jueves, 16 de agosto de 2007

La buena estrella (I)

La única manera de superar la timidez es con terapia de choque, pese a que nada nos garantiza que vaya a peor. Es por eso que a ella le di la maleta con ruedas racatracatracatraca, para que la llevara desde casa a la estación racatracatracatraca, por las calles con el embaldosado más irregular racatracatracatraca y más concurridas a esa hora racatracatracatraca de la mañana.

Caminaba arrastrando la maletita con la cabeza gacha, mirando fijamente las puntas de sus zapatos, con ocasionales alardes de valor que la envalentonaban a mirar de soslayo a los lados. Era entonces cuando yo le comentaba, sin rastro de malicia, que eran las nueve de la mañana y que con ese estruendo iba a despertar a todo el barrio. Entonces volvía a hundir la cabeza entre los hombros con la absoluta certeza de haberse convertido en el centro de atención de toda la vecindad, mientras murmuraba un hace mucho ruido con un hilo de voz. Esa sonrisa torcida que parece asomar en mis labios no es tal, creedme.

Llegamos a la estación con tiempo de sobras. Incluso pensé en tomar un café. Pero eso fue antes de ver la cola ante las taquillas. Unos ocho mil jubilados, el imserso al completo, habían decidido ir de excursión en tren ese mismo día y el empleado –no señora, con el carné del club de encaje de bolillos de la parroquia no le puedo hacer descuento- tras la ventanilla –disculpe caballero, pero son cinco euros, no cincuenta pesetas ¿se puede saber desde cuando no cogía ese monedero?- no daba abasto con la marabunta y comenzaba a mostrar los tics –no señora, el tren de Vic no tiene parada en Logroño- previos a un inexorable ataque de nervios. Fue entonces, agorero cual Casandra, cuando sospeché que perderíamos el tren, sospecha confirmada al llegar al andén con el tiempo justo para ver partir el nuestro. En lugar de avisar de los habituales retrasos, RENFE debería advertir por megafonía de los trenes que salen puntuales, cruel anomalía. Un empleado nos informa que el próximo sale a las doce y veinte, casi tres horas después. Podré tomar un café, pensé en un inútil intento por consolarme. Después me puse a maldecir entre hipos.

Salimos de la estación con el orgullo herido y la moral por los suelos racatracatracatraca para tomar un café que acortara algo la espera, pero con la ingenua esperanza de que ahora todo iría a mejor, pues peor ya no se puede. Embocamos la rambla, arteria principal llena de vida, pero que a esas horas de la mañana racatracatracatraca no puebla ni un alma. Ni siquiera están abiertas las cafeterías, así que compramos un periódico racatracatracatraca y nos sentamos en un banco frente a un café a esperar, gesto que ella aprovecha para hundir la cabeza entre sus piernas. Aquí parece que estemos esperando a que abran el café, me dice en un murmullo. Es que estamos esperando a que abran el café, respondo diligente, y ella termina por encoger sus piernas hasta adoptar una curiosa posición fetal. Acto seguido, despliega el periódico y se esconde debajo. Y ahí me tenéis, sentado en un banco de la rambla ataviado cual experimentado montañero, con una maleta de ruedas a un lado, la mochila al otro, y un periódico sobre el banco abierto por la cartelera de cines.

Al fin, tras alargar hasta el absurdo el café y un montón de colillas, nos subimos al siguiente tren con media hora de adelanto sobre la de salida. Por si las moscas. Y los jubilados.


(sugerencia de consumo)
Take the 'A' Train de Duke Ellington en directo desde Berlín

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