Lecturas
Hace poco leí el Retrato de artista adolescente de James Joyce, y ya desde las primeras páginas tuve esa grata sensación que produce un libro cuando sabes que te gustará. No es sólo por su admirable –envidiable- forma de escribir, ese estilo suyo que mezcla el relato del narrador con los pensamientos del protagonista, o la sucesión de anécdotas tal como la explicaría el protagonista a un amigo. No es sólo eso.
Cuando leo una novela que me gusta, o sobretodo cuando leo una que me marca, no se trata ya de recordar la trama o lo que en ella sucede. Sobretodo creo un vínculo especial con los personajes. En muchos casos siento una identificación, una empatía con ellos; o admiración. A partir de ese momento siempre que sucede algo, que hago algo que guarda cierta similitud con ese personaje, lo recuerdo. O pienso, él o ella habría hecho esto o aquello. Se convierten en amigos y si algo me sabe mal cuando termino de leerlo, es haber perdido un amigo. Por lo menos a mí me sucede algo parecido a eso. Es una especie de abatimiento. Suele pasarme que, tras leer un libro que me cause una sensación intensa, tardo un tiempo en empezar la lectura de otro. Es parecido a una ruptura, un trance de inactividad reflexiva que no deseo que nada ni nadie interrumpa hasta que siento que ha llegado el momento de seguir.
Me gustó mucho –y me costó mucho, quizás por eso- leer Ulisses de Joyce –sí, fui yo ¿qué pasa? Lo siento como una de esas cumbres, ya no de la literatura, sino personales. El poder afirmar y afirmarme que he leído Ulisses. La intensidad psicológica de los personajes de esa novela es insuperable. Toda la novela transcurre en un solo día en la vida de Stephen Dedalus y Leopold y Molly Bloom. Qué hacen, adonde van… Qué dicen entre ellos, pero como lo diríamos entre amigos, en el sentido en que yo puedo hablar de un amigo sin mencionar su nombre. O él referirse a mí por mi nombre de pila, por mi apellido según sea el caso, por mi mote o por algún apelativo cariñoso. En la novela sobre nuestra vida leeremos palabras y códigos que sólo unos pocos comprenderán, mientras que otros necesitarán una explicación. Palabras que sabremos quien las dijo porque son características de una sola persona. A eso me refiero. Pero sobretodo, y ahí radica la genialidad de Joyce, qué piensan tal y como lo piensan. Retazos inconexos que uno mismo deberá hilvanar. Es un relato sin masticar, sin la explicación narrativa del ser que suele situarse por encima de los personajes para dar las conexiones hechas. No sé si me explico…
Cuando terminé la novela me pasé una buena temporada sin la capacidad para leer nada más. La huella que dejaron en mí los personajes fue brutal, y perderlos me dejó totalmente abatido. Quizás también exhausto por la frecuencia con que consultaba el diccionario…
Y volviendo a las primeras páginas del Retrato de artista adolescente, empecé leyendo la historia de un niño que se llama Stephen. Se suceden personajes a velocidad de vértigo, mencionándolos sin describirlos, pues eso ya lo dará el relato. Todo desde la perspectiva de un niño, al estilo del Señor Sömmer de Süskind. Hasta que el niño se presenta a un alumno mayor que él, muy bruto, con el nombre de Stephen Dedalus. Fue entonces cuando supe –si bien antes sospechaba sin siquiera pensarlo- que me gustaría. Había reencontrado al protagonista de Ulisses, pero esta vez lo iba a conocer cuando era adolescente.
Me encantan estas cosas.
He recordado esto leyendo Las armas secretas de Cortázar. Hace unos quince años vi Blow Up de Antonioni casi por casualidad. De inmediato se convirtió en una de mis películas favoritas y más revisitadas. Años después supe que esa película estaba basada en un relato de Cortázar, aunque no me preocupé demasiado por averiguar qué relato. De hecho, este dato había quedado enterrado bajo unos cuantos repliegues de mi cerebro. Hasta hace unos días, cuando empiezo a leer Las babas del diablo, relato incluido en Las armas secretas, y voy percibiendo cierta familiaridad, algo de déjà vu, pero siendo consciente que no, que nunca he leído este relato. Pero sí, me doy cuenta que es el relato en el que se basó Antonioni. No es la misma historia, no tiene nada que ver la una con la otra. No son los mismos personajes, ni el mismo lugar, pero es un reflejo fugaz del original pasando ante el cristal de un escaparate. Una huella en la arena que las olas han desdibujado.
A mí estas tonterías me emocionan.
Y como colofón, el siguiente relato –El perseguidor- es un homenaje al gran, inconmensurable Charly Parker, Bird para los amigos.
Ahí el bueno de Cortázar me ha desarmado. Con él os dejo, en compañía de Bird.
Cuando leo una novela que me gusta, o sobretodo cuando leo una que me marca, no se trata ya de recordar la trama o lo que en ella sucede. Sobretodo creo un vínculo especial con los personajes. En muchos casos siento una identificación, una empatía con ellos; o admiración. A partir de ese momento siempre que sucede algo, que hago algo que guarda cierta similitud con ese personaje, lo recuerdo. O pienso, él o ella habría hecho esto o aquello. Se convierten en amigos y si algo me sabe mal cuando termino de leerlo, es haber perdido un amigo. Por lo menos a mí me sucede algo parecido a eso. Es una especie de abatimiento. Suele pasarme que, tras leer un libro que me cause una sensación intensa, tardo un tiempo en empezar la lectura de otro. Es parecido a una ruptura, un trance de inactividad reflexiva que no deseo que nada ni nadie interrumpa hasta que siento que ha llegado el momento de seguir.
Me gustó mucho –y me costó mucho, quizás por eso- leer Ulisses de Joyce –sí, fui yo ¿qué pasa? Lo siento como una de esas cumbres, ya no de la literatura, sino personales. El poder afirmar y afirmarme que he leído Ulisses. La intensidad psicológica de los personajes de esa novela es insuperable. Toda la novela transcurre en un solo día en la vida de Stephen Dedalus y Leopold y Molly Bloom. Qué hacen, adonde van… Qué dicen entre ellos, pero como lo diríamos entre amigos, en el sentido en que yo puedo hablar de un amigo sin mencionar su nombre. O él referirse a mí por mi nombre de pila, por mi apellido según sea el caso, por mi mote o por algún apelativo cariñoso. En la novela sobre nuestra vida leeremos palabras y códigos que sólo unos pocos comprenderán, mientras que otros necesitarán una explicación. Palabras que sabremos quien las dijo porque son características de una sola persona. A eso me refiero. Pero sobretodo, y ahí radica la genialidad de Joyce, qué piensan tal y como lo piensan. Retazos inconexos que uno mismo deberá hilvanar. Es un relato sin masticar, sin la explicación narrativa del ser que suele situarse por encima de los personajes para dar las conexiones hechas. No sé si me explico…
Cuando terminé la novela me pasé una buena temporada sin la capacidad para leer nada más. La huella que dejaron en mí los personajes fue brutal, y perderlos me dejó totalmente abatido. Quizás también exhausto por la frecuencia con que consultaba el diccionario…
Y volviendo a las primeras páginas del Retrato de artista adolescente, empecé leyendo la historia de un niño que se llama Stephen. Se suceden personajes a velocidad de vértigo, mencionándolos sin describirlos, pues eso ya lo dará el relato. Todo desde la perspectiva de un niño, al estilo del Señor Sömmer de Süskind. Hasta que el niño se presenta a un alumno mayor que él, muy bruto, con el nombre de Stephen Dedalus. Fue entonces cuando supe –si bien antes sospechaba sin siquiera pensarlo- que me gustaría. Había reencontrado al protagonista de Ulisses, pero esta vez lo iba a conocer cuando era adolescente.
Me encantan estas cosas.
He recordado esto leyendo Las armas secretas de Cortázar. Hace unos quince años vi Blow Up de Antonioni casi por casualidad. De inmediato se convirtió en una de mis películas favoritas y más revisitadas. Años después supe que esa película estaba basada en un relato de Cortázar, aunque no me preocupé demasiado por averiguar qué relato. De hecho, este dato había quedado enterrado bajo unos cuantos repliegues de mi cerebro. Hasta hace unos días, cuando empiezo a leer Las babas del diablo, relato incluido en Las armas secretas, y voy percibiendo cierta familiaridad, algo de déjà vu, pero siendo consciente que no, que nunca he leído este relato. Pero sí, me doy cuenta que es el relato en el que se basó Antonioni. No es la misma historia, no tiene nada que ver la una con la otra. No son los mismos personajes, ni el mismo lugar, pero es un reflejo fugaz del original pasando ante el cristal de un escaparate. Una huella en la arena que las olas han desdibujado.
A mí estas tonterías me emocionan.
Y como colofón, el siguiente relato –El perseguidor- es un homenaje al gran, inconmensurable Charly Parker, Bird para los amigos.
Ahí el bueno de Cortázar me ha desarmado. Con él os dejo, en compañía de Bird.
2 comentarios:
Arrebatos, este es un homenaje a los personajes de los libros. Es uno de los mejores posts que he leído en todo este tiempo de blogs...
Por mi aparte recuerdo los personajes de Rayuela como conocidos y amigos. Conocidos, los miembros del Club de la Serpiente, amigos , La Maga, Oliveira, Talita, su compañero, y familiares los piolines.
Releeré
Ulises
que lei mal, lo confieso, porque en ese tiempo me distraje..., sí, y quiero releer este libro. Lo haré.
Siempre recordé a Arrebatos.
Grax por la entrañable voz de Julio(es una manera de aprozimarme a el Crnnpio Julio Cortázar: llamarle por su nombre).
Chao.
Coincido: una bella entrada.
... pero te faltón una presa: la última piedra, Finnegans Wake.
Libro donde no los hay.
Es posible que todo lo que de siga de él sea pura basura, así como esto que digo: y por eso me encanta tanto.
Finnegans Wake tiene la delicadeza de cagarse en todo lo que creemos critica literaria.
y eso es de agradecer... como se díce ahí: que bienalto el gallo cante, para que la polla se levante.
Publicar un comentario