Escógeme diez
Para los que huimos de la música de radiofórmula, descubrir algo de nuestro gusto en esa no tan remota época previa a internet nunca fue una tarea fácil. Ahora es muy sencillo: te recomiendan algo, o lees una reseña en una revista, lo buscas y lo escuchas. Antes, o tenías un amigo que te lo grabara en una cinta o te dejara el vinilo, o en la tienda de discos te lo dejaban escuchar, o te arriesgabas y comprabas sin saber a ciencia cierta qué era eso. Tengo algunos que no valen ni el plástico del que están hechos. Afortunadamente, a finales de los ochenta me hice amigo del dueño de una pequeña tienda de discos que tenía auténticas joyas. Su especialidad eran los piratas de la década de los 60 y 70, pero también traía buen material oficial. Y así, poco a poco, escuchando un disco tras otro –me pasé horas en esa tienda– comencé mi pequeña colección y terminé por definir mis gustos musicales.
La tienda cerró –él se hizo mayorista– y yo fui ampliando mi particular banda sonora, hasta que me picó el gusanillo del jazz. Y fue como empezar de cero. A parte del disco recopilatorio de Charlie Parker que regalaban con una revista, no tenía ningún otro referente. No sabía qué estilos me gustaban y cuales no. Ignoraba por completo su evolución, sus maestros, los instrumentos que tocaban. No sabía absolutamente nada del jazz y eso me desorientaba mucho, sentía que andaba por terreno pantanoso. Fui varias veces a una tienda que tenía un enorme surtido de jazz, y varias veces que regresé de vacío. Pero uno de esos días que miraba portadas esperando encontrar la inspiración, se me acercó uno de los vendedores, un negro de dos por dos metros con acento francés, y me preguntó si buscaba algo en concreto. Debía llevar algo así como media hora entre los expositores, así que me encomendé a su criterio y le dije recomiéndame algo. Ahora lo pienso y me parece ridículo. Alguien que entre en una tienda de discos y pida eso, “recomiéndame algo”, sin saber qué tipo de música le gusta. Pero así fue. Y además el tipo fue listo, porque me recomendó lo que yo (y cualquiera) recomendaría a un neófito: “Kind of Blue” de Miles Davis. Y además me hizo ver que los grupos de jazz son circunstanciales, que se hacen para grabar un disco y deshacen después. Si te gusta, me dijo, sigue después con el saxofonista y el pianista. Y así lo hice. En esa época me hubiera gustado que alguien me dijera, mira, estos discos son muy buenos, escúchalos a ver qué te parecen. Pero no fue así y tuve que ir despacito, a base de ensayo y error, hasta que le empecé a vislumbrar los márgenes a ese vastísimo mundo del jazz.
Esta es la razón por la que ahora me atrevo –y sabiendo que me arrepentiré– a hacer una lista con mis diez (o más) imprescindibles. Y ojo que no he dicho mejores, que eso, si acaso, es tarea de ellos mismos, de los propios músicos.
Empezaré por el décimo, que en realidad serán tres. Imagino que un torero en China debe tener en su país la misma repercusión que tuvo Tete Montoliu en España en su mejor época, que no trascendió más allá del testimonial circuito de jazz nacional. Poco antes de morir –y sobre todo después, usando la etiqueta patria para vender– se reivindicó su figura, pero merece más, pues ha sido uno de los mejores pianistas que ha dado el jazz en el mundo y, probablemente, el mejor en Europa. A Tete lo tenemos en trío (piano, bajo y batería), formación en la que destaco “Blues For Myself”, editado en 1977 y “A tot jazz!”, porque es la grabación de un concierto realizado en el verano del 65 en la sala Jamboree de Barcelona. Solo al piano, más melancólico, elijo “Songs For Love” de 1974.
A continuación tenemos una reunión mítica no sólo por los músicos, que también, sino por el vuelco que le dio a la industria discográfica y lo que significó para los músicos de la época. El “Jazz at Massey Hall”, una delicia de be-bop con Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Bud Powell, Charlie Mingus y Max Roach, de hecho una reunión de los mejores músicos de jazz del momento (que enfrentados al show business grabaron ellos mismos el concierto)contratados por una asociación de aficionados de Toronto. Casi nada.
Sigo con la feliz idea de Stan Getz de llamar a Joao Gilberto para sacarse de la manga esa maravillosa fusión que fue la bossa nova en la que, además, le dieron la voz cantante a la deliciosa Astrud Gilberto. Existen incontables ediciones etiquetadas Getz/Gilberto. Cualquiera en la que la Gilberto cante “The Girl From Ipanema”, “Once Upon A Summertime”, “Corcovado”, “Manha De Carnaval” o suene el “Desafinado” es suficiente para tumbarse al fresco bajo las estrellas de una noche de verano con una copa de cachaça con hielo picado en la mano.
A mediados de los cuarenta, Miles Davis empezó tocando su trompeta en bandas de jazz como la de Charlie Parker hasta que, a finales de década, empezó por su cuenta a organizar sesiones con varios de los mejores músicos del momento. Fue un precursor no sólo por la forma, sino porque los arreglos musicales sobre piezas be-bop eran totalmente innovadores. Todo ese movimiento pasó a llamarse cool jazz y de esa experiencia salió “Birth of Cool”, publicado en 1956, un imprescindible para todo buen aficionado al jazz.
Después de eso, inquieto y genial, Miles reunió a su rededor a John Coltrane (saxo tenor), Red Garland (piano), Paul Chambers (bajo) y Philly Joe Jones (percusión) para formar el Miles Davis Quintet. De los cinco discos que publicaron puedo nombrar el primero, “Round Aboud Midnight” de 1955, pero no me atrevo a apuntar cual fue el mejor. Lo ideal sería quedarse con los tres discos que forman las “Complete Studio Recordings” de ese fundamental quinteto de músicos.
Dejo el cool y el be-bop para retroceder al swing de la mano de uno de sus grandes saxos tenores: Ben Webster. Su estilo y forma de tocar, como si te susurrara las melodías al oído, hace que te sientas flotando sobre la música, dulcemente. Es uno de mis insustituibles, sobre todo cuando quiero relajarme tras un mal día, sentado en el sofá y con una copa de tinto. Lo descubrí en un maravilloso directo: “At The Renaissance”, de 1960, o una de sus obras maestras, con Tete Montoliu Trio, “Gentle Ben”, de 1972.
Fue uno de los fundadores del be-bop así como compositor de algunos estándares de jazz, pero debido a su muy personal estilo de tocar el piano, muy alejado de los estándares de la época, y su tendencia a la improvisación, a Thelonious Monk el estatus de grande del jazz le llegó tarde, pero ahí se quedó. Sus grabaciones de los primeros cincuenta son una delicia, pero no fue hasta que formó cuarteto con John Coltrane que alcanzó la categoría de mito. De esa época es “Thelonious Monk Quartet with John Coltrane At Carnegie Hall”, imprescindible, y más tarde, ya en 1966, “Straight, No Chaser”.
Decir que John Coltrane estuvo en la grabación de “Kind Of Blue” y en el Miles Davis Quintet ya sería suficiente para pasar a la historia, pero es que antes, en el 57, había grabado el soberbio “Blue Train”, y después de eso parió “Bye Bye Blackbird” en el 62 y su obra cumbre “A Love Supreme” en el 64. Creativo, vanguardista, en total “sólo” tocó su saxo en medio centenar de discos (algunos memorables conciertos junto a Miles Davis), y eso porque murió joven, a los cuarenta años.
Si no existiera Miles Davis, Bill Evans, que también estuvo en “Kind Of Blue”, sería sin duda mi favorito. Decía Miles que nadie tocaba el piano como él, acariciando las teclas para que fluyera una música que es la esencia misma de la melancolía, la banda sonora perfecta para una tarde de otoño, o de esas noches solitarias en las que los recuerdos de tiempos pasados nos acompañan. La formación en trío de Bill Evans (con Scott La Faro al bajo y Paul Motian a la batería) a principios de los sesenta todavía no ha sido ni siquiera igualada. Ahí están “Waltz For Debby” y posteriormente publicado “Sunday At The Village Vanguard”, ambos de la grabación que se realizó en esta mítica sala en 1961, que a la postre resultó irrepetible pues días después del concierto, Scott La Faro moría en un accidente de coche a los veinticinco años.
Y finalmente –sí, ya sé que han sido once y no diez– cierro con el ya varias veces mencionado “Kind Of Blue” de Miles Davis con John Coltrane, Bill Evans, el contrabajista Paul Chambers, Julian "Cannonball" Adderley –debí incluir “Something Else”– al saxo alto y Jimmy Cobb a la batería. Son tantos los motivos para disfrutar este disco, y se ha escrito tanto sobre él, que no merece la pena ni siquiera empezar a enumerarlos. Basta con apuntar que está ahí y que es el mejor. Punto.
La tienda cerró –él se hizo mayorista– y yo fui ampliando mi particular banda sonora, hasta que me picó el gusanillo del jazz. Y fue como empezar de cero. A parte del disco recopilatorio de Charlie Parker que regalaban con una revista, no tenía ningún otro referente. No sabía qué estilos me gustaban y cuales no. Ignoraba por completo su evolución, sus maestros, los instrumentos que tocaban. No sabía absolutamente nada del jazz y eso me desorientaba mucho, sentía que andaba por terreno pantanoso. Fui varias veces a una tienda que tenía un enorme surtido de jazz, y varias veces que regresé de vacío. Pero uno de esos días que miraba portadas esperando encontrar la inspiración, se me acercó uno de los vendedores, un negro de dos por dos metros con acento francés, y me preguntó si buscaba algo en concreto. Debía llevar algo así como media hora entre los expositores, así que me encomendé a su criterio y le dije recomiéndame algo. Ahora lo pienso y me parece ridículo. Alguien que entre en una tienda de discos y pida eso, “recomiéndame algo”, sin saber qué tipo de música le gusta. Pero así fue. Y además el tipo fue listo, porque me recomendó lo que yo (y cualquiera) recomendaría a un neófito: “Kind of Blue” de Miles Davis. Y además me hizo ver que los grupos de jazz son circunstanciales, que se hacen para grabar un disco y deshacen después. Si te gusta, me dijo, sigue después con el saxofonista y el pianista. Y así lo hice. En esa época me hubiera gustado que alguien me dijera, mira, estos discos son muy buenos, escúchalos a ver qué te parecen. Pero no fue así y tuve que ir despacito, a base de ensayo y error, hasta que le empecé a vislumbrar los márgenes a ese vastísimo mundo del jazz.
Esta es la razón por la que ahora me atrevo –y sabiendo que me arrepentiré– a hacer una lista con mis diez (o más) imprescindibles. Y ojo que no he dicho mejores, que eso, si acaso, es tarea de ellos mismos, de los propios músicos.
Empezaré por el décimo, que en realidad serán tres. Imagino que un torero en China debe tener en su país la misma repercusión que tuvo Tete Montoliu en España en su mejor época, que no trascendió más allá del testimonial circuito de jazz nacional. Poco antes de morir –y sobre todo después, usando la etiqueta patria para vender– se reivindicó su figura, pero merece más, pues ha sido uno de los mejores pianistas que ha dado el jazz en el mundo y, probablemente, el mejor en Europa. A Tete lo tenemos en trío (piano, bajo y batería), formación en la que destaco “Blues For Myself”, editado en 1977 y “A tot jazz!”, porque es la grabación de un concierto realizado en el verano del 65 en la sala Jamboree de Barcelona. Solo al piano, más melancólico, elijo “Songs For Love” de 1974.
A continuación tenemos una reunión mítica no sólo por los músicos, que también, sino por el vuelco que le dio a la industria discográfica y lo que significó para los músicos de la época. El “Jazz at Massey Hall”, una delicia de be-bop con Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Bud Powell, Charlie Mingus y Max Roach, de hecho una reunión de los mejores músicos de jazz del momento (que enfrentados al show business grabaron ellos mismos el concierto)contratados por una asociación de aficionados de Toronto. Casi nada.
Sigo con la feliz idea de Stan Getz de llamar a Joao Gilberto para sacarse de la manga esa maravillosa fusión que fue la bossa nova en la que, además, le dieron la voz cantante a la deliciosa Astrud Gilberto. Existen incontables ediciones etiquetadas Getz/Gilberto. Cualquiera en la que la Gilberto cante “The Girl From Ipanema”, “Once Upon A Summertime”, “Corcovado”, “Manha De Carnaval” o suene el “Desafinado” es suficiente para tumbarse al fresco bajo las estrellas de una noche de verano con una copa de cachaça con hielo picado en la mano.
A mediados de los cuarenta, Miles Davis empezó tocando su trompeta en bandas de jazz como la de Charlie Parker hasta que, a finales de década, empezó por su cuenta a organizar sesiones con varios de los mejores músicos del momento. Fue un precursor no sólo por la forma, sino porque los arreglos musicales sobre piezas be-bop eran totalmente innovadores. Todo ese movimiento pasó a llamarse cool jazz y de esa experiencia salió “Birth of Cool”, publicado en 1956, un imprescindible para todo buen aficionado al jazz.
Después de eso, inquieto y genial, Miles reunió a su rededor a John Coltrane (saxo tenor), Red Garland (piano), Paul Chambers (bajo) y Philly Joe Jones (percusión) para formar el Miles Davis Quintet. De los cinco discos que publicaron puedo nombrar el primero, “Round Aboud Midnight” de 1955, pero no me atrevo a apuntar cual fue el mejor. Lo ideal sería quedarse con los tres discos que forman las “Complete Studio Recordings” de ese fundamental quinteto de músicos.
Dejo el cool y el be-bop para retroceder al swing de la mano de uno de sus grandes saxos tenores: Ben Webster. Su estilo y forma de tocar, como si te susurrara las melodías al oído, hace que te sientas flotando sobre la música, dulcemente. Es uno de mis insustituibles, sobre todo cuando quiero relajarme tras un mal día, sentado en el sofá y con una copa de tinto. Lo descubrí en un maravilloso directo: “At The Renaissance”, de 1960, o una de sus obras maestras, con Tete Montoliu Trio, “Gentle Ben”, de 1972.
Fue uno de los fundadores del be-bop así como compositor de algunos estándares de jazz, pero debido a su muy personal estilo de tocar el piano, muy alejado de los estándares de la época, y su tendencia a la improvisación, a Thelonious Monk el estatus de grande del jazz le llegó tarde, pero ahí se quedó. Sus grabaciones de los primeros cincuenta son una delicia, pero no fue hasta que formó cuarteto con John Coltrane que alcanzó la categoría de mito. De esa época es “Thelonious Monk Quartet with John Coltrane At Carnegie Hall”, imprescindible, y más tarde, ya en 1966, “Straight, No Chaser”.
Decir que John Coltrane estuvo en la grabación de “Kind Of Blue” y en el Miles Davis Quintet ya sería suficiente para pasar a la historia, pero es que antes, en el 57, había grabado el soberbio “Blue Train”, y después de eso parió “Bye Bye Blackbird” en el 62 y su obra cumbre “A Love Supreme” en el 64. Creativo, vanguardista, en total “sólo” tocó su saxo en medio centenar de discos (algunos memorables conciertos junto a Miles Davis), y eso porque murió joven, a los cuarenta años.
Si no existiera Miles Davis, Bill Evans, que también estuvo en “Kind Of Blue”, sería sin duda mi favorito. Decía Miles que nadie tocaba el piano como él, acariciando las teclas para que fluyera una música que es la esencia misma de la melancolía, la banda sonora perfecta para una tarde de otoño, o de esas noches solitarias en las que los recuerdos de tiempos pasados nos acompañan. La formación en trío de Bill Evans (con Scott La Faro al bajo y Paul Motian a la batería) a principios de los sesenta todavía no ha sido ni siquiera igualada. Ahí están “Waltz For Debby” y posteriormente publicado “Sunday At The Village Vanguard”, ambos de la grabación que se realizó en esta mítica sala en 1961, que a la postre resultó irrepetible pues días después del concierto, Scott La Faro moría en un accidente de coche a los veinticinco años.
Y finalmente –sí, ya sé que han sido once y no diez– cierro con el ya varias veces mencionado “Kind Of Blue” de Miles Davis con John Coltrane, Bill Evans, el contrabajista Paul Chambers, Julian "Cannonball" Adderley –debí incluir “Something Else”– al saxo alto y Jimmy Cobb a la batería. Son tantos los motivos para disfrutar este disco, y se ha escrito tanto sobre él, que no merece la pena ni siquiera empezar a enumerarlos. Basta con apuntar que está ahí y que es el mejor. Punto.
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