Una tarde soleada
Ayer estuve despierto hasta muy tarde –o muy temprano, según se mire- y el día de hoy, para mí, ha empezado pasado el mediodía. Iba a desayunar, pero como la nevera tenía eco he bajado a comprar algunas cosas. Después de comer a punto he estado de echarme una siesta, pero me ha dado vergüenza, así que he decidido hacer algo de provecho.
Hacía un buen día. A esa hora algunas nubes deshilachadas cruzaban el cielo, que salvo esas interferencias era de un azul limpísimo. Tras cuatro días seguidos lloviendo sobre Barcelona, hoy el aire estaba limpio y transparente. Era un buen día para echar unas fotos, así que he cogido la chaqueta, la cámara y me he lanzado escaleras abajo hacia la calle.
Ya de camino al metro he decidido que era un buen día para visitar el cementerio.
He ido al Cementerio del Este, también llamado del Poblenou, en Barcelona. Salvo la mujer que vigilaba la entrada, una mexicana muy amable, no había ni un alma. Bueno, quizás almas sí había, y gatos, pero personas consumiendo oxígeno sólo estaba yo. Es curioso lo de los gatos y los cementerios. Está claro que se sienten más cómodos entre personas muertas. Los había por todas partes. Sobre las lápidas, encaramados a una cruz, en los nichos… eso sí, siempre en el lado que daba el sol, dormitando. A mi paso levantaban de forma cansina la cabeza, entreabrían los ojos y me seguían con la mirada con semblante indiferente. Después seguían dormitando. Mientras caminaba por las avenidas abigarradas de nichos, me he sorprendido leyendo con curiosidad morbosa los nombres de las lápidas, a ver si daba con alguien conocido. Me ha producido una sensación extraña, no sabría cómo explicarlo. La monotonía de lápidas no logra darte una idea concreta de la muerte. Piensas que sí, que es algo que a la gente le pasa. Encontrarte de bruces con unas coronas de flores frescas es muy distinto. Te recuerda que pasa contínuamente. Que ahí acaba de pasar.
Este cementerio –construido en el S.XVIII- es un museo escultórico al aire libre. Pese a que iba con una idea fija, no recordaba con precisión dónde se encontraba la escultura que quería fotografiar, así que he estado paseando entre tumbas durante una hora. La distribución del cementerio es un tanto laberíntica, con pasillos y avenidas de altas paredes y patios interiores de un único acceso a través de un pórtico. Ha sido una verdadera delicia. Incluso he localizado la tumba de un personaje conocido por estas tierras, un cómico que se hacía llamar Cassen.
Pero vaya, que tras unas cuantas vueltas de más, al final he dado con ella. Tras una escalinata coronada por una monumental cruz céltica, me ha sobrecogido la imagen de El beso de la muerte, obra del escultor Jaume Barba. De esta habré hecho unas veinte fotos y de camino hacia la salida otras tantas. En total unas sesenta o setenta alegres y dicharacheras fotos del cementerio.
Cuando he llegado a la puerta me la he encontrado cerrada a cal y canto. En ese momento se me han ocurrido un montón de lugares más acogedores que ese para pasar la noche. Por fortuna ni siquiera he llegado a desesperarme, pues al momento he escuchado la voz de la simpática mexicana que me estaba buscando entre las tumbas. Siempre hago una ronda antes de cerrar, me ha dicho mientras me acompañaba hacia una salida lateral. Menos mal, le he respondido yo.
Después he ido a la Barceloneta a quitarme el susto con una caña y una tapa de anchoas.
Hacía un buen día. A esa hora algunas nubes deshilachadas cruzaban el cielo, que salvo esas interferencias era de un azul limpísimo. Tras cuatro días seguidos lloviendo sobre Barcelona, hoy el aire estaba limpio y transparente. Era un buen día para echar unas fotos, así que he cogido la chaqueta, la cámara y me he lanzado escaleras abajo hacia la calle.
Ya de camino al metro he decidido que era un buen día para visitar el cementerio.
He ido al Cementerio del Este, también llamado del Poblenou, en Barcelona. Salvo la mujer que vigilaba la entrada, una mexicana muy amable, no había ni un alma. Bueno, quizás almas sí había, y gatos, pero personas consumiendo oxígeno sólo estaba yo. Es curioso lo de los gatos y los cementerios. Está claro que se sienten más cómodos entre personas muertas. Los había por todas partes. Sobre las lápidas, encaramados a una cruz, en los nichos… eso sí, siempre en el lado que daba el sol, dormitando. A mi paso levantaban de forma cansina la cabeza, entreabrían los ojos y me seguían con la mirada con semblante indiferente. Después seguían dormitando. Mientras caminaba por las avenidas abigarradas de nichos, me he sorprendido leyendo con curiosidad morbosa los nombres de las lápidas, a ver si daba con alguien conocido. Me ha producido una sensación extraña, no sabría cómo explicarlo. La monotonía de lápidas no logra darte una idea concreta de la muerte. Piensas que sí, que es algo que a la gente le pasa. Encontrarte de bruces con unas coronas de flores frescas es muy distinto. Te recuerda que pasa contínuamente. Que ahí acaba de pasar.
Este cementerio –construido en el S.XVIII- es un museo escultórico al aire libre. Pese a que iba con una idea fija, no recordaba con precisión dónde se encontraba la escultura que quería fotografiar, así que he estado paseando entre tumbas durante una hora. La distribución del cementerio es un tanto laberíntica, con pasillos y avenidas de altas paredes y patios interiores de un único acceso a través de un pórtico. Ha sido una verdadera delicia. Incluso he localizado la tumba de un personaje conocido por estas tierras, un cómico que se hacía llamar Cassen.
Pero vaya, que tras unas cuantas vueltas de más, al final he dado con ella. Tras una escalinata coronada por una monumental cruz céltica, me ha sobrecogido la imagen de El beso de la muerte, obra del escultor Jaume Barba. De esta habré hecho unas veinte fotos y de camino hacia la salida otras tantas. En total unas sesenta o setenta alegres y dicharacheras fotos del cementerio.
Cuando he llegado a la puerta me la he encontrado cerrada a cal y canto. En ese momento se me han ocurrido un montón de lugares más acogedores que ese para pasar la noche. Por fortuna ni siquiera he llegado a desesperarme, pues al momento he escuchado la voz de la simpática mexicana que me estaba buscando entre las tumbas. Siempre hago una ronda antes de cerrar, me ha dicho mientras me acompañaba hacia una salida lateral. Menos mal, le he respondido yo.
Después he ido a la Barceloneta a quitarme el susto con una caña y una tapa de anchoas.
7 comentarios:
"Un personaje conocido por estas tierras, un cómico que se hacía llamar Cassen": Era un personaje habitual de aquel cine de los años sesenta y setenta que se hacía pasar por humorístico.
A mi me gustan los cementerios. No se conoce una ciudad si se ignoran sus cementerios. Lástima que acostumbremos a tener tan poco sentido de la ironía frente a la muerte.
De Cassen recuerdo vagamente su rostro, pero no consigo ubicarlo. Cuando intento recordar, la memoria, que es muy caprichosa, me recupera a Joan Capri en su personaje de doctor Caparrós y a mi padre riéndose ante el televisor.
No sé, don Gregorio, si le habrá llamado la atención el detalle, pero a mí me pareció de lo más natural que la persona que vigila el cementerio sea mexicana. Siempre me ha gustado esa narrativa sobretodo mexicana tan poco solemne con la muerte. Pienso en Rulfo, pero sobretodo en los cuentos mexicanos de Pere Calders, pues están entre las primeras lecturas no infantiles que cayeron en mis manos. Con siete u ocho años leí "Aquí descansa Nevares" y todavía lo recuerdo como un hito.
Ahora pienso que debería haber aprovechado la anécdota del cementerio cerrado para escribir un relato caldersiano.
Salute.
Relaciono todo como en un puzzle vivo. Tu relato con su foto, lo han propiciado. Si no fueran extraordinarios, la asociacioón recaería en squel corto que vi
Nueve vidas,
de Rodrigo García. Una madre y una niña en un cementerio conversando en una mañana soleada, con una iluminación semejante a la que se ve en tu foto. Un ambiente cálido, de melancolía y juego....
Ah, niet, esa luz era de atardecer (la de tu foto)... esa es mi propia asociaciòn, al margen.
Salute.
Anotación mental: Nueve vidas de Rodrigo García.
La buscaré.
Es porque los gatos comprenden millones de cosas que nosotros ni siquiera llegamos a imaginar.
Por eso a veces les ves mirándote desde el sofá con esa cara de "pero qué poquito sabes de la vida, hija..."
A mi me gustan los cementerios, algunos son museos al aire libre. Me gusta la escultura funeraria y también he dedicado horas a fotografiar verdaderas maravillas escultóricas. En cuanto al comentario sobre los gatos, si, es cierto, en casi todos los cementerios habitaban felinos (tambiénme gustan los gatos:-) )
Saludos
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