Sopa de letras
La fecha en la que debía entregar el manuscrito de su novela estaba cada día más cerca; un montón de folios escritos acumulaba polvo en un rincón de su escritorio desde hacía semanas, pero Osvaldo sabía que faltaba algo, ese pequeño detalle que le permitiera dar por cerrado el círculo que había trazado a lo largo de más de quinientas páginas y que no había conseguido cerrar ¿O era, acaso, que no lo había abierto? Lo intuía como una bruma, una masa sin límites precisos que era incapaz de aprehender y narrar, una forma difusa que se deshilachaba entre sus dedos cada vez que se acercaba dando torpes manotazos. Andaba como un enajenado; desconectaba de la realidad y regresaba a ella bruscamente cuando el cigarrillo se le consumía entre los dedos y le quemaba. Se abandonaba sosteniendo la cucharilla con azúcar para recuperarse cuando el café ya estaba frío. Tropezaba en los bordillos de la calle, se le caían las monedas o pagaba con un billete grande sin esperar el cambio en el kiosco de la esquina. Imaginaba sentado al volante en los semáforos hasta que los bocinazos irritados lo regresaban a la luz verde casi ámbar. La cuenta de los días avanzaba y a cada insomne vigilia se le anudaba una nueva duda en el estómago. ¿Sería capaz de cerrar su novela o se vería obligado a entregarla tal cual, insatisfecho y disgustado?
Lárgate unos días fuera, desconecta y distráete, le había aconsejado su editor, algo inquieto por si no se llegaba a tiempo para la feria del libro. Estás bloqueado precisamente por tu obsesión, le insistía, para rematar que había entrado en bucle. En este estado no verías la solución ni que la tuvieras ante tus narices escrita en luces de neón.
Finalmente convencido, Osvaldo decide largarse unos días a su casa de la montaña. Se acerca al supermercado a comprar algunas cosas: vino, latas, pasta, dieta de subsistencia. Pasa distraído por un pasillo de estantes atestados y de forma involuntaria tira un paquete de pasta de sopa de letras. En un acto reflejo se lanza tras él, pero desatento como anda, no atina a alcanzarlo y revienta contra el suelo desparramando todo su contenido. Descreído y poco dado a confiar en los milagros del azar, todavía de rodillas, Osvaldo no podrá evitar admitir que lo que se muestra ante sus ojos debe ser incluido, por fuerza, en la categoría de lo extraordinario. Cubriendo buena parte del suelo ante él las letras han quedado distribuidas en hileras, agrupadas en palabras que, si bien es notable la cantidad de pueriles faltas de ortografía, la ausencia de acentos y un estilo tan lamentable que bien podría atribuirse a Bucay pero que perdonará por tratarse de la primera –y póstuma– incursión de un paquete de pasta en la literatura, es indudable que forman un fragmento de relato, y lo más admirable, que se acerca mucho a esa bruma difusa que él mismo ha sido incapaz de trasladar al papel. No es cuestión de buscar ahora explicaciones, pues tiempo habrá, piensa, y rápidamente se aplica a copiar en una libretita el texto.
El servicio de limpieza en los supermercados no debería ser tan eficiente, comenta el editor a la salida de comisaría. Pero tampoco hacía falta que saltaras sobre esa pobre chica y la molieras a bastonazos con el palo de la fregona. Y no te preocupes por la fianza, ya te la descontaré de las ventas de tu próxima novela. ¿Porque hay novela, no? Tuviste tiempo de leerlo todo espero.
Lárgate unos días fuera, desconecta y distráete, le había aconsejado su editor, algo inquieto por si no se llegaba a tiempo para la feria del libro. Estás bloqueado precisamente por tu obsesión, le insistía, para rematar que había entrado en bucle. En este estado no verías la solución ni que la tuvieras ante tus narices escrita en luces de neón.
Finalmente convencido, Osvaldo decide largarse unos días a su casa de la montaña. Se acerca al supermercado a comprar algunas cosas: vino, latas, pasta, dieta de subsistencia. Pasa distraído por un pasillo de estantes atestados y de forma involuntaria tira un paquete de pasta de sopa de letras. En un acto reflejo se lanza tras él, pero desatento como anda, no atina a alcanzarlo y revienta contra el suelo desparramando todo su contenido. Descreído y poco dado a confiar en los milagros del azar, todavía de rodillas, Osvaldo no podrá evitar admitir que lo que se muestra ante sus ojos debe ser incluido, por fuerza, en la categoría de lo extraordinario. Cubriendo buena parte del suelo ante él las letras han quedado distribuidas en hileras, agrupadas en palabras que, si bien es notable la cantidad de pueriles faltas de ortografía, la ausencia de acentos y un estilo tan lamentable que bien podría atribuirse a Bucay pero que perdonará por tratarse de la primera –y póstuma– incursión de un paquete de pasta en la literatura, es indudable que forman un fragmento de relato, y lo más admirable, que se acerca mucho a esa bruma difusa que él mismo ha sido incapaz de trasladar al papel. No es cuestión de buscar ahora explicaciones, pues tiempo habrá, piensa, y rápidamente se aplica a copiar en una libretita el texto.
El servicio de limpieza en los supermercados no debería ser tan eficiente, comenta el editor a la salida de comisaría. Pero tampoco hacía falta que saltaras sobre esa pobre chica y la molieras a bastonazos con el palo de la fregona. Y no te preocupes por la fianza, ya te la descontaré de las ventas de tu próxima novela. ¿Porque hay novela, no? Tuviste tiempo de leerlo todo espero.
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