Paseos y magia (arrebato VIII)
Poco antes estábamos tomando un café, justo al terminar la función un domingo por la tarde. Tú dejándote calar por mis palabras, yo inventando instantes que nos llenaran de magia. Te había hablado de mis paseos por la ciudad y de esos lugares en los que me dejaba caer para llenarme de tranquilidad y de silencio, así que quise compartirme contigo. Deseaba mostrarme a ti como una metáfora de mis rincones de sosiego. No sé hacerlo mejor. No te hablé de quien soy, ni de lo que me gusta. Sencillamente te lo mostré y tú lo entendiste. Sabía que ibas a entenderlo. Lo supe desde que vi en tu mirada esa misma mirada que invariablemente me observa desde el espejo.
Estuvimos callejeando por la parte vieja de la ciudad. Aún no había anochecido y aproveché la ocasión de mostrártelo con la luz oblicua del atardecer, esa luz que tanto aprecian los fotógrafos para subrayar los relieves. Charlando dejamos atrás la catedral, subiendo hacia el ayuntamiento. Nos metimos por ese callejón que sólo ven quienes quieren verlo. Rincón ajeno a las guías turísticas y paseos domingueros en familia. Serpeando por un callejón húmedo y sórdido llegamos al arco que precede a la luz que cae sobre la plazuela. Ese rincón, mi rincón, que emparienta con rincones que quería mostrarte en mí. No sé hacerlo de otro modo. Te plantaste en medio, junto a la fuente, y observaste. Te veía sonreír mientras mirabas la pequeña iglesia, las paredes de piedra desgastadas por el tiempo, la humedad y los sueños. Y sabía que sonreías porque habías descubierto un rincón de mi persona que te agradaba y creías reconocer. Sólo el suave gorgoteo del agua de la fuente interrumpía nuestro silencio. Ese dulce fluir del agua que acompañó las palabras que no te dije, que se quedaron quemando mi lengua, deseosa de darte todos esos besos que aún no te había dado.
Seguimos paseando por calles estrechas y acogedoras hasta una pequeña plazoleta donde, justo en una esquina, existe un pequeño rincón donde el vino es el rey a quien hay que rendir homenaje. Te sugerí, me miraste y tu sí incorporó la magia en la noche que acabábamos de estrenar. Durante la conversación entre copas supe que ya no debía temer que te fueras. Supe que sólo tenía que seguir inventando instantes para tenerte conmigo, pues a ese mi deseo se unía el tuyo de querer saborear esos instantes que iba inventando para ti.
La magia que había improvisado la estabas absorbiendo por todos los poros. Tu sonrisa estaba calando en mí para ingeniar más aún, para no interrumpir el tiempo. Te observaba acercando la copa a tus labios, paladeando el vino, y sentía celos de esa copa. Deseaba saborearlo directamente de tus labios, beber el vino de tus besos. Me embriagaba la felicidad más que el propio vino. Era una falta de costumbre. Mi tolerancia al vino se debe a la habitud, mientras que continuamente he andado escaso de felicidad.
Estuvimos callejeando por la parte vieja de la ciudad. Aún no había anochecido y aproveché la ocasión de mostrártelo con la luz oblicua del atardecer, esa luz que tanto aprecian los fotógrafos para subrayar los relieves. Charlando dejamos atrás la catedral, subiendo hacia el ayuntamiento. Nos metimos por ese callejón que sólo ven quienes quieren verlo. Rincón ajeno a las guías turísticas y paseos domingueros en familia. Serpeando por un callejón húmedo y sórdido llegamos al arco que precede a la luz que cae sobre la plazuela. Ese rincón, mi rincón, que emparienta con rincones que quería mostrarte en mí. No sé hacerlo de otro modo. Te plantaste en medio, junto a la fuente, y observaste. Te veía sonreír mientras mirabas la pequeña iglesia, las paredes de piedra desgastadas por el tiempo, la humedad y los sueños. Y sabía que sonreías porque habías descubierto un rincón de mi persona que te agradaba y creías reconocer. Sólo el suave gorgoteo del agua de la fuente interrumpía nuestro silencio. Ese dulce fluir del agua que acompañó las palabras que no te dije, que se quedaron quemando mi lengua, deseosa de darte todos esos besos que aún no te había dado.
Seguimos paseando por calles estrechas y acogedoras hasta una pequeña plazoleta donde, justo en una esquina, existe un pequeño rincón donde el vino es el rey a quien hay que rendir homenaje. Te sugerí, me miraste y tu sí incorporó la magia en la noche que acabábamos de estrenar. Durante la conversación entre copas supe que ya no debía temer que te fueras. Supe que sólo tenía que seguir inventando instantes para tenerte conmigo, pues a ese mi deseo se unía el tuyo de querer saborear esos instantes que iba inventando para ti.
La magia que había improvisado la estabas absorbiendo por todos los poros. Tu sonrisa estaba calando en mí para ingeniar más aún, para no interrumpir el tiempo. Te observaba acercando la copa a tus labios, paladeando el vino, y sentía celos de esa copa. Deseaba saborearlo directamente de tus labios, beber el vino de tus besos. Me embriagaba la felicidad más que el propio vino. Era una falta de costumbre. Mi tolerancia al vino se debe a la habitud, mientras que continuamente he andado escaso de felicidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario