Mediterráneo
Serrat jamás habría escrito esos versos tan hermosos e inspirados si hubiera compuesto “Mediterráneo” ayer. El “Noi del Poble Sec” no hablaría de darle verde a los pinos ni amarillo a la genista, ni podría cantar que es como una mujer perfumadita de brea. No lo haría porque ahora nuestro Mediterráneo es una puta vieja y ajada, sucia y mancillada por la peor escoria que ha dado este país. Nos lo hemos follado y sodomizado, y seguimos haciéndolo sin todavía ser conscientes de que ya es un cadáver que se mantiene caliente por su propia descomposición. Seguimos abusando del que fue nuestro querido mar y todavía no estamos saciados ni lo estaremos hasta que no sea más que un lodazal putrefacto y maloliente.
Aquello que define y une a todos los pueblos del litoral mediterráneo ya no es el verde de los pinos ni el amarillo de la genista; ya no son las dunas ni los cañizos, ni las gaviotas, ni las balandras de vivos colores amarradas en los puertos, con las redes y las nansas secándose al sol. Lo que identifica ahora a todos los pueblos mediterráneos son las horribles fachadas carcelarias de balcones como nichos de los apartamentos, las interminables urbanizaciones que trepan como plagas por las colinas que orillan la costa, el pegajoso hedor de la fritanga por las calles.
Si todavía queremos recuperar algo, si queremos salvarnos, si aún albergamos la esperanza de que nuestros hijos puedan bañarse y jugar en la orilla, en lugar de vivir de espaldas a una inmensa y oscura cloaca, la única solución será bombardearlo todo, arrasar toda esa aberrante y fea escoria y con ella a toda la corrupción que la ha engendrado. Hay que borrar del mapa pueblos enteros. Si después de todo lo que han permitido, cómplices y culpables como son del saqueo, a los arquitectos todavía les queda aunque sea un ápice de dignidad, de ética profesional, deberían conjurarse para que nunca vuelva a suceder algo así. Es doloroso porque hubo un tiempo en el cual que creí en ellos, en sus buenas intenciones. Pero se han vendido y rebajado a tal extremo que han puesto en cuestión su propia existencia. Vista su obra, no es de extrañar que más de uno se cuestione su necesidad. En cuanto a los políticos que lo han incentivado y constructores que lo han ejecutado, de ellos no espero dignidad alguna. Son las ratas que debemos alimentar y engordar y a las que deseo lo peor en la vida.
Convivir con la nostalgia. Supongo que hacerse mayor es eso, exponerse a una amarga sensación de pérdida al regresar y no reconocer los paisajes de la infancia. Es no acostumbrarse nunca aunque ya nos haya sucedido otras tantas veces en tantos otros lugares. Llegar con la maleta repleta de imágenes de otro tiempo y que la realidad, que es implacable, se encargue de hacerlas trizas metódicamente. La mía es una nostalgia impregnada de rabia. Los paisajes de mi infancia han sido arrasados, mancillados, pervertidos en nombre del progreso. Ya no queda vida ni en la costa ni en el fondo marino. Todo ha sido expoliado e hipotecado. La genista ha sido sepultada bajo el asfalto y el cemento. Los olivares malvendidos o abandonados. Los pinos quemados y cortados. Bajo el agua nadan cuatro peces despistados; ya no hay erizos de mar en las rocas, ni fragmentos de coral entre las piedrecitas de las playas. No, esto no es el progreso. En su nombre se ha hecho, pero yo sé que no es el progreso. Siento vergüenza de haber nacido en el Mediterráneo.
Aquello que define y une a todos los pueblos del litoral mediterráneo ya no es el verde de los pinos ni el amarillo de la genista; ya no son las dunas ni los cañizos, ni las gaviotas, ni las balandras de vivos colores amarradas en los puertos, con las redes y las nansas secándose al sol. Lo que identifica ahora a todos los pueblos mediterráneos son las horribles fachadas carcelarias de balcones como nichos de los apartamentos, las interminables urbanizaciones que trepan como plagas por las colinas que orillan la costa, el pegajoso hedor de la fritanga por las calles.
Si todavía queremos recuperar algo, si queremos salvarnos, si aún albergamos la esperanza de que nuestros hijos puedan bañarse y jugar en la orilla, en lugar de vivir de espaldas a una inmensa y oscura cloaca, la única solución será bombardearlo todo, arrasar toda esa aberrante y fea escoria y con ella a toda la corrupción que la ha engendrado. Hay que borrar del mapa pueblos enteros. Si después de todo lo que han permitido, cómplices y culpables como son del saqueo, a los arquitectos todavía les queda aunque sea un ápice de dignidad, de ética profesional, deberían conjurarse para que nunca vuelva a suceder algo así. Es doloroso porque hubo un tiempo en el cual que creí en ellos, en sus buenas intenciones. Pero se han vendido y rebajado a tal extremo que han puesto en cuestión su propia existencia. Vista su obra, no es de extrañar que más de uno se cuestione su necesidad. En cuanto a los políticos que lo han incentivado y constructores que lo han ejecutado, de ellos no espero dignidad alguna. Son las ratas que debemos alimentar y engordar y a las que deseo lo peor en la vida.
Convivir con la nostalgia. Supongo que hacerse mayor es eso, exponerse a una amarga sensación de pérdida al regresar y no reconocer los paisajes de la infancia. Es no acostumbrarse nunca aunque ya nos haya sucedido otras tantas veces en tantos otros lugares. Llegar con la maleta repleta de imágenes de otro tiempo y que la realidad, que es implacable, se encargue de hacerlas trizas metódicamente. La mía es una nostalgia impregnada de rabia. Los paisajes de mi infancia han sido arrasados, mancillados, pervertidos en nombre del progreso. Ya no queda vida ni en la costa ni en el fondo marino. Todo ha sido expoliado e hipotecado. La genista ha sido sepultada bajo el asfalto y el cemento. Los olivares malvendidos o abandonados. Los pinos quemados y cortados. Bajo el agua nadan cuatro peces despistados; ya no hay erizos de mar en las rocas, ni fragmentos de coral entre las piedrecitas de las playas. No, esto no es el progreso. En su nombre se ha hecho, pero yo sé que no es el progreso. Siento vergüenza de haber nacido en el Mediterráneo.
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