In corpore insepulto
Soy un urbanita sedentario orillando la cuarentena, orgulloso y tenaz fumador y, según mi ficha médica, con alcoholismo moderado. Y pese a ello, por alguna inexplicable razón que yo arguyo a los genes para quitarme méritos, en alguna que otra excursión dominguera a la montaña, todavía dejo sin resuello y me toca esperar a los incautos acompañantes que he arrastrado con argucias a ese medio hostil. Sin embargo, hoy he sido consciente de que mi condición física funciona como un motor diesel.
He llegado a casa a las ocho y diez, y en el buzón tenía un aviso de entrega, en cuyo reverso se leía “a partir de mañana” recoger en la oficina de correos tal. Como no siempre es así, es decir, que a menudo el mismo día ya se puede recoger, he subido para llamar por teléfono y asegurarme. “Deberás darte prisa”, me ha advertido la señora que me atendía, “en diez minutos cerramos”. ¡Y vaya si cierran! Es proverbial la puntualidad del servicio público de correos, sobre todo en cuanto a la hora de cierre se refiere. “En cinco estoy” he respondido yo más chulo que un ocho. La oficina está a ochocientos metros de mi casa, más o menos. Así que he bajado de dos en dos los escalones de los cuatro pisos hasta la calle, cruzándola en diagonal mientras sorteaba los coches que esperaban la luz verde, y he empezado a correr como si fuera un profesional experimentado de la media distancia, sin desfogarme en los primeros cien metros, manteniendo un ritmo y una cadencia regular y tolerable, controlando la respiración, la zancada, el balanceo de los brazos... No ha servido de nada. A mitad de camino he vomitado los pulmones y poco después el hígado. Poco antes de llegar, ya sin resuello y con las venas del cuello a punto de estallar, me han saltado los ojos de sus cuencas, impidiendo que viera la puerta cerrada de la oficina, la cual, solícita, ha detenido mi carrera tal como se esperaba de ella. Por fortuna había que empujar para abrirla, así que he caído de bruces en el interior. Ya de vuelta a casa, jinglándome las piernas, he ido recogiendo las piezas que había perdido en mi carrera, aunque los ojos me los he puesto del revés y ahora no distingo la izquierda de la derecha.
He llegado a casa a las ocho y diez, y en el buzón tenía un aviso de entrega, en cuyo reverso se leía “a partir de mañana” recoger en la oficina de correos tal. Como no siempre es así, es decir, que a menudo el mismo día ya se puede recoger, he subido para llamar por teléfono y asegurarme. “Deberás darte prisa”, me ha advertido la señora que me atendía, “en diez minutos cerramos”. ¡Y vaya si cierran! Es proverbial la puntualidad del servicio público de correos, sobre todo en cuanto a la hora de cierre se refiere. “En cinco estoy” he respondido yo más chulo que un ocho. La oficina está a ochocientos metros de mi casa, más o menos. Así que he bajado de dos en dos los escalones de los cuatro pisos hasta la calle, cruzándola en diagonal mientras sorteaba los coches que esperaban la luz verde, y he empezado a correr como si fuera un profesional experimentado de la media distancia, sin desfogarme en los primeros cien metros, manteniendo un ritmo y una cadencia regular y tolerable, controlando la respiración, la zancada, el balanceo de los brazos... No ha servido de nada. A mitad de camino he vomitado los pulmones y poco después el hígado. Poco antes de llegar, ya sin resuello y con las venas del cuello a punto de estallar, me han saltado los ojos de sus cuencas, impidiendo que viera la puerta cerrada de la oficina, la cual, solícita, ha detenido mi carrera tal como se esperaba de ella. Por fortuna había que empujar para abrirla, así que he caído de bruces en el interior. Ya de vuelta a casa, jinglándome las piernas, he ido recogiendo las piezas que había perdido en mi carrera, aunque los ojos me los he puesto del revés y ahora no distingo la izquierda de la derecha.
1 comentario:
me parto, en serio...hace poco casi muero intentando coger el autobus...Muy gracioso!
un saludo
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