Camino Lleida
La carretera pasa al sur de Montserrat, que se perfila caprichosa y arrogante en el horizonte, antes de entrar en los magníficos bosques de pinos del Bruc, sorteando con curvas y desniveles un terreno que se nos ofrece cada vez más abrupto. Al final, el túnel parece que separe dos mundos, pues al otro lado los bosques van dejando paso a una tierra ondulada, moldeada por el viento y el frío, quemada del sol y las heladas y tapizada por una hierba rala y reseca que se despliega ante nuestra mirada como una moqueta gastada y sucia.
Los silencios junto a mi padre en el coche, camino Lleida, se hacen más prolongados a partir de La Panadella, como si la aridez de la tierra nos secara las palabras antes de ser pronunciadas. Me entretengo mirando por la ventanilla, intentando encontrar adjetivos que revelen lo que ven mis ojos. Tengo a Pla en mente y envidio la precisión con que acompaña al sustantivo. El viaje fue el domingo por la mañana, y desde entonces que estoy reposando las palabras, con la absurda esperanza de que al macerar las imágenes que todavía conservo en la retina, el tiempo sea un alambique que destile esos adjetivos que me faltan.
Conmueve la austeridad de la tierra. Es una tierra parda manchada de ocres y grises, tosca y endurecida. Junto a la carretera, los muros de piedra áspera forman terrazas irregulares; algunas chozas sin techumbre y unos pocos almendros levantando sus ramas peladas al cielo, como garras pidiendo clemencia, nos hablan de un tiempo no muy lejano en el que algún hombre se dejó la vida en esta tierra, intentando arrancarle algo para comer. Al fondo, algún bosquecillo de encinas desnudas se nos aparece como escobas de retama plantadas del revés.
Cuando en el litoral luce el sol y el aire tiene la dureza del cristal, la niebla se esconde en la Segarra. Despacio pero sin pausa nos ha difuminado los contornos hasta borrarnos el paisaje. En pocos segundos nos hemos encontrado dentro de una masa uniforme, densa y espesa, de tonalidades grises sin aristas, sin principios ni finales, sin puntos de referencia. Más allá de los cuarenta metros lo que se veía era la nada, el vacío lleno de esa niebla que se helará en las madrugadas de invierno para quemar con su aliento todos aquellos brotes que se aventuren a asomarse demasiado temprano a la vida. El sol, que hasta ese momento cincelaba las sombras en el suelo y endurecía los contornos, ha desaparecido por completo. Imposible saber bajo esa frazada en qué lugar lucía. No era la oscuridad sino la luz que no alumbra. No era la sombra sino el mundo sin orillas. Ya no había chozas sin techumbre ni almendros pidiendo clemencia. Todo ha sido barrido para nuestros ojos como la vejez nos barre la memoria. La carretera avanza sin ver por esta tierra de ciegos en la que el tuerto no tendría ventaja para ser rey.
Y como si fuera su patrimonio, al dejar la comarca atrás, atrás se ha quedado la niebla para devolvernos la mirada. Frente a nosotros, un cielo de porcelana azul con algunos jirones, como si ese dios al que celebramos hubiera estado cardando nubes.
Los silencios junto a mi padre en el coche, camino Lleida, se hacen más prolongados a partir de La Panadella, como si la aridez de la tierra nos secara las palabras antes de ser pronunciadas. Me entretengo mirando por la ventanilla, intentando encontrar adjetivos que revelen lo que ven mis ojos. Tengo a Pla en mente y envidio la precisión con que acompaña al sustantivo. El viaje fue el domingo por la mañana, y desde entonces que estoy reposando las palabras, con la absurda esperanza de que al macerar las imágenes que todavía conservo en la retina, el tiempo sea un alambique que destile esos adjetivos que me faltan.
Conmueve la austeridad de la tierra. Es una tierra parda manchada de ocres y grises, tosca y endurecida. Junto a la carretera, los muros de piedra áspera forman terrazas irregulares; algunas chozas sin techumbre y unos pocos almendros levantando sus ramas peladas al cielo, como garras pidiendo clemencia, nos hablan de un tiempo no muy lejano en el que algún hombre se dejó la vida en esta tierra, intentando arrancarle algo para comer. Al fondo, algún bosquecillo de encinas desnudas se nos aparece como escobas de retama plantadas del revés.
Cuando en el litoral luce el sol y el aire tiene la dureza del cristal, la niebla se esconde en la Segarra. Despacio pero sin pausa nos ha difuminado los contornos hasta borrarnos el paisaje. En pocos segundos nos hemos encontrado dentro de una masa uniforme, densa y espesa, de tonalidades grises sin aristas, sin principios ni finales, sin puntos de referencia. Más allá de los cuarenta metros lo que se veía era la nada, el vacío lleno de esa niebla que se helará en las madrugadas de invierno para quemar con su aliento todos aquellos brotes que se aventuren a asomarse demasiado temprano a la vida. El sol, que hasta ese momento cincelaba las sombras en el suelo y endurecía los contornos, ha desaparecido por completo. Imposible saber bajo esa frazada en qué lugar lucía. No era la oscuridad sino la luz que no alumbra. No era la sombra sino el mundo sin orillas. Ya no había chozas sin techumbre ni almendros pidiendo clemencia. Todo ha sido barrido para nuestros ojos como la vejez nos barre la memoria. La carretera avanza sin ver por esta tierra de ciegos en la que el tuerto no tendría ventaja para ser rey.
Y como si fuera su patrimonio, al dejar la comarca atrás, atrás se ha quedado la niebla para devolvernos la mirada. Frente a nosotros, un cielo de porcelana azul con algunos jirones, como si ese dios al que celebramos hubiera estado cardando nubes.
2 comentarios:
A veces nuestros ojos hacen nuestra realidad mucho más hermosa y las palabras tienen la capacidad de adornar nuestras imagenes.Bello relato,Arrebatos.Me ha gustado la descripción detallada y atenta.Un abrazo.
Así que ahí es dónde estaba Dios.. ¡cardando las nubes!, con la de cosas importantes por hacer que hay por ahí!!.
Saludos Arrebatos y cía, y Feliz 2008!!
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