Böll
  • "Humaredas" de Juan José Lahuerta
  • "Exposició Universal de Barcelona MCMXXIX"
  • "Bearn o la sala de les nines" de Llorenç Villalonga
  • "Solitud" de Víctor Català
  • "Aquella entremaliada Barcelona" de Sempronio

viernes, 23 de abril de 2010

Sant Jordi

Todavía no he salido de casa, pero la jornada de Sant Jordi ya ha comenzado. Sobre la mesa reposan cinco nuevas adquisiciones: "Humaredas", una recopilación de artículos del profesor Lahuerta. Si sabe tanto de arquitectura como de buenos restaurantes donde comer, sin duda que será un buen libro. "El arte clásico" de Heinrich Wölfflin, uno de esos textos de lectura obligada si uno quiere saber algo de este tema. "Tauromaquia" de Néstor Luján con fotografías de Francesc Català-Roca, editado en los años sesenta y rescatado de una librería de viejo antes de que también prohiban su venta y acabe en la pira. También de esta librería ha caído el catálogo de la "Exposición Universal de Barcelona" de 1929, editado ese mismo año.
Y por último una preciosa edición francesa de "La divina comedia" de Dante, profusamente ilustrada por Botticelli. Este par de autores prometen. Habrá que estar atento a futuras colaboraciones entre ellos.

jueves, 22 de abril de 2010

Literatura epistolar

No es nuevo, pero ayer -o quizás fuera anteayer- volví a pensar en ello al leer que se había publicado la correspondencia entre Cortázar y el poeta Félix Grande. Son apenas treinta misivas que abarcan los últimos quince años de vida del argentino, haciendo especial hincapié en el dramatismo de las últimas, las que escribió durante el doloroso trance de la enfermedad y muerte de Carol Dunlop hasta el desolador periodo posterior y su propio fallecimiento en el ochenta y cuatro.

Pese a que no me cuento entre los habituales lectores de este tipo de género literario, no obvio su innegable interés por mostrarnos al autor al margen –o como contrapunto- de su obra, ya sea literaria, científica o filosófica, dándonos una nueva perspectiva que quizás nos ayuda a comprender su legado. Pienso ahora en las cartas de Gil de Biedma recientemente publicadas –con el felizmente hallado título de “El argumento de la obra”-, en la “Carta al padre” de Kafka, el “De profundis” de Oscar Wilde o en la correspondencia cruzada entre Hannah Arendt y Heidegger, Adorno y Walter Benjamin o las fogosas cartas que Emilia Pardo Bazán cruzó con Benito Pérez Galdós.

Pensé en ello porque este es un género literario que ya de facto ha desaparecido. Porque, ¿qué se publicará en el futuro? ¿Los mails, los sms y los twitters de escritores actuales y venideros? Qué cosa más triste.


'Muchacha de azul leyendo una carta' de Johannes Vermeer
("Muchacha de azul leyendo una carta" de Johannes Vermeer)

miércoles, 21 de abril de 2010

Vinyl kills mp3

vinyl kills mp3

La niebla

Por segunda vez en varios meses, al salir hoy del trabajo todavía lucía un sol espléndido que he aprovechado para callejear, uno de los placeres que tengo más abandonados. Aunque deber obliga, primero he pasado por la librería a encargar un par de libros para este Sant Jordi. En estos paseos míos suelo ir estableciendo metas a medida que avanzo, sin un rumbo demasiado predeterminado, aunque al final mis pasos siempre me dejen frente al portal de casa. Hoy no ha sido distinto, pues ni siquiera tenía claro si iba a tomar un autobús a mitad del camino, sobre todo después de pasar por la bodega y salir de ahí con una botella de vino. Nada especial, un joven Penedès con apenas medio año de barrica. Las ganas de llegar a casa, descorchar la botella, poner un disco sobre el plato y escribir o leer algo eran muy tentadoras, pero al final mis pasos me han apartado de la ruta del autobús y me he encontrado en la calle Virgen de Montserrat, un privilegiado balcón desde el barrio del Guinardó hacia la ciudad y el mar. Ha sido entonces cuando lo he visto. Una espesa niebla -bruma parduzca o nube baja y alargada- rodeaba toda la ciudad, bajando por el cauce del Besós hacia el mar, donde se acomodaba y empezaba a emborronar el frente marítimo de Barcelona, diluyéndolo en una mancha sucia como un borrón acuoso en una acuarela. La torre Agbar empezaba a desaparecer, mientras que las dos torres de la villa olímpica no pasaban de ser dos pinceladas grises ligeramente más oscuras en esa papilla espesa.

Tras echar un par de fotos desde ahí, he pensado que desde la parte alta del parque del Guinardó se vería una mejor panorámica. Pero no, desde allí, junto al estanque flanqueado por dos eucaliptos centenarios, las copas de los árboles y algunos edificios que trepan por la montaña orillando el parque me ocultaban la ciudad. Tenía que subir más, dejar atrás la parte ordenada y ajardinada y adentrarme por los caminos de la zona boscosa, que trepan hasta la cima. Quizás haya sido el lugar lleno de encanto, con el estanque que se vacía en cascada hacia el parque formando un arroyuelo, con el fresco olor de los eucaliptos y el dulzón de los pinos cortados tras la nevada que yacen por doquier, el aire tibio cargado de humedad que se condensaba en vapor con mi respiración; la cuestión es que he seguido subiendo. Y ahí que iba yo, andando entre pinos trasegando una botella de vino tinto en una bolsa de plástico, entre vecinos que había salido a pasear al perro y otros sudorosos corriendo vestidos del decathlon. Y así, buscando el mejor rincón en un giro del camino, oteando entre los pinos, he llegado hasta las viejas baterías antiaéreas que hay en la cima.

Barcelona bajo la niebla

La niebla ya se había comido la torre Agbar y amenazaba los altivos pináculos de la Sagrada Familia. La parte alta de la montaña de Montjuïc flotaba sobre un espeso puré y de fondo se escuchaban los insistentes tañidos de la iglesia de la Mare de Déu de Montserrat, confiriendo al paisaje un aspecto todavía más inquietante. ¿Tiene algo que ver esto con cierto volcán de una remota isla encaramada en la dorsal del Atlántico, o es de producción puramente autóctona? Os puedo asegurar que descender desde esa atalaya para que me engullera la papilla que se cernía sobre Barcelona me ha producido cierto desasosiego.

Barcelona bajo la niebla (panorámica)
(Clic para ampliar)

martes, 20 de abril de 2010

Veinte de abril del noventa

Veinte años ya, ¿eh chata? Seguro que las patas de gallo ya te han hecho estragos y has echado tanto culo como yo barriga.

Egoístas

Es harto frecuente que en las entrevistas a escritores o artistas de lo más variopintos se les haga la consabida pregunta -de la que se espera a tópica respuesta- con alguna variante: Cómo ser feliz o cómo triunfar en la vida, que viene a ser lo mismo. Con más o menos ingenio -parece mentira que lo suyo sea la creatividad- suelen responder que el secreto está en hacer lo que a uno más le guste. Lo que no explican los jodidos egoístas es cómo ir pagando las facturas mientras tanto.

viernes, 16 de abril de 2010

He pecado

Perdóname, Oh Señor, porque he pecado. Creo que de lujuria, pero no lo tengo muy claro. Digo que será de lujuria porque, para mí, esto de escuchar buena música en un equipo de alta fidelidad es un placer casi sexual. Valga en mi defensa que no ha sido un arrebato irracional sino algo largamente meditado. Tanto que la meditación ya casi había fermentado. Han pasado diez años desde que fui a pedir el primer presupuesto, y desde entonces que tenía este capricho: cambiarme el equipo de música por uno -para mi bolsillo- de gama alta. Finalmente el pecado se consumó ayer por la tarde, pese a que no fue premeditado. En realidad yo sólo iba a mirar y comparar precios, pero una vez allí... Y aprovechando que ya estaba metido en materia... Y como me metieron en la sala de audición... Y teniendo en cuenta que me estaban haciendo un precio más que apañado... Pues acabé por pecar gastándome una cantidad indecente de dinero en un amplificador Denon, un giradiscos Thorens y unos altavoces Bowers & Wilkins, con un sintonizador también Denon de propina. El compac disc no lo he cambiado, que llevo más de veinte años con él y no me ha fallado nunca. Se merece un respeto.

El estreno ha ido a cargo del vinilo “In Concert” de los Derek & the Dominos, seguido del “Kind of Blue” de Miles Davis en cedé. Para las pruebas de conexión de audio con el ordenador me he decantado por el “Requiem” de Mozart con Claudio Abbado dirigiendo la Berliner Philharmoniker.

No os podéis ni siquiera imaginar lo bien que suena esto. Me resbala una lagrimilla de la emoción.

jueves, 8 de abril de 2010

Continuidad del relato

Llegó a su casa, un apartamento de techos altos y distribución caprichosa en la cuarta planta de una antigua finca del centro, y recorrió a grandes zancadas el zaguán y el largo pasillo en forma de ele hasta el salón. Ahí dejó caer el abrigo y el maletín sobre el sofá y retrocedió unos pasos hacia la cocina para sacar del congelador un tuper, del cual y con no pocos esfuerzos logró extraer un cubo de caldo helado. Lo colocó en una cacerola grande sobre los fogones y mientras observaba con impaciencia la consistencia inmutable de su cena se sirvió una copa de vino. Tras unos sorbos y viendo que había para rato, pensó que quizás tuviera tiempo de escribir un rato. Esa tarde, mientras regresaba a casa en el autobús, estuvo dándole vueltas a un relato atascado que la absorbente rutina había sepultado bajo varias capas de problemas y urgencias. Calculó que tenía por lo menos hora y media hasta que llegara su mujer del hospital, tiempo suficiente para sacar del atolladero a esos personajes abandonados y meterlos en otro.

Al encender el equipo de música, el último cedé que había estado escuchado empezó a sonar de nuevo. Estaba bien: la familiar y melancólica cadencia de Bill Evans no iba a distraer su atención del relato. Fue a descorrer las cortinas; le gustaba dejar vagar su mirada hacia el infinito en esas pausas en las que buscaba las palabras que se le escondían entre los pliegues de su memoria. También abrió de par en par las puertas del balcón para que la corriente de aire se llevara el humo de los muchos cigarrillos que iban a consumirse como orugas grises en el cenicero, aunque el revuelo de papeles le hizo reconsiderar su idea y volvió a cerrarlas. Se sentó a ordenar y releer las últimas páginas, a retomar a los personajes, su forma de comportarse, de hablar y de moverse. Poco a poco el relato empezó a rodearlo y él a entrar en el relato. Ya no estaba frente a la mesa del salón; ni siquiera estaba en su casa. Volvía a estar en la calle, en una tarde cualquiera con todos los comercios abiertos y el sol dibujando sombras bajo el toldo de la frutería y en las terrazas de los bares. Ahí estaba Andrés, el comercial de productos de limpieza industriales que gastaba todas sus comisiones en las tragaperras. O Carmela, que fumaba un cigarrillo sin filtro ante su estanco mientras charlaba con Fermín, el viejo quiosquero viudo que acumulaba en su casa todas las colecciones que se habían publicado desde que murió su esposa, hacia veinte años. También estaba Marta, la pediatra y consejera de la mitad de madres primerizas del barrio, que justo saludaba a Carmela y entraba en el estanco a comprar tabaco para ella y su marido, el asesor fiscal. Ahí retomó el relato, obviando todo cuanto había escrito después. Le gustaba esa sensación de poder, de hacer y deshacer a su antojo de demiurgo las vidas ajenas, los personajes que él había creado y que por tanto podía hacer desaparecer simplemente arrancando unas páginas o arrebatarles algo con solo tacharlo sobre el papel. Tan pronto salió del estanco, hizo andar a Marta hacia su casa. Los cuatro pisos en el ascensor los aprovechó para alisarse la falda ante el espejo del fondo y dejar caer un mechón de pelo ante sus ojos con estudiada coquetería. Cuando giró la llave en la cerradura todavía no sabía que pocos segundos después se convertiría en una joven viuda. Ni siquiera lo sabía en ese momento el demiurgo del que iba manando el relato a raudales. Cerró la puerta tras de sí, avisó de que ya estaba en casa y fue hacia el dormitorio a desvestirse. Por eso abandonó él el relato y se incorporó para ir a darle un beso. Tampoco sabían Marta ni el demiurgo que una corriente de aire había apagado el fuego bajo la cacerola con caldo helado. Por eso se encendió él otro cigarrillo justo cuando pasaba frente a la cocina.

miércoles, 7 de abril de 2010

Excursionista ante un mar de luz

Excursionista ante un mar de luz