miércoles, 16 de marzo de 2011

Señorío y servidumbre

Llega un pequeño grupo de hombres y mujeres de aspecto distinguido al restaurante, un restaurante caro y conocido por su excelente cocina y mejor servicio, y solicitan al camarero que sale a su encuentro la mejor mesa del local. Éste los acomoda muy amablemente en una mesa apartada junto a los ventanales, desde donde se divisa una magnífica panorámica de la ciudad. Echan una rápida y desganada mirada a través de los cristales y acto seguido sacan sus flamantes iPhones y empiezan a toquetear la pantallita.

Tras un tiempo prudencial, regresa el camarero y les pregunta si ya han decidido lo que tomarán. Entonces ellos levantan la mirada y visiblemente contrariados por la interrupción, cogen la carta y eligen al azar, probablemente lo más caro. En todo el rato que llevan sentados a la mesa no se han dirigido la palabra.

Casi de inmediato aparece el sumiller con una excelente botella, sin duda la más cara. Escancia el vino y les solicita su aprobación. Vuelven a levantar de soslayo la mirada y, uno tras otro, vacían de un trago las copas, que vuelven a dejar con amanerada indiferencia sobre el mantel. Al poco rato aparecen dos camareros llevando una sopera en un carrito. Preparan la mesa con platos, cuencos y cubiertos y les sirven una humeante y deliciosa crema. Durante todo el solemne ritual el distinguido grupo no ha levantado ni un momento la mirada, que sigue fija en sus pantallitas mientras deslizan los dedos sobre ella. Los camareros se retiran con el mismo sigilo con que han aparecido.

Tras un buen rato, quizás quince o veinte minutos después de haber sido servidos, uno de ellos levanta la mirada, deja su aparato sobre la mesa, coge la cuchara y prueba la crema. Le comenta algo a su compañero de la derecha, que también deja el aparato y la prueba. Contrariado, suelta bruscamente la cuchara contra el plato y grita al camarero, que acude raudo a atenderles. La crema está fría. Esa es la grosera queja. El camarero, incrédulo pero manteniendo la compostura, trata de justificar el motivo por el que se ha enfriado, lo que parece irritar todavía más al distinguido grupo, que con altiva arrogancia y haciendo gala de todo su desprecio, se levanta de la mesa y se larga sin comer la crema y sin pagar la cuenta.

Imaginad por un momento la desagradable sensación de frustración, rabia contenida, impotencia y estafa que sentirán el camarero, el sumiller y el cocinero del restaurante. Bien, pues así es como se siente uno cuando trabaja para la administración pública en este país.

1 comentario:

Juan Marin dijo...

demasiado suave