domingo, 24 de agosto de 2008

La España profunda

Llegar a Aranda de Duero a través de un paisaje de almacenes y fábricas de polígono industrial a ambos lados no es la idea que tenía de una bonita ruta por el Duero, pero qué le voy a hacer si la realidad hace todo lo posible por desmontarme el romanticismo previo al viaje. La estación de tren, desierta y aislada, en medio de un paraje desolado, cruzada por varias vías oxidadas y en desuso, me da la sensación de haber entrado en el reparto de un western crepuscular de Sam Peckimpah, o en un cuadro de Hopper, dice ella. Es uno de esos lugares donde la dimensión del tiempo parece no existir. La estación está ahí, siempre ha estado ahí, pero nadie en todo el pueblo lo sabe. Es por eso que cuando el jefe de estación irrumpe ante nosotros como una aparición materializada de la nada (para desaparecer justo después igual que ha aparecido) y nos anuncia que el tren viene con media hora de retraso, no me sorprendo ni me siento contrariado con la noticia. Ni siquiera es resignación, porque ya sé que en esta estación, en esta especie de decorado de un capítulo de "The Twilight Zone", no pasa el tiempo. Este es uno de esos extraños lugares en los que el tiempo sólo desgasta y avejenta.

en medio de ninguna parte


De Peñafiel nos queda el sabor amargo de la decepción, pero es que estaba cerrado por vacaciones tras las fiestas patronales. En Portugal apenas hubo un solo día en que me sintiera extranjero, pero aquí me he visto como un extraterrestre. El hostal está en las afueras del pueblo, junto a la carretera, en una zona rodeada de almacenes y desangelados bloques de viviendas nuevas. Al llegar no nos ha recibido nadie más que un cartel avisando de que hay que ir a por la llave a un bar. Es correcto y funcional, pero impersonal y nada acogedor. Cuando entramos para dejar las maletas de inmediato tenemos ganas de abandonar el pueblo.

Un posterior paseo nos revelará una serie de cuestiones: Por las calles no hay nadie salvo algún turista despistado, adolescentes fanáticos del tunning y, en un parquecillo arbolado junto al río, una congregación jubilados en silla de ruedas. E inmigrantes, muchos inmigrantes rumanos dedicados a la dura tarea de vaciar botellines de cerveza en las terrazas, o vaciar tragaperras, de los pocos bares que quedan abiertos. Porque esa es otra, los restaurantes, poco antes de las nueve de la noche, están todos cerrados. El último descubrimiento, pero no el menos sorprendente, es que el centro histórico de Peñafiel está a las afueras de Peñafiel. Justo en el otro extremo de las afueras donde tenemos el hostal.

Encontramos un bar no demasiado sórdido con comedor al fondo, ahora a oscuras. Preguntamos en la barra y nos dicen que la cocinera llegará sobre las nueve y cuarto, así que para matar el hambre pedimos algo de jamón y una copa de vino. A las diez una camarera rumana teñida de rubio oxigenado empieza a poner las mesas del comedor, sin prisas, y a las diez y cuarto por fin nos sentamos. Sólo hay otra mesa ocupada, pero no será hasta las once menos cuarto que nos pongan los platos en la mesa. El vino, ya que estamos en la cuna de Protos, será un crianza de esta bodega, que nos servirán demasiado frío, recién sacado de la nevera. En el televisor ameniza la velada una selección de las mejores cogidas en los encierros del 2007. Estamos en la España profunda y parece que todo a nuestro alrededor esté pensado para que no nos quede ni un ápice de duda.

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