El maravilloso mundo de las tiendas de materiales de construcción
Si no sabes comer, te vas a un macdónals. Si no tienes ni idea de música o de literatura, vas al corteinglés. Si no te importa qué vino bebes, lo compras en el mercadona. Y si en tu vida has comprado un azulejo, te vas al leroymerlín. Así que eso fue lo que hicimos.
La primera vez que escuché este nombre, leroy merlín, se me apareció el negro de Fama bailando con sus calentadores rosas y un sombrero de cucurucho con estrellitas. A día de hoy todavía tengo esa desagradable visión. Es un sitio que siempre me ha resultado imposible tomarme en serio por culpa de su nombre y de mi infancia ochentera. Pero pese a todo fuimos.
Es un lugar fascinante. Nada más entrar pensé que en más de una ocasión habrán tenido que evacuar de allí con respiración asistida a algún manitas aficionado a las chapuzas con espasmos orgásmicos. Esos pasillos repletos de machihembrados, los expositores de llaves de paso para agua y gas, esas griferías de todo tipo, toda esa variedad de cementos, yesos y colas, perfiles metálicos, de madera o pvc. En fin, algo parecido a lo que me sucedió a mí años atrás cuando puse mis pies por primera vez en el difunto Virgin Megastore, o lo que me ocurre hoy en día cuando voy a la Vinatería o al Vila Viniteca.
Bien. Tras perdernos varias veces y sufrir algunas colas conseguimos comprar lo que queríamos: unos azulejos, un plato de ducha, una mampara y una grifería para la ducha. Y ahí empezaron los problemas. Por lo visto, en este chapuzas megastore, en cuanto les pides que te lo lleven a casa dividen los materiales entre ligeros y pesados según su criterio. A saber: un plato de ducha de cuarenta kilos que apenas puedo mover es ligero, mientras que una caja de azulejos (una caja que he podido cargar por las escaleras las cuatro plantas hasta mi casa) es pesada. Y eso significa que mi compra debían traérmela en dos transportes distintos, obligándome a pagar dos portes. Como no tenía demasiadas ganas de discutir y muchas de largarme (llevábamos ahí casi tres horas) acepté pulpo como animal de compañía, pagué sin rechistar y le pedí a la cajera que me hiciera la factura a un nombre distinto del que figuraba en el pedido. Y ahí la chica se bloqueó, puso los ojos en blanco, empezó a tener espasmos y a soltar espuma por la boca y no volvió a su condición normal, es decir, a su condición de chica con limitaciones pero mona para poner de cara al público, hasta que vino la responsable y le dio un capón para resetearla. Luego pensé que quizás mi petición había sido una soberana excentricidad, ya que tardaron media hora larga en preparar esas facturas que al final no me entregaron. “Como te lo vamos a llevar a casa -me dijo la chica responsable- te entregaremos la factura con el material”.
Como era de suponer, la primera entrega de material -la del material ligero-, vino con la factura mal. ¿Para qué hacer bien las cosas, si hacerlas mal es más sencillo? Llamar y reclamar fue todavía más incomprensible: “Tendrás que venir con la factura para que te hagamos una nueva”. A ver señorita, yo he pagado unos portes para no tener que volver, y ahora su incompetencia convierte los portes que he pagado por duplicado en algo todavía más absurdo. ¿No puedo mandarlo por correo? Habida cuenta de la excelente organización de la cual gozan, aproveché la llamada para que comprobaran que la siguiente entrega (la de los materiales pesados) viniera acompañada de una factura con los datos correctos. Y como es de suponer también, los datos de esa factura eran incorrectos, así que la chica los corrigió.
El sábado pasado -veintisiete de noviembre- llamé para conocer el estado del pedido. Nos habían asegurado cuando lo encargamos que se nos entregaría esa semana, aunque después vi que en el pedido habían apuntado el día treinta, es decir, el martes de esta semana. Yo, que suelo fiarme de la gente, había citado a los paletas para el lunes veintinueve, así que la cosa empezaba a urgir. “Todavía no ha llegado” me dijeron. "Se espera para el lunes o el martes". Ese mismo sábado por la noche consulté el estado de mi pedido en internet, y según la web estaba ya disponible.
Llamé el lunes a las diez: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. Llamé a las diez y cinco: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. A las diez y diez: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. A las diez y cuarto: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. A las diez y veinte. A las diez y media. A menos cuarto. A las once: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. Finalmente, a las once y diez una máquina descolgó el teléfono y tras comprobar que yo no lo era me pasó con un humano que volvió a repetir que el pedido no había llegado, a lo que yo repliqué que según su web estaba disponible por lo menos desde el sábado. “Un momento que lo compruebo”. Y digo yo, ¿no lo podía haber comprobado antes de decirme que no? Al final resultó que sí había llegado el material, y cuando ya empezaba a relajarme me soltó a bocajarro: “Este mismo viernes se lo entregamos”. Creo que lo dejé unos segundos sordo del grito que pegué. Le conté mis penas y agonías, lo que se nos había dicho en la tienda, que tenía a los paletas en casa y que precisamente debían terminar el viernes. Llegué a sugerir que yo mismo iba a buscarlo –aunque todavía no sé cómo habría cargado con catorce cajas de azulejos en la bici-, hasta que finalmente apareció como por arte de magia –de ahí lo de Merlín- un hueco en un camión para el miércoles por la mañana. Calculé que entre que quitaban las baldosas viejas y cambiaban las tuberías, hasta el miércoles no necesitarían las nuevas. Y así quedamos.
El martes por la noche me llamaron al teléfono desde un número desconocido. “Hola buenas noches –me saludó una chica-, le llamo desde el leroymerlín para confirmarle que su pedido número tal y tal se le entregará el próximo viernes”. Sentí una descarga helada recorriéndome la espalda y me flaquearon las piernas. Me pasó por la cabeza que podía tratarse de alguna broma perpetrada por algún amigo cabrón, pero en seguida descarté tener amigos tan cabrones como para eso. Así y todo pregunté: ¿Es una broma? No, no era una broma. Y me lo creí porque la chica lo dijo con un tono muy serio. Tanto que me hizo estallar volcando sobre ella toda mi frustración y mi cabreo y mi desesperación por la desagradable certeza de llevar días hablando con una pared, o con una panda de ineptos, o con una empresa que parecía obstinada en tomarme el pelo. Pero sobre todo me cabreó que me llamaran en el momento del día –el paseo de media hora larga desde la oficina hasta mi casa- que dedico a relajarme para llegar con la cabeza despejada. Con la poca paciencia que me quedaba volví a explicar toda la historia, pero al concluir ya no me quedaba ni una pizca, lo que me hizo apostillar un “si no lo entregáis mañana, ya puedes ir cancelando el pedido”. La respuesta de la chica fue el habitual “un momento que lo compruebo”, lo cual confirma que en esta empresa hacen y dicen las cosas sin comprobarlas primero. Me tuvieron en espera diez minutos hasta que se cortó. Media hora más tarde me confirmaron que sí, que tenía yo razón y la entrega era al día siguiente, el miércoles.
Llegó el camión el miércoles a primera hora según lo previsto, nos hizo entrega del material y, por supuesto, de la factura mal hecha, lo cual confirma también que el caos de organización en el leroymerlín habita en todos los departamentos.
La primera vez que escuché este nombre, leroy merlín, se me apareció el negro de Fama bailando con sus calentadores rosas y un sombrero de cucurucho con estrellitas. A día de hoy todavía tengo esa desagradable visión. Es un sitio que siempre me ha resultado imposible tomarme en serio por culpa de su nombre y de mi infancia ochentera. Pero pese a todo fuimos.
Es un lugar fascinante. Nada más entrar pensé que en más de una ocasión habrán tenido que evacuar de allí con respiración asistida a algún manitas aficionado a las chapuzas con espasmos orgásmicos. Esos pasillos repletos de machihembrados, los expositores de llaves de paso para agua y gas, esas griferías de todo tipo, toda esa variedad de cementos, yesos y colas, perfiles metálicos, de madera o pvc. En fin, algo parecido a lo que me sucedió a mí años atrás cuando puse mis pies por primera vez en el difunto Virgin Megastore, o lo que me ocurre hoy en día cuando voy a la Vinatería o al Vila Viniteca.
Bien. Tras perdernos varias veces y sufrir algunas colas conseguimos comprar lo que queríamos: unos azulejos, un plato de ducha, una mampara y una grifería para la ducha. Y ahí empezaron los problemas. Por lo visto, en este chapuzas megastore, en cuanto les pides que te lo lleven a casa dividen los materiales entre ligeros y pesados según su criterio. A saber: un plato de ducha de cuarenta kilos que apenas puedo mover es ligero, mientras que una caja de azulejos (una caja que he podido cargar por las escaleras las cuatro plantas hasta mi casa) es pesada. Y eso significa que mi compra debían traérmela en dos transportes distintos, obligándome a pagar dos portes. Como no tenía demasiadas ganas de discutir y muchas de largarme (llevábamos ahí casi tres horas) acepté pulpo como animal de compañía, pagué sin rechistar y le pedí a la cajera que me hiciera la factura a un nombre distinto del que figuraba en el pedido. Y ahí la chica se bloqueó, puso los ojos en blanco, empezó a tener espasmos y a soltar espuma por la boca y no volvió a su condición normal, es decir, a su condición de chica con limitaciones pero mona para poner de cara al público, hasta que vino la responsable y le dio un capón para resetearla. Luego pensé que quizás mi petición había sido una soberana excentricidad, ya que tardaron media hora larga en preparar esas facturas que al final no me entregaron. “Como te lo vamos a llevar a casa -me dijo la chica responsable- te entregaremos la factura con el material”.
Como era de suponer, la primera entrega de material -la del material ligero-, vino con la factura mal. ¿Para qué hacer bien las cosas, si hacerlas mal es más sencillo? Llamar y reclamar fue todavía más incomprensible: “Tendrás que venir con la factura para que te hagamos una nueva”. A ver señorita, yo he pagado unos portes para no tener que volver, y ahora su incompetencia convierte los portes que he pagado por duplicado en algo todavía más absurdo. ¿No puedo mandarlo por correo? Habida cuenta de la excelente organización de la cual gozan, aproveché la llamada para que comprobaran que la siguiente entrega (la de los materiales pesados) viniera acompañada de una factura con los datos correctos. Y como es de suponer también, los datos de esa factura eran incorrectos, así que la chica los corrigió.
El sábado pasado -veintisiete de noviembre- llamé para conocer el estado del pedido. Nos habían asegurado cuando lo encargamos que se nos entregaría esa semana, aunque después vi que en el pedido habían apuntado el día treinta, es decir, el martes de esta semana. Yo, que suelo fiarme de la gente, había citado a los paletas para el lunes veintinueve, así que la cosa empezaba a urgir. “Todavía no ha llegado” me dijeron. "Se espera para el lunes o el martes". Ese mismo sábado por la noche consulté el estado de mi pedido en internet, y según la web estaba ya disponible.
Llamé el lunes a las diez: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. Llamé a las diez y cinco: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. A las diez y diez: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. A las diez y cuarto: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. A las diez y veinte. A las diez y media. A menos cuarto. A las once: “Nuestro horario de atención al público es de diez a veintidós horas. Adiós”. Finalmente, a las once y diez una máquina descolgó el teléfono y tras comprobar que yo no lo era me pasó con un humano que volvió a repetir que el pedido no había llegado, a lo que yo repliqué que según su web estaba disponible por lo menos desde el sábado. “Un momento que lo compruebo”. Y digo yo, ¿no lo podía haber comprobado antes de decirme que no? Al final resultó que sí había llegado el material, y cuando ya empezaba a relajarme me soltó a bocajarro: “Este mismo viernes se lo entregamos”. Creo que lo dejé unos segundos sordo del grito que pegué. Le conté mis penas y agonías, lo que se nos había dicho en la tienda, que tenía a los paletas en casa y que precisamente debían terminar el viernes. Llegué a sugerir que yo mismo iba a buscarlo –aunque todavía no sé cómo habría cargado con catorce cajas de azulejos en la bici-, hasta que finalmente apareció como por arte de magia –de ahí lo de Merlín- un hueco en un camión para el miércoles por la mañana. Calculé que entre que quitaban las baldosas viejas y cambiaban las tuberías, hasta el miércoles no necesitarían las nuevas. Y así quedamos.
El martes por la noche me llamaron al teléfono desde un número desconocido. “Hola buenas noches –me saludó una chica-, le llamo desde el leroymerlín para confirmarle que su pedido número tal y tal se le entregará el próximo viernes”. Sentí una descarga helada recorriéndome la espalda y me flaquearon las piernas. Me pasó por la cabeza que podía tratarse de alguna broma perpetrada por algún amigo cabrón, pero en seguida descarté tener amigos tan cabrones como para eso. Así y todo pregunté: ¿Es una broma? No, no era una broma. Y me lo creí porque la chica lo dijo con un tono muy serio. Tanto que me hizo estallar volcando sobre ella toda mi frustración y mi cabreo y mi desesperación por la desagradable certeza de llevar días hablando con una pared, o con una panda de ineptos, o con una empresa que parecía obstinada en tomarme el pelo. Pero sobre todo me cabreó que me llamaran en el momento del día –el paseo de media hora larga desde la oficina hasta mi casa- que dedico a relajarme para llegar con la cabeza despejada. Con la poca paciencia que me quedaba volví a explicar toda la historia, pero al concluir ya no me quedaba ni una pizca, lo que me hizo apostillar un “si no lo entregáis mañana, ya puedes ir cancelando el pedido”. La respuesta de la chica fue el habitual “un momento que lo compruebo”, lo cual confirma que en esta empresa hacen y dicen las cosas sin comprobarlas primero. Me tuvieron en espera diez minutos hasta que se cortó. Media hora más tarde me confirmaron que sí, que tenía yo razón y la entrega era al día siguiente, el miércoles.
Llegó el camión el miércoles a primera hora según lo previsto, nos hizo entrega del material y, por supuesto, de la factura mal hecha, lo cual confirma también que el caos de organización en el leroymerlín habita en todos los departamentos.
1 comentario:
Viva el Lerua Meglin!!! Suerte que es una empresa francesa y que supuestamente no estan habibuados a Benito y Compañia.
Animos y paciencia que hacen falta para estas cosas
Publicar un comentario