domingo, 20 de julio de 2008

Juegos y costumbres

Nuestras visitas a una exposición seguían un patrón similar, aunque en absoluto se tratara de un ritual.

Siempre llegábamos tarde, pues nunca había sido planeado con antelación sino que era fruto de un arrebato puntual, un saltar de la cama a las once de la mañana y corre, vamos, vístete. Al llegar nos deteníamos en el punto de información para coger todos los folletos. Daba igual que los hubiera de otras exposiciones, en todos los idiomas, también los cogíamos; era un “me falta el de los grabados del S.XVII en japonés”, y un “te lo cambio por el Rodin en ruso”. Echábamos un último vistazo a los catálogos –“después volvemos”– para finalmente entrar en la exposición.

Las primeras obras expuestas –pongamos las dos primeras salas– las solíamos ver juntos, comentándolas mientras criticábamos con sarcasmos al matrimonio de ademán medio burgués con tres vástagos chillones que nos interrumpía constantemente. Pero más tarde me daba la vuelta y tú te habías desvanecido en la penumbra de unas salas que parecían iluminadas por Tanizaki. Podía ser que hubieras girado por la sala de la izquierda mientras que yo me iba a la derecha; o que entraras en esa sala oscura donde proyectaban una película documental antigua o quizás unas diapositivas. Lo único seguro era que no volveríamos a encontrarnos hasta el final del recorrido y que yo podría jugar a hacerme el hombre libre rodeado de turistas nórdicas de pechos enrojecidos por el sol, que a mí me hacían pensar en jugosos melocotones maduros.

En realidad daba igual que la exposición fuera casi siempre gratuita, pues sabíamos que después nos íbamos a gastar en libros, catálogos, afiches y postales el equivalente a una cena con buen vino. Y esa parte tenía algo de competición, de juego tácito. Se trataba de ser el primero en encontrar el libro o el atado de postales más bonito, el catálogo más llamativo. Era un juego que iba más allá del juego en sí, pues tenía un significado mucho más intenso que la simple búsqueda de lo hermoso. En realidad habría bastado con que ambos compráramos nuestra propia copia, pero es que ahí estaba el encanto del juego. Porque a lo que de verdad estábamos jugando era a imaginar tener una vida en común, y estábamos comprando libros sin repetir entre nosotros sobre la premisa de que no hacía falta comprar dos, ya que en un futuro no muy lejano compartiríamos también la biblioteca, y que comprar dos iguales sólo podría traernos mal fario, pues es bien sabido que nadie luce en sus estantes dos copias de un mismo libro.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Tu texto me pilla con la guardia baja. Tengo que retroceder muchas páginas en algunos de mis libros para encontrar ese encanto compartido. Me entristece esto. Igual otro día no, pero hoy sí.
También me han venido a la cabeza las dos copias exactas que tengo del curioso recopilatorio de tipos de coños que escribió Juan Manuel de Prada cuando aún no era un facheti de cuidado, sino un estudiantillo fresco y locuaz (ahora no hay quien se lo coma con patatas). Una copia es mía y la otra fue un regalo que hice y que, cosas del tiempo, acabó viviendo conmigo, junto con su dueño, por una laaarga temporada. Su dueño lo dejó para siempre en mi casa cuando se marchó, como tantas otras cosas.
Bueno, ya me voy. Disculpa la parrafada, pero es que ya no sé ni con quién hablar, qué agobio.
Un beso.

arrebatos dijo...

Quizás deberías llevar los coños del de Prada al rastro, junto con todo lo demás.
A mí me ocurre justo lo contrario, que al final acabo comprándome todos esos libros o esos discos que se han quedado del otro lado del reparto.

Anónimo dijo...

Tal vez debería hacer eso, sí.

Almatina dijo...

jugar a imaginar
que jugamos.

Un saludo
arrebatado!

Chusky or Gus dijo...

Tengo unos 30 ejemplares del "Prácticas de ofimática", ¿Crees que debería quemar 29 para no tener
mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal,mal y 29 fario????

Chusky!