Elogio del dominguero
Según el diccionario de la RAE, un dominguero es aquel “que acostumbra a componerse y divertirse solamente los domingos o días de fiesta”. Por tanto no es exactamente esa definición la que debo aplicarme. En catalán existen dos términos que se acercan mejor a describir lo que hago: pixapins y camacu. Ambos tienen como objetivo definir, a la par que ofender, al habitante de la gran ciudad que escapa de ella para ir a la montaña o los pueblos, pero sin perder las peculiaridades y la manera de ser y comportarse del urbanita. El pixapins es literalmente un “meapinos”. El camacu es el bobalicón que va mirando con expresión de asombro, diciendo a todo “qué bonito, qué bonito” con marcado acento catalán de Barcelona. En este último grupo me incluyo sin ningún rubor. Pero, qué le voy a hacer si tengo la necesidad de escapar de vez en cuando de la gran ciudad. Escapar, pero con la certeza del regreso.
En esta ocasión, la excusa fue ir a comer a un restaurante en medio de un hayedo en el Montseny. Un hayedo que pasa por ser el más meridional de Europa. Pero sería absurdo desplazarse hasta allí sólo para comer, habiendo tantos y tan buenos restaurante en Barcelona donde, por el mismo precio (pues serán de pueblo, pero no tontos), uno puede ponerse las botas con platos de calidad. De acuerdo que el civet de jabalí bien merecía el viaje pero, insisto, la excusa es ir a comer, pero el verdadero objetivo es abandonar por unas horas el ruido, la contaminación y las incordiantes luces navideñas para dejarse atrapar por el bosque. Caminar rodeado de altivas hayas desnudas de hojas para escuchar el gorgoteo del río entre las piedras, el rumor del viento entre las ramas peladas de los árboles, el chasquido de las ramitas quebrándose bajo los pies y, ahora en invierno, ese peculiar crujido sordo que produce la nieve recién caída al hundirse bajo nuestro peso. Y, cómo no, detenerse de vez en cuando, respirar hondo el aire helado y pensar “qué bonito”.
En esta ocasión, la excusa fue ir a comer a un restaurante en medio de un hayedo en el Montseny. Un hayedo que pasa por ser el más meridional de Europa. Pero sería absurdo desplazarse hasta allí sólo para comer, habiendo tantos y tan buenos restaurante en Barcelona donde, por el mismo precio (pues serán de pueblo, pero no tontos), uno puede ponerse las botas con platos de calidad. De acuerdo que el civet de jabalí bien merecía el viaje pero, insisto, la excusa es ir a comer, pero el verdadero objetivo es abandonar por unas horas el ruido, la contaminación y las incordiantes luces navideñas para dejarse atrapar por el bosque. Caminar rodeado de altivas hayas desnudas de hojas para escuchar el gorgoteo del río entre las piedras, el rumor del viento entre las ramas peladas de los árboles, el chasquido de las ramitas quebrándose bajo los pies y, ahora en invierno, ese peculiar crujido sordo que produce la nieve recién caída al hundirse bajo nuestro peso. Y, cómo no, detenerse de vez en cuando, respirar hondo el aire helado y pensar “qué bonito”.
1 comentario:
Cuánto he disfrutado del paseo,de veras.Será ese aroma y ese crujiente sonido de pasos,el calor del almuerzo,el regreso felíz;en fin,esas cosas que uno no encuentra en las ciudades...Un saludo.
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