La meseta
A Miranda do Douro le sucede lo mismo que a todos los pueblecitos que han padecido un crecimiento desmesurado, que el centro histórico es bonito (en este caso son dos calles principales, una plaza y una iglesia, parcialmente amuralladas) y todo el tejido urbano que las rodea es de una vulgaridad que tira de espaldas. Su situación fronteriza la convirtió en su día en un gran mercado sobre todo de ropa barata para los españoles que viven en Zamora, Salamanca y Valladolid. Y de eso vive todavía, de las compras, la hostelería y más recientemente de bucólicos y bobalicones paseos en barco por el Duero con música new age como banda sonora.
También es un balcón privilegiado sobre el Duero en su curso fronterizo, del profundo tajo que el lento descenso de sus aguas, con sus crecidas y sus heladas, han surcado en la meseta ibérica, que aquí es protagonista de un horizonte sin fin. A mí estos horizontes sin interrupciones, estas miradas infinitas en que se ven las formaciones de nubes alejándose hasta que se funden en la difusa línea del horizonte siempre me han producido cierta congoja, una sensación de desamparo en la que echo en falta puntos de referencia geográficos a partir de los que me pueda ubicar. Y una vez uno se adentra en España y pierde la referencia del río la sensación empeora. Esa monotonía de paisaje de la dehesa, de los pastos moteados de encinas hasta donde alcanza la vista, de una belleza arrebatadora cuando las sombras se alargan, eso sí, pero en la que no me gustaría perderme porque quizás el primero que me encontrara sería un toro de los que pastan por ahí.
Llegamos a Villarino de los Aires, en la provincia de Salamanca, que es el pueblo de un amigo que nos va a hacer de guía y que antaño fue paso obligado de los contrabandistas que cruzaban el río y puesto avanzado de la Guardia Civil que intentaba evitarlo. Nos libramos por un día de las fiestas patronales, algo que nuestro hígado agradece con un suspiro de alivio. Durante dos días nos dedicamos a recorrer buena parte de la zona sur de la provincia pasando por Ciudad Rodrigo, en la que aprovechamos la visita al casco antiguo amurallado para tomar unas tapas y unos vinos, la Sierra de Francia con su privilegiado mirador y el pintoresco (sus casas parecen sacadas de la Bretaña o Normandía) La Alberca. No hubiera estado nada mal pasarse por Guijuelo (por razones obvias), pero todo no se puede.
Al regreso vamos por una carretera secundaria cruzando lacónicos pueblos perdidos entre encinares y pastos, que por la forma en que observaban los lugareños nuestra marcha (y por el mejorable estado del asfalto) mucho me temo que no les resultaba demasiado habitual ver gente de paso. Poco después, de nuevo en la meseta, seremos testigos de esas puestas de sol que sólo se dan ahí, cuando por el este la oscuridad acecha y algunas estrellas comienzan a dejarse contar, mientras que al oeste todavía se pueden ver todos los colores rojizos, anaranjados y amarillos de un día que languidece.
También es un balcón privilegiado sobre el Duero en su curso fronterizo, del profundo tajo que el lento descenso de sus aguas, con sus crecidas y sus heladas, han surcado en la meseta ibérica, que aquí es protagonista de un horizonte sin fin. A mí estos horizontes sin interrupciones, estas miradas infinitas en que se ven las formaciones de nubes alejándose hasta que se funden en la difusa línea del horizonte siempre me han producido cierta congoja, una sensación de desamparo en la que echo en falta puntos de referencia geográficos a partir de los que me pueda ubicar. Y una vez uno se adentra en España y pierde la referencia del río la sensación empeora. Esa monotonía de paisaje de la dehesa, de los pastos moteados de encinas hasta donde alcanza la vista, de una belleza arrebatadora cuando las sombras se alargan, eso sí, pero en la que no me gustaría perderme porque quizás el primero que me encontrara sería un toro de los que pastan por ahí.
Llegamos a Villarino de los Aires, en la provincia de Salamanca, que es el pueblo de un amigo que nos va a hacer de guía y que antaño fue paso obligado de los contrabandistas que cruzaban el río y puesto avanzado de la Guardia Civil que intentaba evitarlo. Nos libramos por un día de las fiestas patronales, algo que nuestro hígado agradece con un suspiro de alivio. Durante dos días nos dedicamos a recorrer buena parte de la zona sur de la provincia pasando por Ciudad Rodrigo, en la que aprovechamos la visita al casco antiguo amurallado para tomar unas tapas y unos vinos, la Sierra de Francia con su privilegiado mirador y el pintoresco (sus casas parecen sacadas de la Bretaña o Normandía) La Alberca. No hubiera estado nada mal pasarse por Guijuelo (por razones obvias), pero todo no se puede.
Al regreso vamos por una carretera secundaria cruzando lacónicos pueblos perdidos entre encinares y pastos, que por la forma en que observaban los lugareños nuestra marcha (y por el mejorable estado del asfalto) mucho me temo que no les resultaba demasiado habitual ver gente de paso. Poco después, de nuevo en la meseta, seremos testigos de esas puestas de sol que sólo se dan ahí, cuando por el este la oscuridad acecha y algunas estrellas comienzan a dejarse contar, mientras que al oeste todavía se pueden ver todos los colores rojizos, anaranjados y amarillos de un día que languidece.
1 comentario:
Preciosa gradación cromática.
Publicar un comentario