Continuidad del relato
Llegó a su casa, un apartamento de techos altos y distribución caprichosa en la cuarta planta de una antigua finca del centro, y recorrió a grandes zancadas el zaguán y el largo pasillo en forma de ele hasta el salón. Ahí dejó caer el abrigo y el maletín sobre el sofá y retrocedió unos pasos hacia la cocina para sacar del congelador un tuper, del cual y con no pocos esfuerzos logró extraer un cubo de caldo helado. Lo colocó en una cacerola grande sobre los fogones y mientras observaba con impaciencia la consistencia inmutable de su cena se sirvió una copa de vino. Tras unos sorbos y viendo que había para rato, pensó que quizás tuviera tiempo de escribir un rato. Esa tarde, mientras regresaba a casa en el autobús, estuvo dándole vueltas a un relato atascado que la absorbente rutina había sepultado bajo varias capas de problemas y urgencias. Calculó que tenía por lo menos hora y media hasta que llegara su mujer del hospital, tiempo suficiente para sacar del atolladero a esos personajes abandonados y meterlos en otro.
Al encender el equipo de música, el último cedé que había estado escuchado empezó a sonar de nuevo. Estaba bien: la familiar y melancólica cadencia de Bill Evans no iba a distraer su atención del relato. Fue a descorrer las cortinas; le gustaba dejar vagar su mirada hacia el infinito en esas pausas en las que buscaba las palabras que se le escondían entre los pliegues de su memoria. También abrió de par en par las puertas del balcón para que la corriente de aire se llevara el humo de los muchos cigarrillos que iban a consumirse como orugas grises en el cenicero, aunque el revuelo de papeles le hizo reconsiderar su idea y volvió a cerrarlas. Se sentó a ordenar y releer las últimas páginas, a retomar a los personajes, su forma de comportarse, de hablar y de moverse. Poco a poco el relato empezó a rodearlo y él a entrar en el relato. Ya no estaba frente a la mesa del salón; ni siquiera estaba en su casa. Volvía a estar en la calle, en una tarde cualquiera con todos los comercios abiertos y el sol dibujando sombras bajo el toldo de la frutería y en las terrazas de los bares. Ahí estaba Andrés, el comercial de productos de limpieza industriales que gastaba todas sus comisiones en las tragaperras. O Carmela, que fumaba un cigarrillo sin filtro ante su estanco mientras charlaba con Fermín, el viejo quiosquero viudo que acumulaba en su casa todas las colecciones que se habían publicado desde que murió su esposa, hacia veinte años. También estaba Marta, la pediatra y consejera de la mitad de madres primerizas del barrio, que justo saludaba a Carmela y entraba en el estanco a comprar tabaco para ella y su marido, el asesor fiscal. Ahí retomó el relato, obviando todo cuanto había escrito después. Le gustaba esa sensación de poder, de hacer y deshacer a su antojo de demiurgo las vidas ajenas, los personajes que él había creado y que por tanto podía hacer desaparecer simplemente arrancando unas páginas o arrebatarles algo con solo tacharlo sobre el papel. Tan pronto salió del estanco, hizo andar a Marta hacia su casa. Los cuatro pisos en el ascensor los aprovechó para alisarse la falda ante el espejo del fondo y dejar caer un mechón de pelo ante sus ojos con estudiada coquetería. Cuando giró la llave en la cerradura todavía no sabía que pocos segundos después se convertiría en una joven viuda. Ni siquiera lo sabía en ese momento el demiurgo del que iba manando el relato a raudales. Cerró la puerta tras de sí, avisó de que ya estaba en casa y fue hacia el dormitorio a desvestirse. Por eso abandonó él el relato y se incorporó para ir a darle un beso. Tampoco sabían Marta ni el demiurgo que una corriente de aire había apagado el fuego bajo la cacerola con caldo helado. Por eso se encendió él otro cigarrillo justo cuando pasaba frente a la cocina.
Al encender el equipo de música, el último cedé que había estado escuchado empezó a sonar de nuevo. Estaba bien: la familiar y melancólica cadencia de Bill Evans no iba a distraer su atención del relato. Fue a descorrer las cortinas; le gustaba dejar vagar su mirada hacia el infinito en esas pausas en las que buscaba las palabras que se le escondían entre los pliegues de su memoria. También abrió de par en par las puertas del balcón para que la corriente de aire se llevara el humo de los muchos cigarrillos que iban a consumirse como orugas grises en el cenicero, aunque el revuelo de papeles le hizo reconsiderar su idea y volvió a cerrarlas. Se sentó a ordenar y releer las últimas páginas, a retomar a los personajes, su forma de comportarse, de hablar y de moverse. Poco a poco el relato empezó a rodearlo y él a entrar en el relato. Ya no estaba frente a la mesa del salón; ni siquiera estaba en su casa. Volvía a estar en la calle, en una tarde cualquiera con todos los comercios abiertos y el sol dibujando sombras bajo el toldo de la frutería y en las terrazas de los bares. Ahí estaba Andrés, el comercial de productos de limpieza industriales que gastaba todas sus comisiones en las tragaperras. O Carmela, que fumaba un cigarrillo sin filtro ante su estanco mientras charlaba con Fermín, el viejo quiosquero viudo que acumulaba en su casa todas las colecciones que se habían publicado desde que murió su esposa, hacia veinte años. También estaba Marta, la pediatra y consejera de la mitad de madres primerizas del barrio, que justo saludaba a Carmela y entraba en el estanco a comprar tabaco para ella y su marido, el asesor fiscal. Ahí retomó el relato, obviando todo cuanto había escrito después. Le gustaba esa sensación de poder, de hacer y deshacer a su antojo de demiurgo las vidas ajenas, los personajes que él había creado y que por tanto podía hacer desaparecer simplemente arrancando unas páginas o arrebatarles algo con solo tacharlo sobre el papel. Tan pronto salió del estanco, hizo andar a Marta hacia su casa. Los cuatro pisos en el ascensor los aprovechó para alisarse la falda ante el espejo del fondo y dejar caer un mechón de pelo ante sus ojos con estudiada coquetería. Cuando giró la llave en la cerradura todavía no sabía que pocos segundos después se convertiría en una joven viuda. Ni siquiera lo sabía en ese momento el demiurgo del que iba manando el relato a raudales. Cerró la puerta tras de sí, avisó de que ya estaba en casa y fue hacia el dormitorio a desvestirse. Por eso abandonó él el relato y se incorporó para ir a darle un beso. Tampoco sabían Marta ni el demiurgo que una corriente de aire había apagado el fuego bajo la cacerola con caldo helado. Por eso se encendió él otro cigarrillo justo cuando pasaba frente a la cocina.
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