Pensamientos fragmentados I (arrebato XII)
Desde que tengo memoria –que no uso de razón, que eso no lo podré perder nunca por ser carencia endémica- siempre he tenido un libro abierto ante mis ojos. Escribir, por tanto, fue una evolución lógica, aunque con interrupciones. A lo largo y ancho de mi vida he pasado prolongados vacíos yermos de arrebatos. Así como no puedo pasar sin leer, sí puedo en cambio pasar sin escribir, entendido como el acto mecánico de poner en negro sobre blanco, pues todo mi pensamiento, que es el germen de la propia escritura, fluye de igual forma. No queda registrado para el posterior recuerdo, pero ha sido escrito in mente. Y además, me ahorro esa desagradable sensación que queda al concluir la escritura de que algo, la esencia, se ha quedado en el tintero. Perdido entre los pliegues de la materia gris.
Ahora estoy en uno de esos vacíos y me estoy auto imponiendo escribir. Me obligo como terapia. Es algo que me gusta, con lo que disfruto, pero que ahora me cuesta iniciar. Es parecido a ir al gimnasio: si lo hago con cierta frecuencia surge solo, mientras que si paso un tiempo sin hacerlo, como ahora tras casi dos semanas, debo hacer el esfuerzo.
Pensamientos fragmentados, interrumpidos por leves distracciones que se convierten en excusa para posponer. Ayer lo empecé, ahora sigo.
Pudiera esgrimir como excusa –y lo esgrimo- que otros más agradables placeres absorben todo el tiempo libre de que dispongo, que tampoco es demasiado. En parte es cierto, más cierta pereza se ha instalado en el vacío que dejó mi elocuencia escrita, que ahora anda de vacaciones vete tú a saber por dónde.
Como de vacaciones he estado yo estos últimos días, aprovechando para regresar a los ancestros tecnológicos. Cambiando ordenadores, pdf, dvd, usb, televisores, gps y demás maravillas del ingenio humano creadas para ¿facilitarnos? la vida por libros de papel, radio mal sintonizada en el coche, paseos en bicicleta y a pie por la playa y por los barrios viejos de los pueblos.
Años hacía que no me veía en la situación de hinchar la rueda exhausta de una bicicleta. Las que tuve las malvendí o murieron oxidadas mucho tiempo atrás. Así que fue como un renacer a la ya lejana adolescencia. Por fortuna, pedalear es como las cicatrices del corazón: no se olvida. Y así estuve, ella a mi vera, pedaleando por un paseo marítimo de un pueblo al sur de Barcelona, con el sol bajando hasta hundirse allá a lo lejos, en el horizonte, bajo la esfera del mar. Recordando el olor del salitre que el viento de mar me invitaba a respirar. Escuchando su pausada, regular y sorda respiración, como un agotamiento lejano que hincha los pulmones y los vacía llevando las olas a la playa, lamiendo la arena para devolver a su origen pequeños fragmentos de conchas y piedrecillas de brillantes colores.
Después partí hacia el interior, pero esa es otra (post) historia.
Ahora estoy en uno de esos vacíos y me estoy auto imponiendo escribir. Me obligo como terapia. Es algo que me gusta, con lo que disfruto, pero que ahora me cuesta iniciar. Es parecido a ir al gimnasio: si lo hago con cierta frecuencia surge solo, mientras que si paso un tiempo sin hacerlo, como ahora tras casi dos semanas, debo hacer el esfuerzo.
Pensamientos fragmentados, interrumpidos por leves distracciones que se convierten en excusa para posponer. Ayer lo empecé, ahora sigo.
Pudiera esgrimir como excusa –y lo esgrimo- que otros más agradables placeres absorben todo el tiempo libre de que dispongo, que tampoco es demasiado. En parte es cierto, más cierta pereza se ha instalado en el vacío que dejó mi elocuencia escrita, que ahora anda de vacaciones vete tú a saber por dónde.
Como de vacaciones he estado yo estos últimos días, aprovechando para regresar a los ancestros tecnológicos. Cambiando ordenadores, pdf, dvd, usb, televisores, gps y demás maravillas del ingenio humano creadas para ¿facilitarnos? la vida por libros de papel, radio mal sintonizada en el coche, paseos en bicicleta y a pie por la playa y por los barrios viejos de los pueblos.
Años hacía que no me veía en la situación de hinchar la rueda exhausta de una bicicleta. Las que tuve las malvendí o murieron oxidadas mucho tiempo atrás. Así que fue como un renacer a la ya lejana adolescencia. Por fortuna, pedalear es como las cicatrices del corazón: no se olvida. Y así estuve, ella a mi vera, pedaleando por un paseo marítimo de un pueblo al sur de Barcelona, con el sol bajando hasta hundirse allá a lo lejos, en el horizonte, bajo la esfera del mar. Recordando el olor del salitre que el viento de mar me invitaba a respirar. Escuchando su pausada, regular y sorda respiración, como un agotamiento lejano que hincha los pulmones y los vacía llevando las olas a la playa, lamiendo la arena para devolver a su origen pequeños fragmentos de conchas y piedrecillas de brillantes colores.
Después partí hacia el interior, pero esa es otra (post) historia.
3 comentarios:
Hola, tiempos para pensar, pasear, escribir otra vez...
Paseos en bici, qué delicioso...
Muy bonito que debió ser ese paseo en bicicleta...
"Por fortuna, pedalear es como las cicatrices del corazón: no se olvida"
¿Me prestas esta frase para que la repita de cuando en cuando...? Sencilla y gráfica...a ver si termino por convencerme de que efectivamente todo, repito, todo lo que nos acontece nos ayuda a remontar caminos sobre dos ruedas...
un saludo desde murcia
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