Al otro lado de la laguna
Ahí, al otro lado de esa laguna, fue donde lo vi por primera vez. Lo vi, pero no lo conocí. Ni siquiera lo reconocí cuando, años después, muchos años de hecho, vi su fotografía en las revistas o en la contracubierta de sus libros. Pero está claro que esa tarde de verano, cuando lo vi por vez primera, todavía no lo conocía. De hecho no lo conocía nadie salvo, claro está, sus conocidos.
Como digo, fue una tarde de verano. Esa mañana habíamos cogido la barca de Marco, aprovechando que su padre no estaba. Tenía un buen motor para navegar con la proa levantada, cortando las olas a toda velocidad. Nos gustaba esa libertad de viento en el pelo y espuma de mar en la cara. Después echamos el ancla para bañarnos ahí, fondeados en lo hondo, como parte del rito que era dejar de ser niños, lejos de las advertencias de los adultos. Jugábamos a bucear siguiendo la cuerda que se iba diluyendo entre ondulaciones en el azul, hasta perderse de vista. El ancla ni siquiera se intuía. El juego consistía en bajar siguiendo la cuerda hasta llegar al ancla, para subirla a pulso hasta la superficie. Cuando comenzabas a divisarla los ojos ya te escocían y sentías una presión en los oídos que parecía que los fuera a reventar. Al llegar a cogerla, la falta de oxígeno empezaba a ser inquietante y un leve mareo hormigueaba por los brazos. Pero lo peor no era eso. Lo más angustioso era verse rodeado de tan grande inmensidad de agua por todos lados, sin ninguna referencia salvo el cabo que se perdía hacia la luz, ahí en lo alto, tan lejos. La agobiante sensación de absoluta soledad en un medio tan hostil que ni siquiera te permite respirar. Después, empezando a boquear e intentando no pensar en lo que nos quedaba por recorrer, ahí arriba, apoyábamos los pies en el suelo arenoso del fondo y nos dábamos un fuerte impulso para acortar el esfuerzo de emerger con el ancla en la mano; hasta la bocanada desesperada que volvía a llenar los pulmones; el trofeo que demostraba tu hombría a los amigos.
Descansando del esfuerzo en los bancales, mecidos por el lento oleaje y fumando esos primeros cigarrillos que nos acercaban a la edad adulta, alguien propuso ir esa tarde a navegar a la laguna. Esa mañana todavía no sabíamos que iba a ser la última que pasaríamos los tres en esa barca, ahí en lo hondo. Era verano, hacía un sol espléndido y estábamos de vacaciones. ¿Qué podía salir mal? Como es de suponer, a los tres nos pareció una idea estupenda.
La laguna desemboca desmayada en el mar, sin fuerza, como derramando el agua. Ese tramo tuvimos que hacerlo cargando la barca con el agua por las pantorrillas y los pies descalzos hundidos hasta los tobillos en la arena del fondo, pues no había suficiente calado para navegarlo. Si embargo, lejos de amilanarnos, este pequeño obstáculo dotó a la excursión de un componente de aventura todavía más atractivo. Ya en la parte más profunda nos embarcamos de nuevo y comenzamos a remar hacia el centro de la laguna, pasando junto a los pilares del viejo puente derruido. Los remos desaparecían bajo el agua parda y oscura, enturbiándola todavía más, y salían con pedazos de algas adheridos. Sólo se escuchaba ese chapoteo del remo en el agua, el croar de algunas ranas y, cada tres minutos, con escrupulosa puntualidad, el rugido de un avión aterrizando en el cercano aeropuerto. Después de eso, el silencio nos parecía todavía más denso, el calor más espeso. Aquí y allá asomaban cañizos solitarios sobre la superficie oleosa y estática del agua. Alrededor, en las orillas, el cañizo era el dueño. Imposible distinguir dónde comenzaba la tierra firme y dónde terminaba la laguna. Poco después, pero ya tarde, descubrimos que no existía tal distinción, que todo era un barrizal entre cañas de varios metros de altura.
Siempre que iba a la montaña, mi padre me repetía la misma cantinela: “cuando pases por un cruce de caminos, mira hacia atrás”. Esa, me decía, era la única forma de recordar el camino de vuelta. Pero eso no era la montaña; era la laguna. Fuimos pasando canales de agua cenagosa entre cañas y limo, abriéndonos paso hincando los remos en el fondo, como los gondoleros venecianos, hasta que fuimos incapaces de encontrar un camino de vuelta. Era ya tarde cuando la barca quedó varada sobre un fondo de barro y nosotros no tuvimos más remedio que avanzar a pie, con el agua hasta las rodillas y los pies hundidos en el barro, en un denso bosque de cañas que se nos cruzaban formando un tejido que nos impedía ver más allá. Un calor pegajoso y el fuerte olor a moho y descomposición lo invadían todo. Por si fuera poco, en esa hora los mosquitos empezaron su frenética actividad y su molesto zumbido y continuas picaduras nos acompañaron en nuestro penoso camino. Teníamos los pies pálidos e hinchados de deambular por ese barrizal. En una mala caída, Marco se clavó una caña rota en la pierna. Era una herida muy fea, muy aparatosa, con astillas que no pudimos quitar. El agua estancada seguramente no le estaba haciendo ningún bien. Iba cojeando y quejándose de dolor.
Paradójicamente, nos salvó el anochecer cuando, por las luces del aeropuerto, pudimos orientarnos. Marco hacía rato que ya no podía apoyar el pie. Íbamos los dos cargando con él, pasando sus brazos por nuestros hombros, cuando escuchamos un relincho. ¡El club de hípica! Avanzamos deprisa en esa dirección y las cañas dejaron paso a campo abierto. Una cerca hecha de troncos, al modo de las películas del oeste, rodeaba un enorme terreno llano de tierra pisada y hierba rala y reseca, donde unos caballos correteaban. Dispuestos en hilera junto a la cerca, unas farolas iluminaban turbiamente la zona. Un hombre joven, de unos treinta años, bajito y enjuto, con gafas, mal afeitado y despeinado se nos acercó y nos preguntó sorprendido: “¿Qué hacen ustedes aquí?”. Ahí estaba él. Sin duda que lo era, ahora lo sé, pero claro, cómo iba a conocerlo yo por aquél entonces. Por la forma de hablar nos pareció argentino, pues canturreaba las palabras como Maradona. Después supe que no lo era, pero eso fue mucho tiempo después. Se fijó en la pierna de Marco y chasqueó la lengua. Dijo que la herida se veía fea, que había que llevarlo al médico de urgencia. Lo seguimos hasta la recepción y allí, con más luz, lo examinó detenidamente. Después nos mandó a nosotros a avisar a nuestros padres y a él se lo llevó en su coche hasta el hospital. Antes de despedirnos, Marco nos recordó que su padre regresaba al día siguiente, y que como no encontrara la barca, nos iba a moler a palos. Me invadió una inmensa sensación de desaliento sólo de pensar en que debía regresar a la laguna.
Como digo, fue una tarde de verano. Esa mañana habíamos cogido la barca de Marco, aprovechando que su padre no estaba. Tenía un buen motor para navegar con la proa levantada, cortando las olas a toda velocidad. Nos gustaba esa libertad de viento en el pelo y espuma de mar en la cara. Después echamos el ancla para bañarnos ahí, fondeados en lo hondo, como parte del rito que era dejar de ser niños, lejos de las advertencias de los adultos. Jugábamos a bucear siguiendo la cuerda que se iba diluyendo entre ondulaciones en el azul, hasta perderse de vista. El ancla ni siquiera se intuía. El juego consistía en bajar siguiendo la cuerda hasta llegar al ancla, para subirla a pulso hasta la superficie. Cuando comenzabas a divisarla los ojos ya te escocían y sentías una presión en los oídos que parecía que los fuera a reventar. Al llegar a cogerla, la falta de oxígeno empezaba a ser inquietante y un leve mareo hormigueaba por los brazos. Pero lo peor no era eso. Lo más angustioso era verse rodeado de tan grande inmensidad de agua por todos lados, sin ninguna referencia salvo el cabo que se perdía hacia la luz, ahí en lo alto, tan lejos. La agobiante sensación de absoluta soledad en un medio tan hostil que ni siquiera te permite respirar. Después, empezando a boquear e intentando no pensar en lo que nos quedaba por recorrer, ahí arriba, apoyábamos los pies en el suelo arenoso del fondo y nos dábamos un fuerte impulso para acortar el esfuerzo de emerger con el ancla en la mano; hasta la bocanada desesperada que volvía a llenar los pulmones; el trofeo que demostraba tu hombría a los amigos.
Descansando del esfuerzo en los bancales, mecidos por el lento oleaje y fumando esos primeros cigarrillos que nos acercaban a la edad adulta, alguien propuso ir esa tarde a navegar a la laguna. Esa mañana todavía no sabíamos que iba a ser la última que pasaríamos los tres en esa barca, ahí en lo hondo. Era verano, hacía un sol espléndido y estábamos de vacaciones. ¿Qué podía salir mal? Como es de suponer, a los tres nos pareció una idea estupenda.
La laguna desemboca desmayada en el mar, sin fuerza, como derramando el agua. Ese tramo tuvimos que hacerlo cargando la barca con el agua por las pantorrillas y los pies descalzos hundidos hasta los tobillos en la arena del fondo, pues no había suficiente calado para navegarlo. Si embargo, lejos de amilanarnos, este pequeño obstáculo dotó a la excursión de un componente de aventura todavía más atractivo. Ya en la parte más profunda nos embarcamos de nuevo y comenzamos a remar hacia el centro de la laguna, pasando junto a los pilares del viejo puente derruido. Los remos desaparecían bajo el agua parda y oscura, enturbiándola todavía más, y salían con pedazos de algas adheridos. Sólo se escuchaba ese chapoteo del remo en el agua, el croar de algunas ranas y, cada tres minutos, con escrupulosa puntualidad, el rugido de un avión aterrizando en el cercano aeropuerto. Después de eso, el silencio nos parecía todavía más denso, el calor más espeso. Aquí y allá asomaban cañizos solitarios sobre la superficie oleosa y estática del agua. Alrededor, en las orillas, el cañizo era el dueño. Imposible distinguir dónde comenzaba la tierra firme y dónde terminaba la laguna. Poco después, pero ya tarde, descubrimos que no existía tal distinción, que todo era un barrizal entre cañas de varios metros de altura.
Siempre que iba a la montaña, mi padre me repetía la misma cantinela: “cuando pases por un cruce de caminos, mira hacia atrás”. Esa, me decía, era la única forma de recordar el camino de vuelta. Pero eso no era la montaña; era la laguna. Fuimos pasando canales de agua cenagosa entre cañas y limo, abriéndonos paso hincando los remos en el fondo, como los gondoleros venecianos, hasta que fuimos incapaces de encontrar un camino de vuelta. Era ya tarde cuando la barca quedó varada sobre un fondo de barro y nosotros no tuvimos más remedio que avanzar a pie, con el agua hasta las rodillas y los pies hundidos en el barro, en un denso bosque de cañas que se nos cruzaban formando un tejido que nos impedía ver más allá. Un calor pegajoso y el fuerte olor a moho y descomposición lo invadían todo. Por si fuera poco, en esa hora los mosquitos empezaron su frenética actividad y su molesto zumbido y continuas picaduras nos acompañaron en nuestro penoso camino. Teníamos los pies pálidos e hinchados de deambular por ese barrizal. En una mala caída, Marco se clavó una caña rota en la pierna. Era una herida muy fea, muy aparatosa, con astillas que no pudimos quitar. El agua estancada seguramente no le estaba haciendo ningún bien. Iba cojeando y quejándose de dolor.
Paradójicamente, nos salvó el anochecer cuando, por las luces del aeropuerto, pudimos orientarnos. Marco hacía rato que ya no podía apoyar el pie. Íbamos los dos cargando con él, pasando sus brazos por nuestros hombros, cuando escuchamos un relincho. ¡El club de hípica! Avanzamos deprisa en esa dirección y las cañas dejaron paso a campo abierto. Una cerca hecha de troncos, al modo de las películas del oeste, rodeaba un enorme terreno llano de tierra pisada y hierba rala y reseca, donde unos caballos correteaban. Dispuestos en hilera junto a la cerca, unas farolas iluminaban turbiamente la zona. Un hombre joven, de unos treinta años, bajito y enjuto, con gafas, mal afeitado y despeinado se nos acercó y nos preguntó sorprendido: “¿Qué hacen ustedes aquí?”. Ahí estaba él. Sin duda que lo era, ahora lo sé, pero claro, cómo iba a conocerlo yo por aquél entonces. Por la forma de hablar nos pareció argentino, pues canturreaba las palabras como Maradona. Después supe que no lo era, pero eso fue mucho tiempo después. Se fijó en la pierna de Marco y chasqueó la lengua. Dijo que la herida se veía fea, que había que llevarlo al médico de urgencia. Lo seguimos hasta la recepción y allí, con más luz, lo examinó detenidamente. Después nos mandó a nosotros a avisar a nuestros padres y a él se lo llevó en su coche hasta el hospital. Antes de despedirnos, Marco nos recordó que su padre regresaba al día siguiente, y que como no encontrara la barca, nos iba a moler a palos. Me invadió una inmensa sensación de desaliento sólo de pensar en que debía regresar a la laguna.
5 comentarios:
¿Invención o realidad?¿O acaso ambas?
A veces recordamos cómo nos pasaron factura nuestras intrépidas aventuras y nuestra estúpida ignorancia.
Como diría un amigo mío:"¡de locos,che!"
Hasta otra.:-)
Los relatos, como los dry martinis, se preparan mezclados, no agitados.
¿¿¿Un "hombre" de unos 30 años???
¡Mamón!
Con decir lo de "joven" bastaba... ¿no crees?
Voy a llorar otro ratito...
Berto, ¿te parece mejor "adulto"?
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