La niebla
Por segunda vez en varios meses, al salir hoy del trabajo todavía lucía un sol espléndido que he aprovechado para callejear, uno de los placeres que tengo más abandonados. Aunque deber obliga, primero he pasado por la librería a encargar un par de libros para este Sant Jordi. En estos paseos míos suelo ir estableciendo metas a medida que avanzo, sin un rumbo demasiado predeterminado, aunque al final mis pasos siempre me dejen frente al portal de casa. Hoy no ha sido distinto, pues ni siquiera tenía claro si iba a tomar un autobús a mitad del camino, sobre todo después de pasar por la bodega y salir de ahí con una botella de vino. Nada especial, un joven Penedès con apenas medio año de barrica. Las ganas de llegar a casa, descorchar la botella, poner un disco sobre el plato y escribir o leer algo eran muy tentadoras, pero al final mis pasos me han apartado de la ruta del autobús y me he encontrado en la calle Virgen de Montserrat, un privilegiado balcón desde el barrio del Guinardó hacia la ciudad y el mar. Ha sido entonces cuando lo he visto. Una espesa niebla -bruma parduzca o nube baja y alargada- rodeaba toda la ciudad, bajando por el cauce del Besós hacia el mar, donde se acomodaba y empezaba a emborronar el frente marítimo de Barcelona, diluyéndolo en una mancha sucia como un borrón acuoso en una acuarela. La torre Agbar empezaba a desaparecer, mientras que las dos torres de la villa olímpica no pasaban de ser dos pinceladas grises ligeramente más oscuras en esa papilla espesa.
Tras echar un par de fotos desde ahí, he pensado que desde la parte alta del parque del Guinardó se vería una mejor panorámica. Pero no, desde allí, junto al estanque flanqueado por dos eucaliptos centenarios, las copas de los árboles y algunos edificios que trepan por la montaña orillando el parque me ocultaban la ciudad. Tenía que subir más, dejar atrás la parte ordenada y ajardinada y adentrarme por los caminos de la zona boscosa, que trepan hasta la cima. Quizás haya sido el lugar lleno de encanto, con el estanque que se vacía en cascada hacia el parque formando un arroyuelo, con el fresco olor de los eucaliptos y el dulzón de los pinos cortados tras la nevada que yacen por doquier, el aire tibio cargado de humedad que se condensaba en vapor con mi respiración; la cuestión es que he seguido subiendo. Y ahí que iba yo, andando entre pinos trasegando una botella de vino tinto en una bolsa de plástico, entre vecinos que había salido a pasear al perro y otros sudorosos corriendo vestidos del decathlon. Y así, buscando el mejor rincón en un giro del camino, oteando entre los pinos, he llegado hasta las viejas baterías antiaéreas que hay en la cima.
La niebla ya se había comido la torre Agbar y amenazaba los altivos pináculos de la Sagrada Familia. La parte alta de la montaña de Montjuïc flotaba sobre un espeso puré y de fondo se escuchaban los insistentes tañidos de la iglesia de la Mare de Déu de Montserrat, confiriendo al paisaje un aspecto todavía más inquietante. ¿Tiene algo que ver esto con cierto volcán de una remota isla encaramada en la dorsal del Atlántico, o es de producción puramente autóctona? Os puedo asegurar que descender desde esa atalaya para que me engullera la papilla que se cernía sobre Barcelona me ha producido cierto desasosiego.
Tras echar un par de fotos desde ahí, he pensado que desde la parte alta del parque del Guinardó se vería una mejor panorámica. Pero no, desde allí, junto al estanque flanqueado por dos eucaliptos centenarios, las copas de los árboles y algunos edificios que trepan por la montaña orillando el parque me ocultaban la ciudad. Tenía que subir más, dejar atrás la parte ordenada y ajardinada y adentrarme por los caminos de la zona boscosa, que trepan hasta la cima. Quizás haya sido el lugar lleno de encanto, con el estanque que se vacía en cascada hacia el parque formando un arroyuelo, con el fresco olor de los eucaliptos y el dulzón de los pinos cortados tras la nevada que yacen por doquier, el aire tibio cargado de humedad que se condensaba en vapor con mi respiración; la cuestión es que he seguido subiendo. Y ahí que iba yo, andando entre pinos trasegando una botella de vino tinto en una bolsa de plástico, entre vecinos que había salido a pasear al perro y otros sudorosos corriendo vestidos del decathlon. Y así, buscando el mejor rincón en un giro del camino, oteando entre los pinos, he llegado hasta las viejas baterías antiaéreas que hay en la cima.
La niebla ya se había comido la torre Agbar y amenazaba los altivos pináculos de la Sagrada Familia. La parte alta de la montaña de Montjuïc flotaba sobre un espeso puré y de fondo se escuchaban los insistentes tañidos de la iglesia de la Mare de Déu de Montserrat, confiriendo al paisaje un aspecto todavía más inquietante. ¿Tiene algo que ver esto con cierto volcán de una remota isla encaramada en la dorsal del Atlántico, o es de producción puramente autóctona? Os puedo asegurar que descender desde esa atalaya para que me engullera la papilla que se cernía sobre Barcelona me ha producido cierto desasosiego.
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