Quería escribir unos versos (arrebato V)
Quería escribir unos versos, pero se me ahogó la rima en el vino que empecé a mezclar con la sangre para ahogar un miedo que perdura. Recuerdo cuando, siendo un niño, tenía miedo a los monstruos que habitaban bajo mi cama, en el armario, tras la ventana. Qué fácil era hacerlos desaparecer con sólo encender la luz. Siento añoranza de esos miedos de monstruos tangibles. Pero ahora, cómo hacer desaparecer los miedos adultos. Qué pena perder la inocencia, cambiarla por experiencia. Cómo hacer desaparecer el miedo a lo intangible, el miedo a lo que acontecerá, a la pérdida. Obviamente hay un montón de gente que vive de eso precisamente y no seré yo quien se cargue el negocio. Ahí tenemos a las religiones, las aseguradoras, la industria farmacéutica, los ejércitos, policías, abogados… Pero cómo hacer desaparecer el miedo al dolor. Y no me refiero al dolor físico, que para eso ya están los chutes de nolotil. Me refiero a ese dolor abstracto que por ignorancia y romanticismo ubicamos en el corazón, a ser posible atravesado de heridas que siempre sangran.
Y quería escribir unos versos ya no del miedo al dolor, sino de la causa de ese miedo. Siempre pensamos egoístamente que deseamos lo mejor para los nuestros, para quien más queremos. Solemos desvivirnos por ellos, nos preocupamos, cargamos angustias. Pero no es por ellos sino por nosotros. Nos preocupamos del dolor que causaría en nosotros su pérdida, del vacío que dejarían en nuestra vida.
Imaginemos por un momento que justo en una etapa especialmente baja, cuando la palabra autoestima es contradictoria en si misma, alguien se cruza en nuestro camino. Que ya es casualidad ese cruce, no nos engañemos. Nadie tiene el camino marcado con una línea continua salvo, quizás, por la parte recorrida. Aunque no podamos recorrerlo en modo inverso. Imaginemos que esa persona nos saca para ver la luz fuera del pozo. Vemos la belleza que sólo se ve en estos casos. En estos estados hasta somos capaces de ser felices la mañana de un lunes de febrero nublada y helada, justo cuando vamos al trabajo.
Pero en esos momentos estamos sujetos a la suerte, a la absoluta merced de la rueda de la fortuna. Fortuna Imperatrix Mundi que rescató del olvido Orff. Y en mi caso la suerte, según se mire, no ha sido demasiada hasta ahora. Las que me gustaron especialmente se fueron. Y cuando digo se fueron no estoy usando metáfora alguna. Debo aclarar este punto porque a menudo abuso de ellas. Se fueron literalmente. O regresaron, que viene a ser lo mismo. Y el hecho de saberlo de antemano no quita hierro al asunto. ¿Qué coño tendré dibujado en la cara para que todas las que se van a ir me escojan a mí precisamente? Y en este caso el miedo al dolor toma un cariz extraño. ¿Miedo? En absoluto. Es certeza. Con otras simplemente fue una desviación en un cálculo, aunque siempre bienvenido, o un allegro divertimento. En fin, lo que decía al empezar el párrafo. Según se mire. Según palabras del aragonés errante, salto de cama en cama, de boca en boca, de falda en falda. Y eso sí, no soy nada original, siempre es el mismo dolor.
Y regresemos al principio, al origen del arrebato. La maravilla de escribir es que siempre puedes regresar al principio, enmendar, borrar y rehacer. Yo quería escribir unos versos porque sentía en mis venas la alegría de los latidos, aunque también bombeara miedo. Por un momento, breve en términos absolutos, eterno en número de latidos, pensé que volvía a las andadas. Pensé que se iba de nuevo. Pensé que la rueda de la fortuna me había vuelto a centrifugar lanzándome a tomar por el culo, ese lugar común donde nos encontramos siempre los perdedores. Afortunadamente -gracias bella diosa fortuna- me ha sido concedido un nuevo plazo. Cualquier día de estos estaré de nuevo escribiendo sobre dolores, ya lo veréis. En realidad, aunque me joda, siempre será mejor para el lector. Creo que me pongo más empalagosamente pegajoso que Neruda (sin su talento, obviamente) cuando escribo sobre la belleza y el amor sin dolor. Me manejo mejor en la angustia. Y en esto tampoco soy original, ya veis. Y si no me creéis, haced una estadística sobre los premios cinematográficos que se han llevados los dramas frente a las comedias. Y es que la ligereza, la alegría, la felicidad al ser en si mismas un premio, acaban por quedarse sin premio.
Y quería escribir unos versos ya no del miedo al dolor, sino de la causa de ese miedo. Siempre pensamos egoístamente que deseamos lo mejor para los nuestros, para quien más queremos. Solemos desvivirnos por ellos, nos preocupamos, cargamos angustias. Pero no es por ellos sino por nosotros. Nos preocupamos del dolor que causaría en nosotros su pérdida, del vacío que dejarían en nuestra vida.
Imaginemos por un momento que justo en una etapa especialmente baja, cuando la palabra autoestima es contradictoria en si misma, alguien se cruza en nuestro camino. Que ya es casualidad ese cruce, no nos engañemos. Nadie tiene el camino marcado con una línea continua salvo, quizás, por la parte recorrida. Aunque no podamos recorrerlo en modo inverso. Imaginemos que esa persona nos saca para ver la luz fuera del pozo. Vemos la belleza que sólo se ve en estos casos. En estos estados hasta somos capaces de ser felices la mañana de un lunes de febrero nublada y helada, justo cuando vamos al trabajo.
Pero en esos momentos estamos sujetos a la suerte, a la absoluta merced de la rueda de la fortuna. Fortuna Imperatrix Mundi que rescató del olvido Orff. Y en mi caso la suerte, según se mire, no ha sido demasiada hasta ahora. Las que me gustaron especialmente se fueron. Y cuando digo se fueron no estoy usando metáfora alguna. Debo aclarar este punto porque a menudo abuso de ellas. Se fueron literalmente. O regresaron, que viene a ser lo mismo. Y el hecho de saberlo de antemano no quita hierro al asunto. ¿Qué coño tendré dibujado en la cara para que todas las que se van a ir me escojan a mí precisamente? Y en este caso el miedo al dolor toma un cariz extraño. ¿Miedo? En absoluto. Es certeza. Con otras simplemente fue una desviación en un cálculo, aunque siempre bienvenido, o un allegro divertimento. En fin, lo que decía al empezar el párrafo. Según se mire. Según palabras del aragonés errante, salto de cama en cama, de boca en boca, de falda en falda. Y eso sí, no soy nada original, siempre es el mismo dolor.
Y regresemos al principio, al origen del arrebato. La maravilla de escribir es que siempre puedes regresar al principio, enmendar, borrar y rehacer. Yo quería escribir unos versos porque sentía en mis venas la alegría de los latidos, aunque también bombeara miedo. Por un momento, breve en términos absolutos, eterno en número de latidos, pensé que volvía a las andadas. Pensé que se iba de nuevo. Pensé que la rueda de la fortuna me había vuelto a centrifugar lanzándome a tomar por el culo, ese lugar común donde nos encontramos siempre los perdedores. Afortunadamente -gracias bella diosa fortuna- me ha sido concedido un nuevo plazo. Cualquier día de estos estaré de nuevo escribiendo sobre dolores, ya lo veréis. En realidad, aunque me joda, siempre será mejor para el lector. Creo que me pongo más empalagosamente pegajoso que Neruda (sin su talento, obviamente) cuando escribo sobre la belleza y el amor sin dolor. Me manejo mejor en la angustia. Y en esto tampoco soy original, ya veis. Y si no me creéis, haced una estadística sobre los premios cinematográficos que se han llevados los dramas frente a las comedias. Y es que la ligereza, la alegría, la felicidad al ser en si mismas un premio, acaban por quedarse sin premio.
Arrebatos dixit.
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