jueves, 18 de diciembre de 2008

Almas de bar (o de café) II

Reabro el tema porque no he podido (ni lo he intentado) evitar la tentación de añadir dos fotos más, sobre todo la última de ellas, que pongo aquí en sincero homenaje a Don Gregorio.

Kertesz -  Elizabeth and I in a cafe in Montparnasse

"Elizabeth and I in a cafe in Montparnasse" de André Kertesz

The Hemingways at a cafe, Pamplona, Spain, 1925

The Hemingways at a cafe, Pamplona, Spain, 1925

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Almas de bar (o de café)

Entiendo que no sirven las fotos de Bogart ni de Peter Lorre en el Rick’s Café de Casablanca, ni las de John Wayne en un pub en Innisfree. Es decir, que para esta colección la ficción cinematográfica queda al margen y sólo sirve el imaginario particular. Bien, pues con la venia de Don Gregorio añado (o complemento, o vaya usted a saber si deterioro) su lista de almas de bar.

Nat King Cole y Frank Sinatra en plena exaltación de la amistad

El arrugado Beckett meditando qué palabras podría suprimir de su vocabulario para su próxima novela.

Fernande Olivier (amante de turno de), Georges Braque y André Derain fotografiados por Picasso, ahí es ná.

Y el gran Montalbán en el mítico Boadas (nos parecemos en eso, en los copazos en Boadas).

Don Gregorio, otro día le respondo con la Bacall (o la Birkin), a su post sobre la Hayworth (con perdón).

martes, 16 de diciembre de 2008

Noticiario grotesco

Hay días que uno lee el periódico y todo le parece como sacado de un manual de noticias pintorescas para publicar el día de los santos inocentes. Porque aunque un secuestro nunca deba tratarse como cosa de broma, resulta inevitable la media sonrisa ante la ironía de que secuestren a un experto antisecuestros. Sí, de humor negro la sorna con la que los secuestradores habrán planeado su acción.

Mención aparte merecería la noticia financiera de la jornada, la que ha destapado la mayor estafa de toda la historia, cincuenta mil millones de nada. O por lo menos la mayor estafa de toda la historia perpetrada por una sola persona, porque parece que ya nos hayamos olvidado de las ayudas a fondo perdido para rescatar los bancos que alegremente han dilapidado sus arcas en (entre otras minucias) inmorales sueldos a sus directivos. Y digo que merecería mención aparte si no fuera porque en este país estamos curados de estos espantos, y si ya antes no nos parecía raro que un gran triunfador de las finanzas fuera en realidad un grandísimo chorizo –estoy pensando en Mario Conde, en Javier de la Rosa y en tantos otros que avalan lo que digo–, a día de hoy hasta nos parece de lo más normal.

Pero lo que más me ha llamado la atención –no en balde es la noticia de la semana– es el asunto del zapatazo. No la acción en sí, por mucho de épica y poética que atesore, sino por el simbolismo que ha generado: el zapato como símbolo del rechazo a Bush y por extensión al ejército de ocupación de EEUU por parte de la población iraquí. No me negaréis la belleza de la metáfora. Es tanto o más bella que los claveles taponando los fusiles en el Portugal de 1974. Me pregunto si habrá una revolución de los zapatos. Y me pregunto también si habré sido sólo yo, o quizás a algún aficionado a encontrar analogías también le habrá pasado por la cabeza esa escena (a partir del tercer minuto y treinta segundos) de “La vida de Brian”…


jueves, 11 de diciembre de 2008

Réquiem por un quesito

Durante buena parte de mi infancia la merienda diaria consistió en un pedazo de pan y un quesito; una de esas porciones de queso –una octava parte de la circunferencia– envueltas en papel de aluminio. De forma ocasional esa porción de queso era substituida por un trozo –cuatro cuadros de la tableta– de chocolate. Pero sólo en los días especiales. Otras veces, por fortuna las menos, la porción envuelta era de membrillo. Pero la reina indiscutible, la que más veces ayudó a tragar el pedazo de pan, fue la porción de queso.

Y hoy, cuando esa época quedó ya tan atrás y es sólo a través del sentido del gusto que todavía puedo evocarla, he leído la noticia del cierre de la entrañable fábrica de quesitos “El Caserío”. Hoy se ha roto uno de los pocos –quizás el último– lazo que me ataba todavía a mi infancia.