La habitación de hotel
Introdujo la llave en la cerradura, la giró y empujó la puerta hacia adentro. Una vez en el interior, la cerró de un manotazo sin ni siquiera darse la vuelta. La tenue luz que entraba a través de la ventana le facilitó la tarea de encontrar el interruptor. Pulsó uno y se encendió la luz del baño, junto a la entrada. Pulsó el otro y se iluminó la habitación.
Una rápida ojeada le permitió familiarizarse con el espacio y le confirmó la decadencia del lugar. Sin duda había sido un hotel elegante, pero eso había sido hace más de cinco décadas y todo apuntaba a que el tiempo se había detenido ahí, a la par que el interés de los dueños por tapar con pintura las manchas de la pared y cambiar los muebles desvencijados y la moqueta raída. Dejó la maleta en el suelo, se acercó a la ventana de doble hoja cruzando la habitación y la abrió de par en par para fumarse un cigarrillo sentado en el alféizar.
Mientras se aflojaba el nudo de la corbata pensó en la estupenda mujer con la que había compartido ascensor hasta la tercera planta, en la que ambos se habían bajado. La ondulante melena castaña que lucía no le había impedido observar unos hermosos ojos de color miel. Todavía no tendría los treinta años, pensó. No se habían cruzado una sola palabra durante el breve trayecto y sólo, cuando ella se quedó frente a la 303 y él pasó por detrás suyo hasta la 305, que era la habitación contigua, había murmurado un buenas noches que no había tenido eco en la hermosa desconocida. Recordar el movimiento de sus nalgas bajo la tensa tela de la falda le produjo un hormigueo entre las piernas que se tradujo en leve erección. Llevo demasiado tiempo de perversión onanista, pensó. Luego apagó el cigarrillo en el alféizar y lo lanzó hacia la calle desierta.
De regreso de sus ensoñaciones libidinosas, echó un nuevo vistazo a la habitación, ahora más detallado y desde el otro extremo. En primer plano la cama, hundida la parte central, ocupaba una cuarta parte de la estancia. Más allá, pegado a la pared del baño, un armario de espejo. Y entre este y la cama, una puerta que le había pasado inadvertida al entrar.
Sintió tensarse todos los músculos. Esa puerta comunicaba directamente su habitación con la de la mujer. Esta certeza aceleró su imaginación. Se descubrió a si mismo pensando en qué estaría haciendo ahora ella. Quizás se estaría desnudando para meterse en la cama. No –descartó- seguro que primero ha deshecho la maleta y lo ha colocado todo ordenadamente en el armario. Contuvo la respiración para captar cualquier sonido que llegara desde la habitación contigua y delatara su actividad. Un roce de tela. Un zapato que cae al suelo. Pero no pudo oír más el rumor de los coches que atravesaban la calle en ambos sentidos. Cerró la ventana, se descalzó y se acercó sigilosamente a la puerta. Estuvo ahí un minuto quizás, aunque le pareció una eternidad. Pero no supo identificar ningún sonido.
Se le ocurrió probar si estaba cerrada con llave, aunque lo descartó al instante. ¿Cómo iba a hacer eso? Es decir, ¿cómo mover la manija de la puerta sin que la vecina se diera cuenta? Y si no estaba cerrada con llave ¿qué? ¿Abriría la puerta de par en par quizás? La sola idea ya lo excitó. Se vio a si mismo abriendo la puerta de golpe para encontrase a una mujer semidesnuda. Entonces ella gritaría y se intentaría cubrir primero con las manos, para agarrar después un extremo de la sábana y tirar fuertemente… No. La realidad sería muy distinta. Había visto tantas películas de Bogart que ya se imaginaba a si mismo con gabardina y el cigarrillo colgando de los labios. Lo más probable es que abriera la puerta y se quedara con cara de imbécil sin saber que decir ni hacer. Entonces volvería a cerrar la puerta y, como mucho, sería capaz de balbucear cualquier disculpa. O sencillamente la puerta estaría cerrada y ella, alertada por su tentativa, avisaría a la recepción, que mandaría a un vigilante de seguridad para invitarle a abandonar el hotel.
Fue entonces cuando vio que la puerta tenía una de esas viejas cerraduras con un orificio del tamaño de la uña del dedo meñique. Ese descubrimiento despertó al voyeur que siempre llevó dentro. Se imaginó a la mujer desnudándose frente a la puerta, completamente ajena al ojo que la observaba. Inmediatamente se reprendió a si mismo. Ya no por esa enferma violación de la intimidad de una mujer, sino también por su estúpido conformismo. Por una parte, su educación estrictamente católica había calado muy hondo en su ética y, si bien no la cumplía demasiado a rajatabla, sí que tenía frecuentes cargos de conciencia. Por otra parte, lamentaba no haber sido capaz de entablar una amable conversación con ella en el ascensor. Iba a pasarse tres días en ese hotel. Si ella no estaba de paso podría haber conseguido algo más que eso, que contentarse con verla a hurtadillas.
Apagó la luz de su habitación y vio que, a través del ojo de la cerradura, entraba la luz de la otra habitación. Sigue despierta, pensó. Se acercaba a la puerta cuando se apagó la luz en la otra habitación. Masculló una maldición y fue a encenderse otro cigarrillo. El primero que sacó de la cajetilla se le cayó. Le temblaban las manos. Apenas pudo acertar a encender el segundo. Dio un par de rápidas caladas y vio que volvía a entrar luz a través de la cerradura. Dio unas caladas más, aplastó el cigarrillo en el cenicero y se acercó de nuevo a la puerta. Dudaba. Sentía escalofríos y un estremecimiento le recorrió la espalda como si una pluma le hubiera rozado el espinazo. Se quedó parado junto a la pared. La luz en la otra habitación volvía a estar apagada. Se arrodilló y avanzó así hasta la puerta, procurando no hacer el más leve ruido. Procurando respirar lo menos posible. Ahora tenía el ojo de la cerradura a la altura de los suyos. Sólo faltaba ponerse frente a la puerta y mirar.
Se giró rápidamente, ajustó su ojo a la cerradura, miró y vio justo como, al otro lado, un hermoso ojo de color miel se separaba bruscamente de la puerta.
Una rápida ojeada le permitió familiarizarse con el espacio y le confirmó la decadencia del lugar. Sin duda había sido un hotel elegante, pero eso había sido hace más de cinco décadas y todo apuntaba a que el tiempo se había detenido ahí, a la par que el interés de los dueños por tapar con pintura las manchas de la pared y cambiar los muebles desvencijados y la moqueta raída. Dejó la maleta en el suelo, se acercó a la ventana de doble hoja cruzando la habitación y la abrió de par en par para fumarse un cigarrillo sentado en el alféizar.
Mientras se aflojaba el nudo de la corbata pensó en la estupenda mujer con la que había compartido ascensor hasta la tercera planta, en la que ambos se habían bajado. La ondulante melena castaña que lucía no le había impedido observar unos hermosos ojos de color miel. Todavía no tendría los treinta años, pensó. No se habían cruzado una sola palabra durante el breve trayecto y sólo, cuando ella se quedó frente a la 303 y él pasó por detrás suyo hasta la 305, que era la habitación contigua, había murmurado un buenas noches que no había tenido eco en la hermosa desconocida. Recordar el movimiento de sus nalgas bajo la tensa tela de la falda le produjo un hormigueo entre las piernas que se tradujo en leve erección. Llevo demasiado tiempo de perversión onanista, pensó. Luego apagó el cigarrillo en el alféizar y lo lanzó hacia la calle desierta.
De regreso de sus ensoñaciones libidinosas, echó un nuevo vistazo a la habitación, ahora más detallado y desde el otro extremo. En primer plano la cama, hundida la parte central, ocupaba una cuarta parte de la estancia. Más allá, pegado a la pared del baño, un armario de espejo. Y entre este y la cama, una puerta que le había pasado inadvertida al entrar.
Sintió tensarse todos los músculos. Esa puerta comunicaba directamente su habitación con la de la mujer. Esta certeza aceleró su imaginación. Se descubrió a si mismo pensando en qué estaría haciendo ahora ella. Quizás se estaría desnudando para meterse en la cama. No –descartó- seguro que primero ha deshecho la maleta y lo ha colocado todo ordenadamente en el armario. Contuvo la respiración para captar cualquier sonido que llegara desde la habitación contigua y delatara su actividad. Un roce de tela. Un zapato que cae al suelo. Pero no pudo oír más el rumor de los coches que atravesaban la calle en ambos sentidos. Cerró la ventana, se descalzó y se acercó sigilosamente a la puerta. Estuvo ahí un minuto quizás, aunque le pareció una eternidad. Pero no supo identificar ningún sonido.
Se le ocurrió probar si estaba cerrada con llave, aunque lo descartó al instante. ¿Cómo iba a hacer eso? Es decir, ¿cómo mover la manija de la puerta sin que la vecina se diera cuenta? Y si no estaba cerrada con llave ¿qué? ¿Abriría la puerta de par en par quizás? La sola idea ya lo excitó. Se vio a si mismo abriendo la puerta de golpe para encontrase a una mujer semidesnuda. Entonces ella gritaría y se intentaría cubrir primero con las manos, para agarrar después un extremo de la sábana y tirar fuertemente… No. La realidad sería muy distinta. Había visto tantas películas de Bogart que ya se imaginaba a si mismo con gabardina y el cigarrillo colgando de los labios. Lo más probable es que abriera la puerta y se quedara con cara de imbécil sin saber que decir ni hacer. Entonces volvería a cerrar la puerta y, como mucho, sería capaz de balbucear cualquier disculpa. O sencillamente la puerta estaría cerrada y ella, alertada por su tentativa, avisaría a la recepción, que mandaría a un vigilante de seguridad para invitarle a abandonar el hotel.
Fue entonces cuando vio que la puerta tenía una de esas viejas cerraduras con un orificio del tamaño de la uña del dedo meñique. Ese descubrimiento despertó al voyeur que siempre llevó dentro. Se imaginó a la mujer desnudándose frente a la puerta, completamente ajena al ojo que la observaba. Inmediatamente se reprendió a si mismo. Ya no por esa enferma violación de la intimidad de una mujer, sino también por su estúpido conformismo. Por una parte, su educación estrictamente católica había calado muy hondo en su ética y, si bien no la cumplía demasiado a rajatabla, sí que tenía frecuentes cargos de conciencia. Por otra parte, lamentaba no haber sido capaz de entablar una amable conversación con ella en el ascensor. Iba a pasarse tres días en ese hotel. Si ella no estaba de paso podría haber conseguido algo más que eso, que contentarse con verla a hurtadillas.
Apagó la luz de su habitación y vio que, a través del ojo de la cerradura, entraba la luz de la otra habitación. Sigue despierta, pensó. Se acercaba a la puerta cuando se apagó la luz en la otra habitación. Masculló una maldición y fue a encenderse otro cigarrillo. El primero que sacó de la cajetilla se le cayó. Le temblaban las manos. Apenas pudo acertar a encender el segundo. Dio un par de rápidas caladas y vio que volvía a entrar luz a través de la cerradura. Dio unas caladas más, aplastó el cigarrillo en el cenicero y se acercó de nuevo a la puerta. Dudaba. Sentía escalofríos y un estremecimiento le recorrió la espalda como si una pluma le hubiera rozado el espinazo. Se quedó parado junto a la pared. La luz en la otra habitación volvía a estar apagada. Se arrodilló y avanzó así hasta la puerta, procurando no hacer el más leve ruido. Procurando respirar lo menos posible. Ahora tenía el ojo de la cerradura a la altura de los suyos. Sólo faltaba ponerse frente a la puerta y mirar.
Se giró rápidamente, ajustó su ojo a la cerradura, miró y vio justo como, al otro lado, un hermoso ojo de color miel se separaba bruscamente de la puerta.
4 comentarios:
Tu escritura se eleva.
Albricias.
***
¿Y el logo de Blogueratura?
¿actualizas?
:) vamos, anímate a hacerlo.
Me encantan los finales "felizmente sorprendentes".
Muy bueno.
Saludos
Narrativa brillante, final de antología, de verdad te felicito.
Un abrazo desde
http://poesiaen4.blogspot.com
Gracias por vuestros comentarios, pues en verdad animan a seguir inventando "sorpresas".
Sigo en blogueratura, rain. Y, salvo error u omisión, sigo actualizando.
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