La ciudad nunca duerme
Anochecía cuando cogí mis bártulos y empecé a subir hacia el parque del Guinardó. Los senderos que surcan el pinar en lo alto de la cima del parque no están alumbrados, pero la ciudad a mis pies ya estaba toda encendida y emitía esa luminiscencia que nos esconde las estrellas y que es el peaje que debemos pagar para deambular por la noche viendo por dónde ponemos los pies. Al borde del bosque me crucé con un par de personas que regresaban de pasear al perro; más adelante un grupo de adolescentes apuraban entre risas el último aliento del domingo antes de ir a sus casas a cenar. Después nadie, ni un alma entre los pinos excepto yo mismo. En un recodo del camino que bordea el bosque hay un mirador que se asoma a la ciudad y se precipita hacia un terraplén de quizás un centenar de metros. Allí me detuve; era el lugar perfecto. Un banco estaba ocupado por un grupo de chicas que después supe que eran francesas. Yo me senté en el que quedaba libre, me encendí un cigarrillo y me dispuse a esperar a la luna, que esa noche despertaría llena.
Miré mi reloj, apagué el cigarrillo y me puse a montar el equipo. La luna se retrasaba y empecé a sospechar que esa oscuridad espesa que flotaba sobre el mar eran nubes que habían aparecido para fastidiarme la foto. Pero ya que estaba allí continué con los preparativos, busqué un buen sitio para equilibrar el trípode y monté el teleobjetivo y la cámara. Las chicas habían dejado de hablar y ahora me observaban mientras hacían comentarios en voz queda. En mi planteamiento inicial de esta pequeña excursión nocturna no había incluido público. Supongo que me sentí un poco incómodo pese a que se mantuvieron a una discreta distancia. Imagino que ellas debieron pensar algo parecido, porque no tardaron demasiado en marcharse.
Tenía ganas de probar el teleobjetivo de noche y con trípode, así que mientras esperaba hice alguna foto de la ciudad, ajustando el diafragma y el tiempo de exposición según mi falible intuición. Había hecho unas cuantas este verano pasado con el mismo método -pero con otro objetivo- y salieron impecablemente negras, lo cual no deja en muy buen lugar a mi intuición. Finalmente la luna empezó a asomar entre las nubes bajas, grande, perfectamente redonda, magnífica. Moví el trípode (lo había orientado hacia donde yo deseaba que saliera) y tiré unas pocas fotos más. Recogí y regresé a casa con el secreto deseo de que por lo menos, aunque sólo fuera una, me hubiera quedado bonita. Creo que tuve suerte.
Miré mi reloj, apagué el cigarrillo y me puse a montar el equipo. La luna se retrasaba y empecé a sospechar que esa oscuridad espesa que flotaba sobre el mar eran nubes que habían aparecido para fastidiarme la foto. Pero ya que estaba allí continué con los preparativos, busqué un buen sitio para equilibrar el trípode y monté el teleobjetivo y la cámara. Las chicas habían dejado de hablar y ahora me observaban mientras hacían comentarios en voz queda. En mi planteamiento inicial de esta pequeña excursión nocturna no había incluido público. Supongo que me sentí un poco incómodo pese a que se mantuvieron a una discreta distancia. Imagino que ellas debieron pensar algo parecido, porque no tardaron demasiado en marcharse.
Tenía ganas de probar el teleobjetivo de noche y con trípode, así que mientras esperaba hice alguna foto de la ciudad, ajustando el diafragma y el tiempo de exposición según mi falible intuición. Había hecho unas cuantas este verano pasado con el mismo método -pero con otro objetivo- y salieron impecablemente negras, lo cual no deja en muy buen lugar a mi intuición. Finalmente la luna empezó a asomar entre las nubes bajas, grande, perfectamente redonda, magnífica. Moví el trípode (lo había orientado hacia donde yo deseaba que saliera) y tiré unas pocas fotos más. Recogí y regresé a casa con el secreto deseo de que por lo menos, aunque sólo fuera una, me hubiera quedado bonita. Creo que tuve suerte.
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