lunes, 22 de febrero de 2010

Barcelona-Madrid-Barcelona

Empiezan a servir la cena y en el coche número dos del tren Madrid-Barcelona, clase preferente, se instala un espeso olor a comida que me traslada a los pasillos asépticos y poco iluminados de un hospital por el que, a esa misma hora, avanza despacio un carrito de acero pulido empujado por un hombre de bata verde pálido. Más allá incluso, a las colas de niños todos con la misma bata a rayas y la misma bandeja de plástico, esperando el turno frente a las enormes cacerolas humeantes del comedor del colegio. A ese mismo olor a verduras hervidas, a sudor rancio y pasta reblandecida en un caldo blanquecino, a recortes de bistec correoso entreverado de nervios, demasiado pasado y demasiado frío para comerlo.
– ¿Va a cenar el señor?
– No gracias, no tengo apetito.

lunes, 15 de febrero de 2010

One hit wonder

Lo que tocaban no era rock, ni glam-rock, ni rock progresivo, ni tampoco punk. Y a finales de los setenta, eso se pagaba caro. De haber nacido a mediados de los ochenta, a su pop seguramente le habría ido mejor. Pero pese a tener toda una época en su contra, lograron colocar un temazo en lo alto de las listas del 79 que no ha dejado de sonar durante estas últimas tres décadas, sobre todo después del revival de mediados de los noventa cuando apareció en la película "Reality Bites". Tanto ha sonado que se ha comido al grupo, les ha pasado por encima, convirtiéndoles en uno de los más notables y desconocidos "one hit wonder". Llegué a leer una referencia en la cual atribuían "My Sharona" a los Kinks. Pero no, ellos eran The Knack y su creador, cantante, guitarrista y alma del grupo, Doug Fieger, ha muerto hoy a los cincuenta y siete años. Gracias por todo.


(sugerencia de consumo)
My Sharona de The Knack

viernes, 12 de febrero de 2010

(re)descubriendo música

Lo bueno de tener más discos de los que uno pueda escuchar en un año es que un viernes, cuando llegas ya de noche a casa cansado de toda la semana, te pones frente al estante pensando “cual pongo” mientras vas leyendo los lomos y de repente ves ese que hace años que no escuchas y que tanto te gustaba. Lo coges, le limpias el polvo con cuidado, lo pones sobre el plato, cruje la aguja en el surco en los primeros giros y empieza a sonar. Y entonces es como volver a descubrir esa música maravillosa, esa música que te hace sentir tan bien que se te instala la sonrisa de tonto durante los veintipocos minutos que dura el viaje hacia el centro del vinilo.


(sugerencia de consumo)
Going to my hometown (Live in Europe) de Rory Gallagher

Sea amable. Sirva vino.

Be considerate, serve wine

Life magazine. 12 de febrero de 1940.

jueves, 11 de febrero de 2010

El estanco

El estanco que abrieron hará ya un año debajo de casa ha cambiado de dueños. Si ya me sorprendió en su día ver cómo crecía un estanco donde hubo una pastelería (yo que toda la vida había pensado que estaban ahí desde siempre, como las fuentes en las esquinas o las obras del AVE), todavía mayor ha sido mi sorpresa al descubrir que, además, los estancos pueden cambiar de propietario, pues también erróneamente tenía por algo seguro que pasaban de generación en generación con el resto de genes, igual que el tamaño de la nariz o la estupidez.

Ahora lo lleva una pareja de auténticos y genuinos rockers, de esos con pantalón vaquero ajustado, botas con espuelas, cinturón grueso tachonado de estrellas, camiseta Jack Daniel's sin mangas, tatuajes moteros y patillas. Eso en cuanto a él, que ella no lleva patillas pero sí vestidos y peinados estilo años cincuenta, pero los años cincuenta de allí, que los de aquí daban bastante lástima.

¡Y la música! La música que escuchas en el estanco cuando entras a, por ejemplo, comprar un paquete de camel, es lo más fascinante de todo. El nuevo estanquero es la única persona que conozco (porque a mí, las cosas como son, no me conozco demasiado bien) que escucha a plena luz del día y sin esconderse de ello al inimitable Screamin' Jay Hawkins.


(sugerencia de consumo)
I Put A Spell On You de Screamin' Jay Hawkins

miércoles, 3 de febrero de 2010

Miedos

Dijo alguien en una ocasión que sólo tenía miedo a sus propios miedos. Algo así me sucede a mí ahora mismo. No es miedo a la oscuridad, ni agorafobia, ni claustrofobia ni nada de eso, no. Lo mío es mucho más trivial, pero no por ello menos aterrador. Estoy sufriendo una pavorosa ikeafobia. Porque esta tarde ella a ido a IKEA... ¡Con su madre!

La última vez que estuve en IKEA pasó lo de siempre. Llegamos y ella cogió una bolsa de esas amarillas grandotas que tienen en la entrada, y yo pensé “¿Para qué querrá la bolsa, si sólo hemos venido a comprar unas cortinas?”. ¡Ah insensato! Una vez entras estás perdido. Y lo sabes. ¿Por qué te crees que no tienen venta on line en su web? Y comenzamos el recorrido y yo le señalé uno de los atajos -que otra cosa no, pero los atajos del IKEA me los conozco todos-, pero ella me dijo “no, sigamos por ahí, que quiero ver...”. Y así me quedé, con la sonrisa helada y señalando con el dedo hacia la izquierda mientras ella tomaba el camino de la derecha. El largo y peligroso camino de la derecha. No fue hasta ese momento que tuve plena conciencia de la catástrofe que se avecinaba, pero ya era demasiado tarde. En la sección de salones -todos ahí bien puestos, ordenaditos con sus cortinas a juego con la tapicería del sillón y las librerías llenas de libros en sueco- ella vio algo, se lanzó hacia allí y se puso a dar saltitos. “¡Mira qué HÄLLSFNARSS más bonito, mira, mira! Nos quedaría precioso junto al BJOLDRÖMS que tenemos en el salón. ¿Lo cogemos, vale? ¿Sí, sí, sí?”. Porque lo hacen así, te preguntan para que después, cuando ya no quepan más cosas en el maletero del coche, no les puedas reprochar nada, que al final “fuiste tú quien decidió cogerlo”. Y ella sigue dando saltitos y te mira con cara de porfa, porfa, y tú dices que sí distraídamente, porque todavía te estás preguntando quién cojones habrá metido un BJOLDRÖMS en tu salón y si debe estar vacunado.

El recorrido es largo y sinuoso, y tú infructuosamente pero pese a todo con tesón, sigues señalando los atajos mientras que indefectiblemente ella toma el camino largo y peligroso. Hace rato ya que te ha dado a ti la bolsa, “toma, que pesa mucho”, y te ves rodeado de parejas como vosotros, y los ves a ellos resignados y cariacontecidos cargando sus bolsas, mientras que ellas revolotean alrededor, se paran para dar saltitos “¿sí, sí, sí?”, y van metiendo cosas en las bolsas o apuntando referencias en la hoja de productos. Te ves a ti mismo en esos rostros y te acuerdas de Steve McQueen en “Papillón” cuando entra en el pabellón de castigo y alguien que asoma la cabeza desde dentro de una celda le pregunta “¿Qué aspecto tengo?” y él responde que muy bueno cuando en realidad tiene cara de ir a morirse mañana, que es justo lo mismo que preguntará él mismo años más tarde a un recién llegado, obteniendo la misma triste respuesta.

Total, que la última vez que estuvimos en IKEA fue para comprar unas cortinas, y llegamos a casa con unas baldas para la cocina, una mesa de comedor, una cajonera, una alfombra que enrollada era como un misil tomahawk ¡y hasta un lavabo!, además de una docena de pequeños objetos imprescindibles que ya he olvidado. Parece poca cosa, pero después súbelo cuatro pisos escaleras arriba y móntalo, guapo. Y por si fuera poca la guasa, al final no compramos la cortina.

martes, 2 de febrero de 2010

In corpore insepulto

Soy un urbanita sedentario orillando la cuarentena, orgulloso y tenaz fumador y, según mi ficha médica, con alcoholismo moderado. Y pese a ello, por alguna inexplicable razón que yo arguyo a los genes para quitarme méritos, en alguna que otra excursión dominguera a la montaña, todavía dejo sin resuello y me toca esperar a los incautos acompañantes que he arrastrado con argucias a ese medio hostil. Sin embargo, hoy he sido consciente de que mi condición física funciona como un motor diesel.

He llegado a casa a las ocho y diez, y en el buzón tenía un aviso de entrega, en cuyo reverso se leía “a partir de mañana” recoger en la oficina de correos tal. Como no siempre es así, es decir, que a menudo el mismo día ya se puede recoger, he subido para llamar por teléfono y asegurarme. “Deberás darte prisa”, me ha advertido la señora que me atendía, “en diez minutos cerramos”. ¡Y vaya si cierran! Es proverbial la puntualidad del servicio público de correos, sobre todo en cuanto a la hora de cierre se refiere. “En cinco estoy” he respondido yo más chulo que un ocho. La oficina está a ochocientos metros de mi casa, más o menos. Así que he bajado de dos en dos los escalones de los cuatro pisos hasta la calle, cruzándola en diagonal mientras sorteaba los coches que esperaban la luz verde, y he empezado a correr como si fuera un profesional experimentado de la media distancia, sin desfogarme en los primeros cien metros, manteniendo un ritmo y una cadencia regular y tolerable, controlando la respiración, la zancada, el balanceo de los brazos... No ha servido de nada. A mitad de camino he vomitado los pulmones y poco después el hígado. Poco antes de llegar, ya sin resuello y con las venas del cuello a punto de estallar, me han saltado los ojos de sus cuencas, impidiendo que viera la puerta cerrada de la oficina, la cual, solícita, ha detenido mi carrera tal como se esperaba de ella. Por fortuna había que empujar para abrirla, así que he caído de bruces en el interior. Ya de vuelta a casa, jinglándome las piernas, he ido recogiendo las piezas que había perdido en mi carrera, aunque los ojos me los he puesto del revés y ahora no distingo la izquierda de la derecha.