viernes, 6 de febrero de 2009

Tránsitos

Agarrado a la baranda oxidada de mi terraza, me entretenía mirando la agitación de la calle y la vida confortable tras las ventanas y balcones iluminados de enfrente. Me quedaba ahí de pie, fumando un cigarrillo tras otro, envidiando lo que imaginaba a partir de lo que veían mis ojos hasta que, no por tener algo mejor que hacer sino por hacer algo distinto, regresaba al interior. Habían pasado apenas dos o tres meses, cinco quizá, desde mi mudanza y mi casa era una sucesión de espacios tan solo habitados por el eco de mis pasos y una docena de cajas de cartón donde guardaba los restos del naufragio. Había una parte de envidia y otra de anhelo en aquello que me lanzaba a agarrarme a esa baranda oxidada, porque desde ahí veía salitas amuebladas de confortables sillones junto a una lámpara de lectura, mesas en las que se compartían cenas, cortinas tras las que se intuían sombras viviendo una vida moderadamente feliz. Mientras que yo no tenía nada ni a nadie. No había sofá ni sillón sino una silla plegable de madera, ni lamparita sino una bombilla colgada del techo. Y mientras mi vecino de enfrente compartía su vida con una chica guapísima, yo estaba solo. En realidad extirpado. Aunque por aquel entonces no me sentía solo sino desubicado, algo temeroso, pero contento de haber tomado las riendas para dar un vuelco a una existencia tan llena de costumbres que no quedaba espacio para el aire fresco. Y pensaba que me gustaría que llegara el día en que pudiera tener un sillón cómodo donde leer a la luz de una lamparita. Lo de la compañía ni me lo planteaba y cuando lo hice las prefería con fecha de caducidad anunciada.

Pero parece ser que el piso de enfrente era de alquiler, y esa pareja dejó paso a otros. Y ahora es un tumulto de gente en tránsito, bultos cubiertos por sábanas, paredes desnudas y ropa tendida. No queda ni el recuerdo de eso que parecía un hogar y que ahora sólo es un lugar donde apenas estar. Y pienso que, quizás, alguno de esos nuevos vecinos a veces se apoya en su baranda para mirar en dirección a mi casa. Y ahí, entre las cortinas, ve un lugar confortable, con una mesa donde compartir cenas y un cómodo sofá alumbrado por una lamparita para leer mientras apoyo los pies descalzos sobre la alfombra, junto a una chica guapísima. Y pienso que, quizás, también él sienta algo de envidia.


(sugerencia de consumo)
Los restos del naufragio de Enrique Bunbury en directo

2 comentarios:

Celia dijo...

Tu alfombra es mágica.
Estoy convencida de que vuela.
No te da la sensación de que a veces nos despega un poquito del suelo?

Anónimo dijo...

es por este tipo de posts por los que un dia me dije: "yo a este tipo tengo que conocerle".