sábado, 31 de marzo de 2007

La portada

Un 31 de marzo de hace ahora 40 años, cuatro iconos de la música pop -y de la cultura pop en general- se juntaron en un estudio con Peter Blake, un prestigioso artista del Londres de los 60. De esa genial fusión salió la portada más emblemática, parodiada e imitada de toda la historia de la música. El encargado de inmortalizar el resultado con una cámara fue Michael Cooper, un fotógrafo que había trabajado también para los Stones.

En efecto, me estoy refiriendo a Sgt Pepper's Lonely Hearts Club Band de los Beatles. Y por si fuera poco, el vinilo que parieron fue -y es- una obra maestra.

Tradición oral

En África, cuando muere un anciano, se quema una biblioteca.

Amadou Hampâté Bâ fue poeta, escritor y el mayor recopilador de historias de la tradición oral africana.

lunes, 26 de marzo de 2007

Una noche cayeron las estrellas

El valle era una profunda herida que el agua había hollado en la montaña tras millones de años de crecidas y heladas. Una estrecha franja de prados junto al río, entre altivos espolones de piedra caliza coronados por majestuosos picos, cubiertos de nieve incluso ahora en verano. Tendidos sobre una fuerte pendiente, el verde oscuro casi negro de los pinos formaba una franja divisoria de bosque entre el verde brillante de los prados y la piedra desnuda salpicada de grises y teja. En lo más caluroso del día, el aire se saturaba del aroma perfumado de la resina, llegando hasta lo más profundo del valle, junto a las piedras del río donde se sentaba hasta que se le secara el bañador. Acostumbrado como estaba a las brumas de la costa, el azul intenso y cristalino del cielo le parecía una inmensa cúpula de porcelana.

Estaba impaciente por que anocheciera, pero ¡uf! recién había terminado de desayunar y se había precipitado corriendo al río. Si se bañaba así, muy rápido después de desayunar, no tenía que hacer la digestión. Eso le había dicho su padre. Y él se lo creía, porque su padre lo sabía todo. Sabía, por ejemplo, lanzar piedras y que rebotaran en el lago. También sabía encender la barbacoa y atar cuerdas a los árboles para lanzarse al río como Tarzán. Él gritaba como Tarzán cuando se lanzaba al agua, pero su padre lo hacía mejor. Y le había prometido que después de cenar y antes de acostarse, saldrían del pueblo hacia el bosque para ver las estrellas. Sí, irían al bosque de noche. Pero no tenía miedo porque los dos llevarían una linterna. Él también tenía una linterna. Se la habían regalado para su cumpleaños. Ya no le cabían todos los años en una mano. Además su padre sabía ir por los bosques de día y de noche.

Siempre dormían la siesta después de comer, pero ese día fue incapaz. Su padre le había dicho que aquí, en la montaña, hay más estrellas que en la ciudad. Tantas que no se pueden contar, pero él sabía contar hasta mil. Y cuando se sabe contar hasta mil lo demás es fácil, porque después de eso todo es volver a empezar. Primero dos mil, después tres mil y así hasta llegar otra vez a mil. Sabía contar hasta mil mil veces. Pero su padre decía que hay más estrellas que mil mil veces.

Se puso a contar pero al llegar a cien ya se había cansado. No se pueden contar –pensó- porque uno se cansa antes. O porque antes de terminar ya se ha hecho de día otra vez. Un día estuvo contando en voz alta. Cuando llegó a mil continuó como le habían enseñado en la escuela mil uno, mil dos, mil tres pero su padre le dijo niño cállate que vas a volvernos locos. Por eso no se pueden contar las estrellas, porque te vuelves loco.

Cansado de estar en la cama sin poder dormir, salió de su habitación, cruzó el pasillo con sigilo hasta la puerta y la abrió con cuidado. Salió al calor de la tarde y la cerró tras de sí, también sin hacer ruido. Bajó corriendo la calle hasta el lago para tirar piedras. Su padre le había enseñado cómo lanzarlas para que rebotaran por el agua, pero él las lanzaba y se hundían con un blup. En verano hace calor porque los días son más largos. Hace sol más rato y lo calienta todo. El sol es una estrella, pero se ve de día. Es la única estrella que se ve de día. El resto de estrellas son más pequeñas y se ven de noche. Dice su padre que no son más pequeñas, que se ven así porque están más lejos. Su padre también tira las piedras más lejos, por eso rebotan sin hacer blup.

El sol reverbera en la superficie del lago haciéndole achinar los ojos para ver la trayectoria de sus piedras. En la orilla opuesta está el cañizar adonde iban a coger ranas. Resbalan como una pastilla de jabón, pero no tanto como las truchas. Además, las ranas no se comen. Esta noche cenarán truchas. Su padre y él irán a pescarlas, pero su madre dice que por si acaso ella hará una tortilla(1). ¡Eh, ha rebotado! Hay que coger las piedras más planas y lisas para que reboten sobre el agua. Pero a su padre le rebotan cinco, seis y hasta diez veces. Es muy difícil contarlo, aunque él sabe contar hasta mil mil veces. Pero al final rebotan muy deprisa y es muy difícil contarlo. Nunca se sabe si ha rebotado ocho, nueve o diez veces. Hay que imaginárselo un poco.

Las noches son frías y húmedas incluso en verano. Vestidos con anorak, guantes, gorro de lana y calzados con botas de montaña, dos desiguales figuras avanzan sobre la espesa alfombra de pinaza y musgo del bosque. Las ramitas crujen bajo sus pies y la noche está poblada de sonidos desconocidos para él. Algunos sí los conoce. Ese uh, uh es un búho o una lechuza, pero hay otros sonidos de fondo. Dos haces de luz perforan la noche ante ellos. A los lados la oscuridad es total, densa, casi se puede palpar. Busca la mano de su padre, aunque no tiene miedo. El corazón late desbocado. Es una situación excepcional para él. Acostumbrado como está a acostarse recién cenado, salir al bosque por la noche, con su padre, es algo novedoso e intenso. Hay que andar por el bosque, ascendiendo entre raíces y piedras, durante media hora más o menos. Al final se terminan los árboles y se abre un gran prado alejado de las luces del pueblo. Dice su padre que desde allí se ven todas las estrellas. También dice que esta noche no saldrá la luna. Cuando la luna crece tiene forma de D, y cuando disminuye de C, al revés que las palabras. El sol no crece ni disminuye, sólo sale y se esconde.

En el tramo final la pendiente se acentúa. Hay que trepar entre rocas y raíces retorcidas que se hunden entre las grietas, quebrando la piedra. Él pasa primero y su padre le empuja desde abajo hasta que consigue trepar la última roca. Todavía agachado, se gira para ayudarle, pero el padre ya ha trepado junto a él. Se incorpora y mira hacia el prado que se extiende a sus pies, apaga la linterna y se hace el silencio. Sólo se oye la respiración acompasada y los latidos de su corazón. Y empieza a ver las lucecitas. Pequeñas lucecitas de color verde claro que parpadean en el suelo. Primero unas pocas, más tarde cientos y hasta mil mil veces. Miles y miles de lucecitas parpadeando alegremente. Pero no están en el cielo. ¿Las estrellas se han caído? Mira a su padre sorprendido, con gesto interrogante. Y su padre sonríe y le dice son luciérnagas. Por eso, porque su padre lo sabe todo, ahora él sabe que las estrellas, cuando caen al suelo, se llaman luciérnagas. Y no se pueden contar de tantas que hay. Ahora también él sonríe.



(1) Juego de palabras intraducible. En catalán, tortilla y trucha se dicen igual: truita.
Mi madre nos hacía esta broma siempre que mi padre y yo íbamos a pescar. Y menos mal, porque de lo contrario la mayoría de veces nos habríamos quedado sin cenar.

viernes, 23 de marzo de 2007

he visto cosas que vosotros no creeríais

Yo... he visto cosas que vosotros no creeríais.
Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser.

Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.

Es hora de morir.


jueves, 22 de marzo de 2007

Juicio escaso

Hoy he perdido la mitad de mi escaso juicio en el dentista. Extraña paradoja esta en que las más juiciosas de todas deben ser sacrificadas en beneficio de la comunidad. Pero es que no son maneras. Pretendían imponer su juicio, y para ello no tuvieron ningún reparo en desplazar a empellones a las que estaban ahí tan plácidamente años ha.

Justo en estos días en que la recién estrenada primavera nos ha traído vientos gélidos, el médico me ha aconsejado no tomar bebidas calientes. Así que he llenado de agua un cazo y lo he puesto al fuego. Cuando ha empezado a hervir he descolgado una bolsita de té hasta sumergirla en el agua y he esperado unos minutos. Entre tres y cinco indica la etiqueta. Después he llenado hasta el borde una taza y la he cogido con ambas manos, acercando la nariz al borde humeante. Y así estoy desde hace un buen rato, agarrando, casi abrazando la taza para entrar en calor. Tenía las manos heladas.

Ahora, mientras escucho a Derek and the Dominos tocando un blues, me ha apetecido tomar una copa de calvados. Por desgracia el médico también me lo ha prohibido.

martes, 20 de marzo de 2007

Sobre la propaganda

No suelo escribir sobre política aquí en el blog, pero me voy a permitir una excepción.

En el actual panorama político patrio –desolador si me lo permiten- tenemos por una parte a la derecha, arengando a las masas en una estrategia de confrontación que apela a los instintos más bajos del ser humano. Esto es la bandera, la patria, la religión, el territorio, etc. mientras que por otra parte los socialistas observan con perplejidad, con una desalentadora incapacidad para responder y resolver.

El último espectáculo propagandístico de la derecha ha sido la –en palabras de don Gregorio- manifestación preventiva por la supuesta anexión de Navarra al País Vasco y posterior creación de una gran Euskalerría. Y todo ello, claro está, auspiciado por la banda terrorista ETA en connivencia con los socialistas.

No vayan a creer que esta estrategia es nueva, en absoluto.


En 1941, en una Alemania en guerra con todo el mundo, apareció este cartel propagandístico con un curioso mapa de Europa en el que los países aliados se habían repartido el territorio alemán. El título “Deutschland muss sterben” (Alemania debe morir) está escrito con una tipografía que recuerda a la escritura hebrea, con todo lo que eso implica. Los culpables de este reparto, los enemigos de la patria, eran los americanos, los ingleses, los rusos y los judíos encarnados en Roosevelt, Churchill, Stalin y Nathan Kaufman respectivamente. ¿Que quién es este tal Kaufman? Ahí entra la estrategia según la cual, si tienes una buena conclusión, debes inventarte las premisas que te lleven a ella para conseguir un silogismo redondo.

Theodore N. Kaufman era un joven propietario de una pequeña agencia de venta de entradas para teatro, en Nueva Jersey. En marzo de 1941 escribió y se autoeditó un librito de cien páginas titulado “Germany Must Perish!”. En él abogaba, entre otras cosas, por la esterilización del pueblo alemán y el desmembramiento de Alemania, repartiendo los territorios entre los estados vecinos. Este libro no tuvo ninguna repercusión en EEUU, pero en julio de ese mismo año los nazis lo descubrieron. Ahí empezó a fraguarse todo. El aparato de propaganda nazi elevó a Kaufman a la categoría de mano derecha de Roosvelt, miembro de su Consejo y a cuyo dictado el propio presidente escribía sus discursos. Goebbels –quién si no- ordenó la publicación de 5 millones de panfletos para repartirlos por todo el país, arengando de esta forma al pueblo alemán a defender la integridad de la patria.

Quizás esté exagerando mis temores, pero he visto demasiadas coincidencias con lo que ocurre en este país.

domingo, 18 de marzo de 2007

A fondo

Hubo un tiempo en el que aparecer por televisión era, más que un fin en si mismo, un medio para exponer algo. A través de la pantalla, nos llegaban a casa rostros de personajes porque eran famosos y respetados por su trabajo y no al revés, como ocurre ahora.

Guardo en mi memoria imágenes fugaces en blanco y negro, vagos recuerdos de señores desconocidos hablando de cosas incomprensibles para mí, pero –niño cállate o vete a jugar- muy interesantes para mis padres. Recuerdos de sintonías asociadas a permisos paternos, a horarios –hora de irse a la cama- y a uno –mirada de reojo- o dos –sentencia- rombos.

En ese tiempo en que la mañana y la tarde quedaban unidas por una carta de ajuste y la noche sólo ofrecía nieve, la pequeña pantalla se abrió de par en par a la cultura en un espacio de entrevistas. Conducido de manera magistral por Joaquín Soler Serrano –a menudo más protagonista que el entrevistado, pues no siempre los grandes de la cultura son grandes en su elocuencia-, por el austero plató de A fondo, ajeno a los artificios, los gritos y la mala educación que hoy nos ofrecen, pasaron primeras espadas de la literatura como Borges, Rulfo, Cortázar, Pla, Cela, Alberti o Vázquez Montalbán; músicos de la talla de Joaquín Rodrigo, Narciso Yepes o Andrés Segovia, científicos como Severo Ochoa e inclasificables como Dalí.

Este espacio estuvo abierto desde 1976 hasta 1981. Desde entonces no ha habido ningún digno heredero capaz de tomar el testigo. Siendo generoso, Mercedes Milá o Hermida se acercaron. O simplemente no ha interesado que el gran público piense o reflexione.

Por fortuna se conservan esas grabaciones y cualquiera que lo desee puede hacerse con ellas. Han sido editadas y puestas a la venta en DVD, lo que significa que también están en la red. Os dejo unos fragmentos de la entrevista a Cortázar, del año 1977.

Sobre sus recuerdos de la infancia en Barcelona.

Sobre la soledad.

Sobre lo real y lo fantástico.

Sobre las ideas.

sábado, 17 de marzo de 2007

Lecturas

Hace poco leí el Retrato de artista adolescente de James Joyce, y ya desde las primeras páginas tuve esa grata sensación que produce un libro cuando sabes que te gustará. No es sólo por su admirable –envidiable- forma de escribir, ese estilo suyo que mezcla el relato del narrador con los pensamientos del protagonista, o la sucesión de anécdotas tal como la explicaría el protagonista a un amigo. No es sólo eso.

Cuando leo una novela que me gusta, o sobretodo cuando leo una que me marca, no se trata ya de recordar la trama o lo que en ella sucede. Sobretodo creo un vínculo especial con los personajes. En muchos casos siento una identificación, una empatía con ellos; o admiración. A partir de ese momento siempre que sucede algo, que hago algo que guarda cierta similitud con ese personaje, lo recuerdo. O pienso, él o ella habría hecho esto o aquello. Se convierten en amigos y si algo me sabe mal cuando termino de leerlo, es haber perdido un amigo. Por lo menos a mí me sucede algo parecido a eso. Es una especie de abatimiento. Suele pasarme que, tras leer un libro que me cause una sensación intensa, tardo un tiempo en empezar la lectura de otro. Es parecido a una ruptura, un trance de inactividad reflexiva que no deseo que nada ni nadie interrumpa hasta que siento que ha llegado el momento de seguir.

Me gustó mucho –y me costó mucho, quizás por eso- leer Ulisses de Joyce –sí, fui yo ¿qué pasa? Lo siento como una de esas cumbres, ya no de la literatura, sino personales. El poder afirmar y afirmarme que he leído Ulisses. La intensidad psicológica de los personajes de esa novela es insuperable. Toda la novela transcurre en un solo día en la vida de Stephen Dedalus y Leopold y Molly Bloom. Qué hacen, adonde van… Qué dicen entre ellos, pero como lo diríamos entre amigos, en el sentido en que yo puedo hablar de un amigo sin mencionar su nombre. O él referirse a mí por mi nombre de pila, por mi apellido según sea el caso, por mi mote o por algún apelativo cariñoso. En la novela sobre nuestra vida leeremos palabras y códigos que sólo unos pocos comprenderán, mientras que otros necesitarán una explicación. Palabras que sabremos quien las dijo porque son características de una sola persona. A eso me refiero. Pero sobretodo, y ahí radica la genialidad de Joyce, qué piensan tal y como lo piensan. Retazos inconexos que uno mismo deberá hilvanar. Es un relato sin masticar, sin la explicación narrativa del ser que suele situarse por encima de los personajes para dar las conexiones hechas. No sé si me explico…

Cuando terminé la novela me pasé una buena temporada sin la capacidad para leer nada más. La huella que dejaron en mí los personajes fue brutal, y perderlos me dejó totalmente abatido. Quizás también exhausto por la frecuencia con que consultaba el diccionario…

Y volviendo a las primeras páginas del Retrato de artista adolescente, empecé leyendo la historia de un niño que se llama Stephen. Se suceden personajes a velocidad de vértigo, mencionándolos sin describirlos, pues eso ya lo dará el relato. Todo desde la perspectiva de un niño, al estilo del Señor Sömmer de Süskind. Hasta que el niño se presenta a un alumno mayor que él, muy bruto, con el nombre de Stephen Dedalus. Fue entonces cuando supe –si bien antes sospechaba sin siquiera pensarlo- que me gustaría. Había reencontrado al protagonista de Ulisses, pero esta vez lo iba a conocer cuando era adolescente.

Me encantan estas cosas.

Póster de la película Blow Up (1966)He recordado esto leyendo Las armas secretas de Cortázar. Hace unos quince años vi Blow Up de Antonioni casi por casualidad. De inmediato se convirtió en una de mis películas favoritas y más revisitadas. Años después supe que esa película estaba basada en un relato de Cortázar, aunque no me preocupé demasiado por averiguar qué relato. De hecho, este dato había quedado enterrado bajo unos cuantos repliegues de mi cerebro. Hasta hace unos días, cuando empiezo a leer Las babas del diablo, relato incluido en Las armas secretas, y voy percibiendo cierta familiaridad, algo de déjà vu, pero siendo consciente que no, que nunca he leído este relato. Pero sí, me doy cuenta que es el relato en el que se basó Antonioni. No es la misma historia, no tiene nada que ver la una con la otra. No son los mismos personajes, ni el mismo lugar, pero es un reflejo fugaz del original pasando ante el cristal de un escaparate. Una huella en la arena que las olas han desdibujado.

A mí estas tonterías me emocionan.

Y como colofón, el siguiente relato –El perseguidor- es un homenaje al gran, inconmensurable Charly Parker, Bird para los amigos.

Ahí el bueno de Cortázar me ha desarmado. Con él os dejo, en compañía de Bird.

miércoles, 7 de marzo de 2007

Jealous Guy

A los ojos de este Otelo, soy un Casio escondiendo el pañuelo de su Desdémona. Y a este Otelo no le hace falta ningún Yago.




Porque es lo mismo no saber pedir perdón que pedirlo demasiadas veces.

jueves, 1 de marzo de 2007

Desolación

Creo que fue un sueño lo que me llevó allí. O quizás estuve allí, no lo sé. Voy paseando por el barrio gótico, justo por la calle que forma un arco tras el ábside de la catedral. Es un paseo habitual, por eso sigo sin saber si fue un sueño. Es un limpio atardecer de invierno. Todo el día ha estado nublado, pero justo al salir de casa el espeso manto ha ido apartándose como si alguien tirara de él desde un extremo. Y como si la ciudad se descubriera dejando la manta a sus pies, un viento helado ha empezado a soplar desde el norte. Sólo han quedado unos jirones de algodón flotando en tonos violeta y rosa pálido. Durante apenas una hora un sol que se apagaba ha pintado desde abajo luz y color en ese manto de nubes.

Dejaba atrás la catedral cuando he oído una música distante pero nítida. Sonaba una triste melodía arrancada con maestría de lo que parecía ser un chelo. He recordado una lectura, creo que una entrevista a Rostropovich, donde decía que el chelo es el instrumento que más se acerca en su sonido a la voz humana. Y esa música que llegaba a mis oídos era un lamento desolador, una tristeza que encogía el corazón.

Un hilo invisible ha empezado a tirar de mí, a guiarme hacia el origen de esa música. Me he sentido atraído por ella, por saber quién era capaz de envolverme de tanta melancolía y a la par hacerme tan feliz, sólo con una melodía. Antes de meterme por ese estrecho callejón en penumbra ya sabía hacia dónde me dirigía. Los faroles todavía estaban apagados y una estrecha franja dorada por el sol coronaba la parte alta de los viejos edificios de piedra. He entrado en la plazoleta y junto a la fuente he visto a un grupo de personas formando un irregular corro. Justo en medio hay un chelo, pero nadie lo toca. Sólo se escucha el débil borboteo del agua. Todos me están mirando y mirando al chelo. Me están esperando porque soy yo quien debe tocarlo. Me acerco con paso indeciso hacia el grupo, que va abriéndose para dejarme el camino libre hacia el centro del corro. Los miro, más por ganar tiempo que por no saber qué esperan de mí. Finalmente cojo el chelo, pero no sé cómo hacerlo. No es que no sepa tocarlo, es que ni siquiera sé cómo debo cogerlo. Pero el chelo sabe y se adapta a mí, me guía. Cojo el arco para acercarlo a las cuerdas y empiezo a tocar. Primero suena extraño, nervioso y poco fluido, pero poco a poco empieza a sonar bien, mágica y maravillosamente bien.

La gente a mi alrededor se ha quedado ensimismada, ausente. Mientras toco, giro mi cabeza hacia el callejón por el que he venido y ahí, enmarcada en el arco de entrada a la plaza, ya con la luz de los faroles detrás, hay una chica vestida con una gabardina de la que sólo veo el perfil a contraluz. Está ahí quieta, escuchando. Ha llegado, igual que yo, atraída por la música. Pero se ha quedado bajo el arco de piedra.

Poco a poco, se ha ido acercando sin hacer ruido, temerosa de romper alguna nota que todavía vibrara en la quietud de la plaza. Mientras va avanzando, la luz de los faroles me permite verle la cara y veo que está llorando. Nada espasmódico, sino un bello y sereno rostro y lágrimas que le cruzan las mejillas y se pierden en sus labios.

Dejo de tocar –el chelo ha dejado de sonar- porque la pieza ha terminado y la chica se acerca a mí, me da un beso húmedo de lágrimas en la mejilla y se va deprisa por el otro callejón, justo a mi espalda.

Abandono el chelo en el suelo para seguirla, pero la gente que me rodea no me deja salir del corro que todavía forman a mi alrededor. Me empujan, me agarran y tiran de mí y cuando por fin, a empellones, logro romper el círculo ya ha desaparecido entre los callejones. Ya ha anochecido.

Y no sé si vuelve a sonar la música del chelo o soy yo que me siento desolado.

Sant Felip Neri, Barcelona